María Teresa Álvarez Olías, relatos


Despertando en la playa

No quería imaginar cómo había llegado hasta allí. Era  verano, de eso estaba segura, por el insufrible calor reinante. No deseaba que hubiera llegado ese día, bien lo sabían los dioses, y tampoco tenía la certeza de que fuera una jornada u otra de ese mes tórrido en Pompeya, más agobiante que ninguno, con olor a azufre constante en el aire.

Las últimas jornadas eran pesadas y el cielo se volvía plomizo cada tarde, hacia el crepúsculo, envuelto en nubes densas de color blanco y gris, sin la luminosidad clásica del estío en su querida ciudad. El sudor caía a chorros en todas las frentes al hacer el mínimo esfuerzo, incluso durante la noche, donde a veces costaba respirar.

Claudia acababa de despertar y su boca sabía a sal y a arena, pero no se animaba a levantarse, dolida en la cintura y en las piernas. Estaba echada, desde luego, sobre tierra mojada. Quemaba el sol y se derramaba en la lejanía, según podía atisbar al entrecerrar sus pupilas, sobre afilados acantilados de pizarra, y las gaviotas chillaban muy cerca, reclamando comida en su particular lenguaje casi humano.

Ella debía estar en la playa, inexplicablemente, pues los arenales de Pompeya, plagados de conchas de moluscos y algas, estaban alejados de la urbe y apenas nadie, al margen de los pescadores y sus familias, los frecuentaban. Sus pies se hundían en la arena y las olas le lamían la cara en una sensación rítmica de bamboleo y humedad.

Estaba exhausta, mareada y somnolienta, sin saber por qué motivo. Exhalar alguna mota de aire le costaba un mundo, como si llegara de una carrera loca por el confín de la tierra y de los mares. Iba recordando a duras penas, a retazos, sin ilación. Sentía los labios cortados, abrasados por la sed y la sal, además de doloridos. La espuma se arremolinaba bajo su cuerpo y la arena la llevaba de una postura a otra, escarbando entre sus manos y sus pies.

El vino de las tinajas en aquella vivienda a la que había acudido con su familia—podía rememorar— corría por las copas de cristal y estaño, mientras la música del arpa y de las flautas inundaba el comedor donde su prometido celebraba la última victoria militar, obtenida en tierras hispanas, un mes antes, al inicio de la primavera, cuando los torrentes empezaban a reventar en sus lechos helados en aquella tierra casi despoblada, tomada por el bosque y los animales, donde los celtas habían resistido muchos meses, con tácticas de guerra peculiares.

Los comensales de Pompeya, hombres y mujeres jóvenes, recostados del lado izquierdo o con la cabeza apoyada entre almohadones, sobre divanes tapizados de blanco, mojaban pan de trigo traído de Formentera, una isla lejana, de buena corteza, en las salsas de leche fermentada y de pimienta, alternando  con uvas, nueces y piñones las aves asadas en su jugo. No faltaba el garum, que aderezaba casi todos los platos con su potente sabor salado, concentrado de marisco y pescado de la zona.

Los hombres, pulcramente afeitados por sus esclavos con anterioridad, comentaban batallas, conquistas y discursos, con sus resplandecientes túnicas ligeramente manchadas de vino y especias, mientras se llevaban a la boca tajadas de venado o de sardinas horneadas. A veces reían a carcajadas, en medio de la seriedad de sus asuntos, por el comentario sobre alguna anécdota bélica.

Las campañas militares siempre dieron mucho juego en las cenas y reuniones de sociedad. O eso le parecía a Claudia, en especial por las palabras de su padre cuando se cruzaba con él en la casa, siempre tan apuesto y bien vestido, con la estola inmaculada, de continuo empleando las palabras exactas, con una memoria providencial.

Las mujeres presentes en la fiesta, peinadas con extraordinarios rizos superpuestos, que las esclavas trenzaban pacientemente con sus tenacillas humeantes, se mostraban entre sí las joyas familiares que portaban a docenas, los vientres de embarazo, o la pasta cremosa de sus caras y brazos, que disimulaba granos y manchas de la piel, en medio de confidencias y risas. Se habían vestido primorosamente para ese banquete que se celebraba en honor de ella, de Claudia, a la que conocían desde pequeña, aunque ella no recordaba el nombre de todas.

El agua de mar, que espumaba sin tregua, estaba fría y, por instantes, caliente, según la afluencia de las olas, en un ritmo cadencioso y sonoro. Pocas veces en la vida llegaba Claudia siquiera a mojar los pies en esa agua azul y blanca y, desde luego, no había bebido una sola gota del vino servido durante la cena, aunque a su alrededor, las matronas reían, bebían y comían despacio, felizmente, en un ritual de platos y fuentes de fruta y carne aderezada, disfrutados a placer, tragados con delectación.

Podía recordar si no las caras de las damas asistentes, o sus nombres, dobles, pertenecientes a buenas y adineradas familias de la ciudad y de la comarca, sí las esencias de sus perfumes que cada una de ellas llevaba sobre los escotes de sus túnicas, al lado de fíbulas de oro imitando perlas, dragones o peces.

