La medalla

Relato de Tomás Bernal Benito

Zaragoza, en el invierno de mil novecientos cuarenta y dos, despertaba todas las mañanas tratando de olvidar.

Su niebla, fundiéndose en las aguas del río Ebro, la convertían en una ciudad barroca, llena de escombros, inmundicia, aire que costaba respirar, y una luz sucia y grisácea.

Arruinada económicamente tras el desastre de la guerra civil, intentaba sacudirse de odios y malquerencias dejando malvivir en el anonimato a vencedores y vencidos, cuyas siluetas, distorsionadas por la bruma, se amontonaban en las largas filas que provocaban en sus calles las cartillas de racionamiento.

En la empobrecida ciudad, que en otro tiempo fundara el César Augusto, se daban graves casos de enfermedades por carencias nutritivas y por frío, y el denominador común para un amplio sector de su población era el hambre y el desamparo social.

 

La medalla

 

La nobleza nada tiene que ver

con las clases o las castas.

Yasmina Khadra

 

Al enviciado ambiente de refrito, sardinas y vino peleón, se le añade un nuevo hedor, el de la pegajosa humedad que emana del anegado asfalto de la calleja de la Verónica, sita en el concurrido barrio chino de la ciudad de Zaragoza, tras padecer una inclemente tormenta.

Con la mirada ausente te dedicas a perseguir con tu dedo índice la gota más veloz que se desliza por el empavonado vidrio. Fuera, en la puerta de la taberna, dos borrachos discuten a voz en grito con el sereno. Apuras el contenido de tu vaso desportillado, una manzanilla que saboreas. En un extremo del local, un flamenco desgarbado rasguea una guitarra y se arranca por soleares:

 

“Cuando paso por el templo

a Dios le “pío” salud,

porque la poca que tengo

me la estás quitando tú”.

 

Aplaude a rabiar la fauna de la noche: compadres del cantante, estudiantes sin carrera, parados de oficio, estraperlistas, reventadores de pisos, chulos de prostitutas, y una mesa de militares sin guerra, cuyas rodillas acogen a una pareja de mujeres cuya incierta edad ocultan bajo el pintarrajeado de sus rostros y a las que manosean sin ningún recato.

—¿Me das un cigarro?

La pregunta te hace cambiar el trayecto de la mirada. Se trata de una mujer de melena negra recogida en un moño, que viste sobria y de obscuro, y cuyos ojos transmiten dolor. Hace poco que has llorado, piensas mientras le respondes:

—Si vas buscando clientela pierdes el tiempo, los últimos céntimos que tenía me los acabo de beber en ese vaso.

—Que yo sepa, tan sólo te he pedido un cigarro.

Su aplomo atrae tu atención. Así que te disculpas al tiempo que sacas un paquete de ideales y le ofreces uno.

—Perdona, no he pretendido ser grosero.

Con la ayuda de un chisquero y un golpe profesional, le enciendes el pitillo. La mujer, tras dar una primera calada, lanza una gran bocanada de humo que se pierde en el aire mientras se queda mirando el espejo situado tras la barra del bar, en el que se puede leer con letras Blanco-España: cubiertos económicos con tres platos, pan, vino y postre, 1’5O pesetas.

—Vaya —dice—, veo que aquí se puede comer por seis reales.

—Si los tienes, sí —es tu mordaz respuesta.

A continuación, señala una silla y tú asientes con la cabeza. La mujer se acomoda frente a ti mientras cuelga el paraguas en el respaldo de la silla contigua.

—Y bien, mujer de los ojos húmedos…

—¿Por qué me llamas así?— te interrumpe.

—Es evidente, ¿no? —breve silencio. La mujer de los ojos húmedos parecía meditar la respuesta—. Y bien, mujer de los ojos húmedos —prosigues—, si no buscas los placeres de la noche, ¿qué puñetas haces en un lugar como éste?

—Busco... información —responde al final.

—No sé qué tipo de información buscas, pero sea la que sea, aquí no la vas a encontrar— le dices extendiendo los brazos, como pretendiendo abarcar todo el local.

Y entonces se sincera contigo y te cuenta que hace una semana murió su madre y que durante el entierro aprovecharon para desvalijarle el piso, llevándose, entre otras cosas, una medalla de la virgen del Pilar de incalculable valor sentimental, ya que era legado de su madre, a quién se la había dado la suya. Y que lleva así cuatro noches seguidas, de garito en garito.

—¿Y de verdad piensas qué alguien de aquí te puede decir algo? ¿Tú te crees que en este tugurio puedes encontrar la dichosa medalla? No sé si eres una mujer valiente o una inconsciente total, pero paseándote sola por estas callejuelas de mala muerte lo único que te puedes encontrar es con el mango de una navaja sobresaliendo de ese bonito pecho.

Gracias por lo que supongo un cumplido, extraño, pero un cumplido, te dice para preguntarte a continuación: ¿cómo te llamas? A lo que tú respondes, perdona, pero es mejor para ti que no sepas mi nombre. Entonces ella musita un entiendo, al tiempo que agacha la mirada.

—Dime mujer, ¿tanto te importa esa medalla?

Y por toda respuesta obtienes unos sollozos incontrolados. Entonces, al verla tan desvalida, algo se rompe dentro de ti, y cogiéndola de las manos le aclaras:

—Todos los que frecuentamos estos lugares somos unos rufianes, pero hasta entre los rufianes existe un código de honor. Tú confía en tu Virgen y el resto déjamelo a mí.

Tus últimas palabras quedan absorbidas por el sonido estridente de un silbato y la entrada en tromba de tres agentes de la ley y el jefe de policía, quién se dirige a ti apuntándote con la reglamentaria:

—Demetrio, cuánto tiempo, coloca las manos en la mesa, que yo las pueda ver. Gutiérrez, póngale las esposas.

La policía se hace cargo de ti y a trompicones se te llevan al coche celular, aparcado junto al teatro Principal. Al salir por la puerta te giras y te despides de ella con una media sonrisa. La mujer te observa aturdida por la rapidez de los últimos acontecimientos. Transcurrido un tiempo, se levanta y sale a la calle. Desaparece de la noche un pequeño claro de luna y se pone a chispear.

La mujer de los ojos húmedos, nada más abrir el paraguas, siente que algo corre entre las varillas, le golpea en la cabeza y a continuación cae sobre la acera.

¡Es la medalla de la Virgen del Pilar!

—Gracias Demetrio— farfulla entre lágrimas mientras se agacha a recogerla y la besa con amor—, verdaderamente... la gente como tú, tenéis… un código de honor especial.