Finisterre (Diario de un viajero)

Relato de Manuel Fuentes González

Una mítica lengua de tierra se adentra en el Océano Atlántico en la hermosa y abrupta costa gallega. El cabo Finisterre siempre sorprende: acumula creencias populares, hermosura y contrastes. Es un lugar de obligada visita, de atracción atávica para este viajero. Hay momentos que evocan recuerdos del fin del mundo, como se dijo en la antigüedad; en otros se divisan paisajes de belleza cruel, playas que parecen competir con el agua, el viento y la tierra.

A la espalda del faro se extiende un mar infinito y brillante. En mi primera visita, un día de densa niebla, me invadió la sensación de que el mundo verdaderamente acaba allí, abriéndose las fauces de un infierno frío e insaciable. Dos horas más tarde, cuando la niebla apenas clareaba, observo dos pequeños barcos, dos chalanas en labores de pesca, que las olas mueven a su antojo, indefensos si la bravura del agua se desata. Aquel día la sirena del faro bramó y su quejido de aviso pudo oírse a 26 millas. El estridente sonido, conocido como “la vaca de Fisterra”, hace ya años que ha dejado de sonar, de situar a los marineros y pescadores en un mar duro y calmado, lleno de muerte y de vida.

Han pasado los años, con alguna visita furtiva para mostrar el lugar a amigos excursionistas, siempre escasos de tiempo de contemplación.  Hoy es distinto: brilla el sol y nuestro pequeño grupo viajero ha tenido pleno acierto. Moteros y sin embargo buscadores de paz, belleza y sosiego, un fin de semana distinto, cuando aún no se han apagado en mi memoria los ecos del Camino de Santiago, recién concluido tras un  largo mes de caminar. Es una regresión rociada en recuerdos, o sólo una mirada asomada al futuro. Tal vez un simple ejercicio de dejar volar los sentidos, envueltos en paisajes y gentes.

Entramos en el pueblo acompañados de olor a mar y alboroto cosmopolita de visitantes, en gran parte peregrinos que cada día encuentran aquí su fin del Camino. Hemos saboreado ese olor a mar y a misterio, a tierra y a vida en los bares y cafeterías próximos al puerto. Excursionistas, turismo de visita rápida, peregrinos, amantes de la naturaleza y el senderismo se entremezclan en una villa bulliciosa en verano y muy apagada en invierno.

Antes de caer la tarde volvemos al entorno del faro, a sentarnos en una de las piedras que rodean el promontorio para despedirnos el astro rey desde su antiguo altar, el Ara solis de los fenicios. Los recuerdos del peregrinaje brotan aún recientes. Treinta días caminando ―desde el lado francés de los Pirineos―, se atomizan en un momento. Las ilusiones, las incertidumbres, zozobras privaciones se entremezclan con detalles de solidaridad y gratitud; sientes que fluye una gran corriente de paz. Lentamente, sin esfuerzo, el cauce se transforma y muta hacia esa infinita grandeza, profunda e inconmensurable, que es el final de todos los viajes que, como nuestras vidas, «son los ríos que van a parar a la mar», como decía el poeta Jorge Manrique.

Me vuelvo, dando la espalda al mar y unos pasos hacia atrás en la escarpada ladera.

―¡Ten cuidado! ―me advierte ella con preocupación.

―Son muchos metros de acantilado hasta llegar al agua ―replica el amigo Marcos, con cierta sorna para relajar el temor de mi “protectora” esposa.

―¡Tranquilos!, no hay motivo de preocupación, está todo calculado ―contesto firme.

―¿Qué haces vuelto, mirando al revés de toda la gente que nos hemos reunido aquí para ver esta puesta de sol? ―insistió ella.

―Viendo a las personas, sus caras, sus ilusiones ―contesté sin vacilar. Ellas son lo relevante, el “espectáculo” que merece la pena fotografiar con la retina de los ojos.

Cae la tarde. El sol se resiste antes de desaparecer en la inmensidad del océano, marcando el poniente. Es un instante supremo, desconocido, de inalcanzable belleza y quietud: fundidos mar y cielo en una bruma dorada y misteriosa. Cada haz de luz se refleja sobre el agua, más débil y sublime que el anterior. El sol desciende, se moja en agua salada, pierde su redondez hundiéndose lentamente. Una sinfonía de colores va desde el púrpura al amarillo, pasando por inimaginables rojos, rosas y naranjas. Finalmente, lenguas de fuego, como llamas bajas, zigzaguean sobre el mar antes de perderse toda la luz. La noche se abre paso.

En voz baja, salvando los escasos metros que nos separan, consciente del embrujo del momento, temeroso de romper el profundo silencio que se ha apoderado de la numerosa concurrencia de público allí congregado, Marcos pregunta:

―¿Crees que a la gente le gustará aplaudir?

―No te quepa duda ―contesto, al tiempo que ya hago sonar con fuerza las palmas de mis manos.

La muchedumbre se suma de inmediato, se oye un general aplauso, una cerrada ovación. Me vuelvo de nuevo hacia ellos y observo sus caras llenas de satisfacción. Sonríen y los más próximos me agradecen la iniciativa. Lentamente volvemos sobre nuestros pasos, abandonando sin prisas el lugar, satisfechos de haber presenciado un gran espectáculo, un momento sublime. Finisterre es el poniente.

Manuel Fuentes González es vocal honorario de la Unión Nacional de Escritores de España.