Claudia llevaba algunos años aprendiendo con su esclava las combinaciones  más olorosas de bergamota, limón o rosas, destilando flores, machacando hojas, hirviéndolas y dejándolas secar, para conseguir la esencia más genuina y deliciosa que durara en la nariz y pudiera conjuntar con el olor propio de la persona que lo portara.

Ella permanecía ese día en aquella mansión del banquete fascinada por la música de los flautistas y el ruido de las cucharas en los caldos sabrosos de carne o gambas, divertida por las carcajadas de los jóvenes y las medias palabras de las muchachas, tan nerviosas, oliendo a romero, a esencia de moras y avellanas.

Los hombres vivían en su mundo, relatando las penurias, las glorias y las maravillas de las tierras lejanas conquistadas, donde vivían gentes primitivas, aborígenes que hablaban lenguas extrañas y adoraban las peñas, los sembrados, la noche, el día, los ríos…, la naturaleza en fin, en todo su esplendor.

Las mujeres charlaban sobre la intendencia de sus hogares, sobre las habilidades de sus hijos, sobre el divorcio de este o aquel matrimonio, finalmente disuelto. Eso es lo que Julia no querría: divorciarse, ni tampoco casarse, por cuanto una boda,  su boda, suponía la obligación de recluirse en casa para siempre y ella aborrecía unirse al yugo de un esposo al que no sabía ni quería amar o conocer.

A muchas damas las conocía de las fiestas Saturnales, las del diecinueve de diciembre, con el intercambio de regalos, en que su madre abría la casa para que vecinos, parientes y amigos visitaran su casa, la linda morada que en breve, cuando se casara, tendría que abandonar para ir a la de Flavius.  Ojalá  Minerva no lo permitiera.

Pensaba, recordaba  y las lágrimas acudían a sus ojos con melancolía, dolorosamente. Tal vez si le amara estaría deseando vivir con él, quizá podría atisbar un calambre de deseo imaginando el resto de la vida junto a ese legionario de casco plúmbeo, pero nada de eso ocurría y el valor sentimental de su propia casa era demasiado fuerte y arrasaba su alma.

Nunca amaría a un general de las legiones, por muy famoso que fuera, por mucho que su padre ponderara sus hazañas en la guerra y su madre le restregara su apostura y bienestar económico. Había leído Claudia, en sus escasos y maravillosos paseos matutinos, seguida de su criada, unas frases en las tapias de los huertos cercanos a la playa, en las casitas bajas que olían a pescado y a sal, donde las esposas de los pescadores cosían las redes bajo el sol de marzo, con toda la luz del Mediterráneo rebotando en las rocas, sembradas de gatos aullando y durmiendo. Eran unas frases vergonzosas y extrañas sobre si Marcelus ama a Paulus o a Julia, sobre si Martinus persigue a Tiberius por las tabernas del extrarradio  en las noches de agosto.

Se contaban tantas historias sobre los legionarios…Muchas legiones griegas estaban formadas por parejas de soldados amantes, todo el mundo lo contaba en la ciudad, de soldados que luchaban y dormían juntos, que morían y caían juntos en la batalla. ¿Amaría Flavius a alguno de sus compañeros de armas? Tampoco eso le importaba demasiado.

Él había estado peleando también en La Galia, junto a Hispania, allá lejos, al otro lado de las altas montañas, ampliando los confines de Roma, luchando contra bárbaros que hablaban con palabras extrañas y adoraban a otros dioses, pero que seguramente cultivaban sus huertos y cuidaban sus animales, siendo felices y en absoluto culpables de no pertenecer al Imperio. No merecían,  a su juicio,  morir o convertirse en esclavos por defender su palmo de tierra.

Por otra parte, nadie debería invadir nunca Pompeya, la ciudad de renombre donde las familias pudientes pasaban el estío refrescándose con la brisa marina, con el húmedo viento del sur que alborotaba el cabello por muy sujeto que estuviera, y a veces volvía locos a los caballos en su trotar. En los últimos días se habían sentido algunos temblores en la ciudad y las casas parecían haberse movido, al decir de la gente, medio paso o dos. El suministro de agua se había cortado la semana anterior y un líquido con olor a huevos podridos había escapado por el caño de la fuente. Ella lo había visto mientras las sirvientas llenaban las cántaras.

Claudia escapaba muchos días de casa, a horas en que sus padres descansaban tras la comida de medio día, paseando bajo los balcones cargados de claveles,  con las esclavas más afines, y se colaba en el mercado donde disfrutaba con los puestos de fruta y verdura, con los de pescado fresco, del día, con las almejas y gambas recién cogidas de las arenas y las mujeres que ofrecían su género a gritos.

Le encantaba comer melocotones, de los de un cuarto de sextercio la docena, con toda su piel, mirando la costa, mordiendo esa cáscara de pelusa amarillenta e imaginando los monstruos, héroes y gentes que poblarían la enorme extensión de agua salada que se mecía ante ella. Si no había melocotones en el mercado, compraba un buen racimo y lo comía uva a uva,¡ qué  goloso deleite la vista de las viñas a la orilla del océano, sobre el pavimento cuadrangular!

