El deber de un soldado

Relato de Nuria González Carrillo

La lluvia era incesante, pero no tanto como para no oír el sonido de sus pasos. Pasaba el rifle por encima de los tubos de la vieja fábrica y el sonido metálico se extendía en ondas que hacían difícil saber dónde estaba en realidad.

Su corazón a mil por hora, le hacía saber que estaba acorralada: la única salida de la factoría estaba a la espalda del soldado. Sus gritos, aunque no entendiese su idioma, transpiraban el odio suficiente para hacerse entender. La lluvia no cesaba.

Ordenó a su estómago revuelto no vomitar lo poco que tenía, las arcadas atraerían la atención del militar hasta su escondite. Las botas castrenses hacían sus pisadas pesadas. Miró alrededor tratando de encontrar con qué defenderse. Sabía perfectamente lo que hacían con las muchachas: A veces, las dejaban vivir, otras no. Su política de purificar la raza y colonizar el territorio, era implacable, tenían órdenes de forzarlas si era posible, con maridos o familiares masculinos delante.

A medida que la espera se alargaba y el soldado se enfurecía, la frialdad del miedo se instaló bajo su piel. Había escuchado hablar de ella, la sentían los perseguidos, los que lo tenían todo perdido.

Rebuscó a su alrededor, solo encontró una astilla grande de madera fina y puntiaguda, que guardó en la manga sucia de su abrigo. Las tripas le sonaron y se quedó quieta a la espera: el rugir de la lluvia la favorecía. Respiró.

Había una escalera cercana que daba a una entreplanta, despacio y de puntillas la subió, debía saber dónde estaba el militar. Estiró el cuello, no lo veía, tampoco lo escuchaba. Algo húmedo se deslizó por su cuello, quedó paralizada, mientras la calidez de un aliento, en palabras extranjeras, llegaba a sus oídos. Entre el miedo y el asco, dudó en volverse para mirar cara a cara a su verdugo, las piernas le temblaban y un ardor amargo subió por la garganta desde su estómago. Mareada se dio la vuelta decidida a mirarlo a los ojos.

Quedó frente a un joven, casi era un niño, con los ojos inyectados de sangre y miedo, le sonrió despiadado: Imaginó la adrenalina cabalgando por sus venas, mientras realizaba gestos obscenos y le apuntaba a la cabeza.

Le indicó que fuera hasta el siguiente tramo de escaleras y la instó a seguir subiéndolas. Al alcanzar el quinto escalón la empujó y con gestos elocuentes le indicó que abriera las piernas.

Vivía la situación en tercera persona, como si no fuera la protagonista. El agua sonaba inmensa sobre el tejado de chapa de la fábrica. La figura del hombre al contraluz, imbuida en su traje militar, resultaba inmensa y contrastaba con su cara de joven recién salido de la pubertad.

A cámara lenta abrió los muslos, sabía que habían matado a las mujeres que se habían negado. Miraba al techo, nunca había imaginado dejar de ser virgen de aquella manera pero si era buena a lo mejor vivía. Centró su atención en el sonido de la lluvia.

El soldado con una sola mano, sostenía el arma, que no dejaba de apuntarla. Bajó sus pantalones y se frotó para lograr penetrarla. La imagen de ella una vez se iba evaporando la furia, no era cautivadora para él: rota sobre los escalones, parecía no tener vida, si no fuese por el ligero temblor de su mandíbula. Sus ojos, que le parecieron seductores, estaban vueltos hacia la nada y vacíos.

Tumbado sobre ella, le bufó su aliento en la cara para que reaccionara y enardeciera su pasión, pero ella siguió inerte. La insultó con la fuerza suficiente para que lo entendiera en otra lengua. A manotazos acarició su cuerpo, que lejos de ser sabroso, le hizo pensar que hacía mucho que no comía lo suficiente.

Cogió el arma y la apoyó en la boca de la muchacha: necesitaba que reaccionara, que implorara. Quería que le diera poder y para ello, estaba dispuesto a volarle la tapa de los sesos.

Iba a morir y el espanto no le permitía mover un solo músculo. Notaba como un cosquilleo paralizante recorría su cuerpo y el sonido desbordante de la lluvia llegaba acompañado por los horribles gritos del militar. Cuando con furia se meneó sobre ella para recolocarse, ella logró mover su mano y sacar el objeto punzante que guardaba en la manga: Sabía que había un punto en el vientre que, si era certera, lo mataría casi instantáneamente.

La lluvia seguía cayendo fuerte, mientras la siguiera escuchando es que estaba viva. Centró su atención en ella para dejar de temblar. La afilada estaca entró ascendente en el vientre del soldado, fue hacia el bazo y lo rompió; sin sacar el arma del todo, volvió a clavarla, seccionando la arteria aorta.

Estuvo largo rato con el cuerpo sin vida del hombre/niño sobre ella, empapándose de su sangre. Despacio salió de debajo de él y vomitó.

Nuria González Carrillo es miembro de la Unión Nacional de Escritores de España.