 La vendimia estaba preparándose por  toda la ciudad, y  la mitad de ella, la agrícola, no la pesquera, se volvía loca pensando qué viñas empezar a abordar y con qué brazos. Qué variedad de uvas se recogería primero y se llevaría al lagar de cada casa. En la suya habían llevado ya varios carros y todo el zaguán y la calle empezarían muy pronto a oler a zumo fermentado, aplastado por decenas de pies de libertos y criados, untoso, suave y luminoso como el amanecer sobre las olas.

Si no había melocotones de temporada, Claudia se decantaba por los higos, pura miel en su corazón dulce, tomados de uno en uno con agua fría o en empanada, como un pastel dulce, para toda la semana.

Del mercado pasaba al foro, demorándose bastante, a veces demasiado, consiguiendo la riña posterior de su madre al entrar en casa. El foro era un mundo en miniatura, con oradores, músicos, pintores y hombres disputando, en realidad dialogando sobre política y reglamento urbano. Claudia escuchaba los discursos embelesada, imaginando cómo sería el gobierno de su ciudad amada, cómo podría ordenarse la construcción de nuevas calles, su limpieza, su recogida de basuras, su gobierno.

Las mujeres jamás intervenían en esas pláticas pero  tenían la clave del mejor modo de gestión local. Lo había escuchado de ellas. Ciertas calles deberían tener un sentido y otras el contrario. Las fuentes debían incrementarse y el tráfico de carros debía restringirse más a las horas de la noche, para no seguir incrementando el número de atropellos a viandantes. El Senado municipal, según palabras de su padre, no era limpio ni honesto y gastaba el dinero en intereses particulares.

Los niños jugaban en las calles de Pompeya tras su estancia en la escuela. Claudia los miraba como divisaba el océano mientras devoraba futa, con la pasión de la futura maestra, de la futura madre, empeñada en que jugaran con orden y alegría sin peleas excesivas, sin destrozar paredes ni arbustos con su bola de trapos envueltos al que pateaban por todas las esquinas.

Tres días antes las uvas tenían un polvo oscuro en su pellejo y la vista se perdía turbia en la lejanía, como si hubiera cenizas disueltas en el aire, cual piedras machacadas, en especial en el templo a Isis. Incluso el pan sabía ácido, como a lámina de metal oxidado, cuando salía del horno, donde continuamente se cocían pastelillos dulces y salados, rellenos de queso o espinacas. Pompeya cada vez era más grande y los recintos amurallados se desbordaban cada década, tras casas y tabernas.

Ella no tenía casi nunca demasiado apetito. Las grandes comilonas, siempre tan sociales, no agradaban a su delicado estómago, que tenía prisa por empezar a cenar y prisa por acabar y mover el cuerpo, cansado de posturas reclinadas, agobiado por el reposo obligado durante horas.

Pero era obediente a sus padres y a las conveniencias, por supuesto. Las pompeyanas sabían cuál era su deber en cada instante. Había que gestar hijos e hijas para el Imperio, traerlos al mundo y educarlos un lustro y medio. Solo que las futuras madres tenían también sus ansias y contradicciones y Claudia quería aún disfrutar de su libertad, de la naturaleza, de las montañas, del mar, de su familia, de su esclava griega, tan culta, que conocía los secretos de todos los perfumes  y traducía al latín textos atenienses y egipcios, de las amigas, de jugar a enamorar a este y aquel vecino, tan apuesto, en la distancia.

En mitad del banquete, mientras un grupo de danzantes orientales se preparaba para exhibirse al ritmo de panderos e instrumentos de cuerda, tal vez a la hora y media de su inicio, se oyeron varios estampidos afuera, como de piedras despeñándose, en medio de un gran estrépito, mientras los esclavos portaban aguamaniles y jarras de agua para lavarse las manos los comensales, en espera de un nuevo plato de legumbres secas con setas medio hervidas.

El matrimonio de Claudia y Flavius, el muchacho que las dos familias le habían asignado, estaba arreglado por ambas familias, como siempre fue la costumbre.  Ella nunca hubiera elegido un soldado como compañero, ni un hombre de letras, tampoco un marinero que recorriera  las costas sur  y norte del Mare Nostrum vendiendo telas o potes de cocina, pero por obediencia paterna no se había opuesto a unirse a un militar de prestigio, valiente donde los hubiera, al que precedía su fama de gran estratega, pese a su juventud, de atleta cultivado en Roma, de tez blanca y, en contraste, gruesa mata de pelo oscuro.

Claudia espiaba a Flavius con el rabillo del ojo mientras todos hablaban y tragaban, una copa de vino y otra,  sin percatarse de su propio semblante adusto. Estaba molesta por afrontar su inminente boda a sus veinte años, cuando le seducía leer, cantar, probarse túnicas nuevas, visitar la cocina y picar de los sabrosos platos ante el reproche mudo de los criados y de su madre, montar su yegua y alejarse de la casa hasta los confines de la urbe, vislumbrando el puerto de su ciudad, abierto al viento del oeste, donde los veleros de pesca se mecían con la brisa, bien anclados en las aguas transparentes o depositados en la arena de la playa..

Una sola vez había cruzado durante el banquete su mirada con Flavius  y él le  sonrió un instante, como si quisiese ganarse su confianza. Estúpido soldado envanecido…Le gustaba tanto como le temía y olvidaba.

Claudia iba vestida de algodón resplandeciente con diadema de seda verde en el cabello, sin las joyas que las mujeres casadas que rodeaban a su madre lucían exageradamente. Ellas, además a la media hora de iniciarse el banquete, ya comentaban temas lascivos tapándose la boca y hablando muy bajito. Las muchachas se morían por escuchar sus secretos, pero las madres no solían compartir cuitas íntimas con sus hijas.

Flavius había llevado al banquete su casco de guerrero y lo mantenía a su lado, lo que le recordaba a Julia su condición de militar, que no cuadraba con el espíritu pacífico de ella. Era bastante alto y sus sandalias de cuero trenzado albergaban grandes pies, entrevistos furtivamente. Se reía y hablaba con moderación, pero su actividad era la guerra. Nadie lo podía obviar.

Claudia se preguntaba por qué sentía ella tal aversión al matrimonio con ese hombre o con cualquiera. Por qué le atraía viajar, si las mujeres no podían hacerlo, y se quedaba extasiada escuchando leyendas que narraban su magister y su eslava personal, nacida en la isla de Creta, y las viejas criadas. Por qué el mar, los acantilados, la costa, la navegación eran tan sugestivos para su mente y su corazón.

Una cohorte de muchachas y muchachos descalzos danzaba con vigor ante los invitados mientras ella intentaba contemplar al soldado que se convertiría en su esposo en la siguiente luna, un muchacho que reía hablando con otros jóvenes, popular al parecer, con tendencia a reír, a hablar, aunque no a abusar del licor que emergía sin control desde las barricas  instaladas en las esquinas del recinto.

Ese joven apuesto como Apolo apenas le inspiraba otra cosa distinta de desasosiego. En casa de sus padres la vida era cómoda y agradable. Decenas de plantas crecían en el patio interior, al que innumerables ventanas, del primer y segundo piso, miraban con deleite, pero ella ignoraba cómo se sentiría en su nueva casa y cuál sería su ritmo de vida como esposa.

En primavera las alondras y los mirlos la despertaban al amanecer mientras sus magister la esperaba en la estancia junto al almacén, donde le enseñaba gramática, mitología, cálculo, también poesía. Ah, ¡que lindos los versos recitados sobre el amor y la primavera, sobre las cosechas, sobre la brevedad de la vida! El canto de las chicharras se comía el silencio de la noche estrellada, al inicio del estío, y resultaba maravilloso charlar con las mujeres de la casa mientras caía la tarde.

Las muchachas que comían a su lado esa tarde portaban diademas de oro y pulseras de piedras preciosas. En las fiestas de compromiso matrimonial las invitadas tiraban la casa por la ventana y lucían sus galas con absoluto derroche, inundándose de pies a cabeza con los joyeros heredados de sus madres y abuelas. Calzaban las mejores sandalias y se perfumaban a conciencia, acicalándose sin prisa durante las horas previas. Podía recordar con nitidez los efluvios percibidos en ese banquete. Alguno le recordaba las lilas de abril y otros el azahar intenso y blanco.

Entonces, en un momento dado, sin que nadie lo esperara, llegó una gran oscuridad que duró algún tiempo, tal vez un minuto o dos, y se advirtió cierto bamboleo de agua salada en sus oídos, así como una sensación de frío y sol quemante, de calor inusitado en el ambiente.

Ya no recordaba nada más. El mundo se había parado en ese instante y ahora estaba despertando sobre la arena dorada, más cálida que nunca, casi tórrida. Su túnica se mostraba, extrañamente, hecha andrajos y ella había perdido en alguna parte el anillo de oro que Flavius le había regalado unos días antes, con su nombre grabado por dentro.

Le dolía la cabeza como si fuera de plomo y la frente le ardía. Quizá llevaba mucho tiempo al sol. La boca le escocía y precisaba beber con urgencia un poco de agua dulce. ¿Dónde estaba la barca o el carro que la había arrastrado hasta aquella playa? ¿Dónde estaba el resto de los invitados al banquete de compromiso? ¿Dónde estaba nadie?’

Levantando la vista se advertían espigas salvajes y palmeras frondosas por doquier. Su cerebro empezaba a funcionar, aletargado. Ella adoraba leer y esperar el fin de la siesta de julio abriendo pergaminos, pero a las muchachas no se les prestaba ninguno con facilidad. No soportaba el sol ardiente nunca. Además atardecía mientras espiaba a Flavius, no era medio día como ahora, en que  el astro rey estaba quemando con saña.

Su padre le  había contado la bonita historia de la fundación de Roma. Al ser hija única, y de patricios, había aprendido a componer las letras y a leer con Fabricius, un anciano magister de luengas barbas blancas, muerto el otoño anterior. Estaba pensando en tantas leyendas y narraciones mitológicas que le habían enseñado, que llegaban y se iban de su mente, como el agua de ese mar que iba y venía, balanceando su cuerpo.

A lo lejos, junto a la ciudad adorada que podía vislumbrar en la distancia, el monte parecía arder y por sus laderas se desparramaba fuego como pasta  de harina oscura e hirviente, mezclada con pimienta. Las palmas de sus manos aparecían llenas de heridas y despellejadas, como si hubiera agarrado maderas o cuchillos con fuerza demoniaca. Olía a chamusquina en el aire. Claudia sabía que estaba viendo bailar a los danzarines cuando el mundo se apagó de golpe. Ya recordaba algunos detalles. Empezaba a rememorar.

 No deseaba tener hijos. No al menos aún, pero se había guardado siempre de comentarlo a otras personas. Sus pensamientos se yuxtaponían como locos. De hijos estaban hablando sus compañeras mientras seleccionaban las moras más y las comían con lentitud.

Súbitamente, escuchó la voz de Flavius muy  cerca, amortiguada por el ruido de las olas. Se volvió y pudo ver su larga melena y su túnica rasgada a un palmo. Se acercó a ella arrastrándose y le contó lo ocurrido horas antes: el volcán  Vesubius había explotado de forma inesperada y miles de cenizas ardientes habían entrado en la sala del banquete, prendiendo tapices y muebles.

Todo el mundo había huido despavorido y Flavius la había encontrado inconsciente bajo una columna desencajada, le contaba. La había llevado en brazos hasta una barca y habían huido ambos con otras personas océano adelante, alejándose. Después el bote había naufragado por un pequeño maremoto que los derribó a todos. Él la había sujetado luego a un trozo de la quilla del barco y habían pasado ambos horas a flote, tiritando de frío, hasta llegar a la playa.

Miró muy de cerca a ese muchacho guerrero, que estaba herido por todas partes y lleno de andrajos también. Jamás había necesitado tanto como en  ese momento abrazar al alguien, en especial a aquel joven, que, al parecer, la había ayudado a escapar del fuego que inundaba la montaña. Tomó su mano trémula y la besó. Estaba salada y caliente. Parecía una mano viva y fuerte, aunque ensangrentada. Era la primera vez que se sentía unida a él de una manera sutil. Desvarió juntando imágenes.

El agotamiento estaba cambiando su percepción de las cosas. Anhelaba saber la suerte de sus padres y hermanos. Pompeya parecía arder entera a lo lejos, como sumergida en un mar de fuego. Se esforzó por levantarse y ayudar a hacerlo a Flavius, que había caído en un sopor delirante, tras contarle la increíble peripecia de escapar milagrosamente del banquete y naufragar después. Claudia consiguió levantarse  y arrastrar al muchacho hacia la zona de sombra. Un fragor de piedras chocantes se elevaba al cielo en la distancia, pero no se escuchaba ninguna voz humana. Lavó la cara y las manos de Flavius con el agua revuelta del mar. Le dejó descansar.

La soledad no la aterraba tanto como la visión de su ciudad abrasada en la distancia. Pensó con dolor en sus padres, ignorando su paradero. Le preocupaba su prometido, la única persona a la que podía asirse, hablar, y que, de repente, tras haberse explicado, no despertaba. Era el compañero que le habían destinado los dioses. Le despertó suavemente. Debían encontrar refugio, agua, algún alimento y sombra. A  ambos  no les quedaba nada, salvo una sola certeza: debían seguir huyendo del volcán.



La Paz

“El dolor es la dignidad de la desgracia”.
Concepción Arenal

“Hemos aprendido a volar como los pájaros, a
nadar como los peces; pero no hemos aprendido el
 sencillo arte de vivir como hermanos.”
Martin Luther King


María barría el umbral de la puerta de la calle. Víctor, su hijo, había estado recogiendo trozos sueltos de chatarra para unirlos al montón que su padre trasladaba en el carro. Hierro viejo era lo que sobraba en Madrid, en el otoño duro de mil novecientos treinta y nueve, pero no comida. Después del caldo de alubias de mediodía, el muchacho había salido de Tetuán, su barrio, para contribuir de alguna forma a los ingresos familiares. Le entraba el agua helada de los charcos en sus viejos zapatos agujereados. Había llovido mucho durante la mañana. Los pondría en el balcón la víspera del día de Reyes, por ver si los Magos querían regalarle unos nuevos con cordones de algodón y suela recosida. Tal vez tuviera suerte ese año en que la guerra había acabado, y la paz se desperezaba medio muerta.

Había cruzado las callejuelas sórdidas, perdidas entre manzanas de viviendas baratas y nauseabundas, cercanas a la plaza de toros cercana, casi destruida por las recientes bombas. Esa zona era conocida como el basurero de Madrid, el paraíso de los pobres y los traperos, que buscaban con avaricia algo de valor entre las montañas de desperdicios malolientes. Había llegado caminando hasta la glorieta de Quevedo, y se había quedado mirando a unos chicos de su misma edad, que mordían un trozo de pan untado de tomate. Jugaban a la guerra, el juego de moda entre la chiquillería, el único que habían practicado en los últimos años.

—Tú, oye, ¿dónde vas tan tiznado y con ese saco? ¿quieres jugar con nosotros?— le preguntó el más alto de todos, al ver que se acercaba.

El resto de los chicos observaba expectante. La acera aparecía sucia, rota y llena de cascotes. El frío de la tarde temprana empezaba a dejarse sentir.

—Busco hierros rotos. Sí, me gustaría jugar.

Víctor contestó sin disimulo. Comer y correr eran sus debilidades eternas. Su mejor amigo, Domingo, llevaba más de una semana en la cama, con neumonía, y los otros chavales del barrio salían con sus padres a buscar cualquier obra donde trabajar. Con trece años, ya todos estaban deseando entrar de mancebos en una tienda o ayudar como aprendices a colocar ladrillos nuevos, y derribar los viejos, en las numerosas casas destrozadas de la capital.

Había visto, meses antes, durante tres largos años, los nidos de las ametralladoras, apostados sobre sacos terreros, que los milicianos con sus pañuelos rojos al cuello, movían y accionaban en todas direcciones, enfundados sus cuerpos en monos de trabajo grises o azules. También las milicianas apuntaban con sus pistolas, tras las barreras de sacos y tablones, en empalizadas improvisadas por ciertas esquinas. De noche, el sonido de las sirenas clamaba anunciando los bombardeos en su barrio, obrero donde los hubiera, lleno de gente y ratas. Había corrido muchas veces a la iglesia con su hermana y con su madre. En una ocasión, el estrépito retumbó a muy pocos metros de la parroquia, donde los vecinos se hacinaban entre bancos cojos y reclinatorios destartalados. Lo recordaba con terror.

Su padre había peleado en el frente de la sierra, estando ausente de casa durante meses enteros. Sus amigos del barrio de Cuatro Caminos se refugiaban en el metro durante los bombardeos,  en la línea número dos. En Tetuán no tenían metro ni refugios blindados,  sólo la iglesia, que pensaban que el enemigo respetaría, o acaso míseros sótanos, excavados en el suelo de algunos patios, con escalones de vértigo y oscuridad helada, donde los niños de pecho lloraban continuamente por el estruendo exterior.

Recordaba con nitidez el desfile de la victoria el pasado diecinueve de mayo. Todo el mundo, los muchachos, las muchachas, sus madres, unos cuantos viejos y muchos mutilados vitorearon el paso de los soldados que habían ganado la guerra, y que acabarían con el hambre legendaria de Madrid. Se mostraban imponentes, marcando el paso. Las chicas estaban locas y gritaban sonriendo a los participantes en el desfile, lanzándoles flores y besos. Lo hacían ante el clamor de la música militar triunfante y las campanas desbocadas de las iglesias, bajo las acrobacias de los aviones en el cielo.

Después, Víctor no recordaba que hubiera habido grandes novedades. La sopa era la misma después de la guerra y del desfile, tal vez con algún trozo más de tocino flotando en el borde. Al menos desde que había llegado el fin de la lucha, probaban algo de casquería: higadillos de pollo, callos  o mollejas.

Él, con toda probabilidad, no volvería más a la escuela, donde de pequeño aprendió las letras y algunas cuentas, que fue cerrada al principio de la rebelión, y que ya sólo constituía un conjunto de destruidos barracones. A su edad, no tenía más remedio que iniciarse en un oficio. Seguramente el de chatarrero, ése que su padre acababa de adoptar.

—¿Te quedas con nosotros? Necesitamos a alguien más en este bando. Estamos jugando a la batalla de la ciudad universitaria— explicó el chico de la camisa a cuadros, el de las rodillas heridas.

Todos observaban al nuevo. Correría, y seguramente mucho, con semejantes piernas esqueléticas, sobre las que se sostenía. Víctor permaneció un buen rato con ellos, fascinado. Jugó a una de las batallas en que había participado su padre. Aunque no hubo ningún bocadillo o cosa comestible para él. Había tomado regularmente pan blanco con aceite siendo niño, a las cinco de la tarde, hacía mucho tiempo. Luego ya no hubo más meriendas. Se entretuvo con los chicos, mucho mejor vestidos y calzados que él, y escapó en un momento dado, para volver a casa, asustado de lo lejos que había llegado. Su madre lo estaba esperando limpiando la entrada. Salió de la vivienda su hermana Asun también.

—Has tardado mucho en regresar esta tarde, Víctor— protestó María. Estaba tan delgada como él pero más pálida. Deja dentro el saco, anda, acompáñanos a la fuente. Y lávate allí. Te pareces a Marcos, el hijo del carbonero, que siempre va con las manos y la cara negras.

El barro, aunque quisieron esquivarlo, les comió los pies a los tres hasta que llegaron a la fuente, pintada de color rosa, construida en el treinta y dos como otras muchas, por el gobierno republicano municipal. Allí una fila larga de mujeres, la del ropavejero, la del quincallero, la señora mercachifle de tebeos y golosinas, rodeada por chiquillos mocosos y harapientos, esperaba turno. La posguerra en Madrid consistía en una sucesión de colas que hacer a cada momento.

.Filas de personas para acarrear agua, para recibir los víveres que incluía la cartilla de racionamiento, o para recoger sangre de cerdo y ternera, con la que freír algo parecido a una morcilla. Y olvidar así el hambre, el frío y el negro futuro.

—María, he oído que han creado un departamento en el ministerio de fomento para reconstruir las casas de los obreros. Se llama Regiones Devastadas. Deberíamos ir a las oficinas— propuso una vecina a su madre, detrás de ellos, anudándose el sufrido pañuelo bajo la barbilla.

—Hemos perdido la guerra. No vamos a meternos a pedir nada en la boca del lobo— comentó María, firme aunque preocupada.

—Pero los techos se nos caen. Quizá allí paguen el yeso y los ladrillos para restaurarlos. Debemos evitar el derrumbe.

—Yo no iré, Matilde. Tengo ahora más miedo a la autoridad que antes a los morteros. Y Gonzalo no querrá ni aproximarse a ninguna oficina. Se cambia de acera disimuladamente cuando se cruza con la autoridad. Ya repondremos las tejas con el material de escombro que podamos ir acarreando.

La hilera de niños, mujeres, viejos y enfermos, avanzaba despacio hasta el pretil. Se percibía mucho dolor en los rostros, por el reuma o la cefalea impenitentes. También, a veces por la tuberculosis. Resignación de pánico en las miradas. En Tetuán la destrucción se había cebado con las casuchas y sus habitantes. Todo aquel barrio era un lodazal gris oliendo a estiércol, donde los hombres escapaban al amanecer, para buscarse la vida, y volvían extenuados por la noche, quizá, si habían tenido suerte, con unas perras en el bolsillo medio roto del pantalón. Donde las mujeres parían solas o con la ayuda de la única comadrona, sobre jergones de lana, a rayas, comidos por insectos. A menudo compartidos por heridos de explosiones, o por enfermos crónicos asistidos sin medicamentos por sus propias familias.

—Mi Pedro dice que fusilan en las tapias del ferrocarril a todos los presos que tuvieron graduación militar republicana. Ten mucho cuidado, María. Se presentan por la noche y encarcelan a todo el que se haya significado en la contienda. Están revisando documentos con archiveros profesionales, depurando culpas a tiros de fusil.

Víctor escuchó la conversación tan nítidamente como su hermana. Lo había hecho a pesar de su madre, que le miró desolada, cuando se dio cuenta de que sus hijos habían oído los trágicos comentarios. Se estremeció. ¿Cuándo terminarían de temer? Los tres necesitaban desesperadamente a Gonzalo, su esposo y padre, cargado con hatillos siempre, buhonero de nuevo cuño, de sonrisa brillante y ánimo imbatible. Con él la miseria se vestía de gala. Pero esa tarde tardaba en regresar.

—¿Vas a mandar a Asun a servir? Ya puede limpiar y fregar muy bien, con quince años, pero no te fíes. Los señoritos no tienen reparos en acostarse con las criadas a la primera de cambio.

María destrozó a su vecina con la mirada. No sabía callarse ni tenía conciencia del peligro. Afortunadamente, sus hijos estaban ahora a unos cincuenta pasos de la fuente, y no pudieron oírla. Los dos hermanos habían visto llegar a su padre por la esquina, arrastrando el carrillo, famélico como el resto de su familia, igual que todos los habitantes del suburbio, y habían acudido presurosos a su encuentro. El polvo lo tiznaba por todas partes. Negro y blanco.

—Papá... Víctor corrió hasta él, con la mirada iluminada, al divisarlo desde el lado del caño en que se remansaba un hilo húmedo, verde y marrón, de agua fría escarchándose al correr sobre tinajas.

El chico se había lavado y le escocían las rozaduras. El padre, después de acicalarse, revolvió el pelo al hijo y a la hija, buscó con la vista a su mujer en la cola y se reunió con los tres.

—Vengo del barrio de Chamartín—comentó exhibiendo su sonrisa de felicidad. Han saqueado varias casas desiertas y esparcido trozos de somieres y de muebles. Mañana me acompañáis allí.

Cuando el padre y esposo regresaba cada atardecer, el resto de la familia parecía recobrar el pulso de la vida. Habían estado los tres tanto tiempo sin él, que el mundo se encendía con sus palabras y sus encargos, vistiéndose de luz. Volvieron a la exigua casa con el agua en los cántaros y el carro atestado por los nuevos trozos de chatarra y madera vieja, que Gonzalo había encontrado en descampados cercanos y lejanos. El puchero se cobijaba en una esquina del fuego, casi consumido. La madre dispuso bajo él unas pocas astillas frías y las prendió con una hoja vieja de periódico, de donde brotó una llama amarilla como una promesa.

—María— comentó Gonzalo con lentitud— de casualidad, hace un rato, he encontrado al comandante de mi compañía.

Ella lo miró advirtiendo al peligro colarse por la puerta. Se le aceleró el corazón, pero siguió intentando avivar el fuego.

—¿Te reconoció él a ti, o tú a él?— preguntó su esposa con la garganta seca.

—Yo a él, aunque de paisano parece otro hombre. Iba andrajoso y desesperado, por la calle que baja al campo de fútbol de Chamartín. No vive allí, sino en Maravillas. Su familia es de buena posición, pero piensa huir con su mujer y sus hijos a Francia esta misma noche. Hizo una pausa para ayudarla a resoplar entre las cenizas. Me ha dicho que no ha podido encontrar trabajo como pasante de notaría, que es su oficio, ni como acomodador de cine, ni como dependiente en ninguna tienda. Siempre piden informes para trabajar, y en todos los emitidos por los talleres donde ha estado empleado los últimos meses, consta que es uno de los vencidos. Ningún cura quiere expedirle certificado de buena conducta. Comen algo— siguió comentando sin prisa— porque su mujer empeña todo lo de valor que hay en la casa, y friega varios comercios ganando unas propinas. Gonzalo volvió a hacer otra pausa, y esta vez se quitó la americana renegrida. Luego buscó una chaqueta limpia en el arcón. Hoy, a medio día, me ha dicho, cuando él no estaba, unos falangistas se han presentado a buscarle en su casa, con una orden de detención que han mostrado a su mujer. Cree que volverán mañana, y entonces no podrá salvarse. Los golpistas han detenido y condenado a muerte a todos los comandantes republicanos, si no se han entregado todavía en cualquier cuartel militar.

Los ojos del hombre brillaban más que las ascuas de la chimenea. Y no era su estilo amedrentar. Parecía rememorar el pasado inmediato. El tiempo de ausencia y de metralla continua. Se colocó mejor la chaqueta de lana.

—¿Qué hacen con los capitanes?— le preguntó ella, sin conseguir que las astillas prendiesen como debían, por la corriente de hielo y pavor, que de repente sentía entre las dedos.     
Gonzalo había sido capitán en la reyerta, estando al mando de blocaos y casamatas, después de haber ascendido de soldado, a cabo y a sargento, peleando en todos los frentes. En Teruel, en Brunete, en Almería. Desde luego también en Albacete. Dos cosas le habían desbordado, por encima de tantas miserias como había contemplado durante los tres años de guerra: el ensañamiento en la conquista de Madrid, retardada por los franquistas hasta el final, y la ayuda desinteresada de los soldados y cuerpo médico de las brigadas internacionales. Había hecho verdaderos amigos entre ellos y deseaba poderles pagar alguna vez semejante favor realizado a España. Aunque era muy consciente de que esos soldados extranjeros, que habían acabado hablando español con acento de Londres o Bruselas, no habían podido arrastrar a sus gobiernos respectivos para salvar la república. En cuanto al interminable asedio a Madrid, ciudad abandonada por el mismo gobierno desde muy temprano, no sabía perdonarlo. Se había pasado la guerra soñando con vencer a los enemigos y entrar él victorioso por sus paseos, buscando a María y sus hijos para celebrarlo, pero la capital se había rendido finalmente, ante la imposibilidad de rechazar a los atacantes por parte de los distintos regimientos, incluido el suyo.

Después de la derrota había vagabundeado por  aldeas míseras, comiendo algarrobas, durmiendo al raso, arrastrando penalidades sin cuento. Pero agradecido, en definitiva, por estar vivo.

—Confío en mis buenas estrellas, María. Ese hijo que va a nacer nos traerá suerte. Consiguió sonreír y que su esposa lo hiciera también. La paz está siendo muy dura, pero mi nuevo oficio nos redimirá. Estoy seguro—añadió.

Ella se levantó dolorida en los riñones y en el vientre. Gonzalo era enérgicamente vital por naturaleza, y eso les hacía revivir a los cuatro. El optimismo los redimía más que la comida o el dinero que consiguiera traer. ¿De qué estrellas hablaba? De las del cielo, frías para los pobres y estáticas. O de las que ella le había cosido en la bocamanga, hacía tres veranos, en un uniforme que habían quemado en cuanto llegó a casa procedente de las trincheras, la primavera pasada, con la derrota en el alma.

—Durante la guerra, la angustia de no saber de ti y el sonido lejano del combate me destrozaban los nervios, pero ahora que puedo verte, tengo más miedo que antes— explicó a su marido.

—Mi comandante y su familia están peor —arguyó él. Hay muchas personas pasando más penurias que nosotros. No tienen techo. Están solas, enfermas o heridas. O las tres cosas a la vez.

Los hijos se habían acercado, y los contempló a placer. Siempre estaba sonriéndolos, mirándolos, esperándolos. Los había añorado tanto durante la lucha, que aún no se explicaba cómo había sobrevivido sin su familia.

—Lo he invitado—continuó—a refugiarse con los suyos esta noche en nuestra casa. Al amanecer partirán para Burgos, yendo a pie por la carretera de Francia. Quieren alcanzar la frontera.    
       
Ya estaba dicho. Ya lo había oído María. También Asun y Víctor. No iba a ser fácil la velada, pero él no había sabido reaccionar de otra manera. Debía demasiado a su antiguo comandante. Y aunque no fuera así, no habría podido obviar el terror de un viejo camarada, al que había encontrado casualmente en la calle, a ser detenido.

—Te has arriesgado demasiado— protestó su mujer. Podías habérmelo consultado. Estás acostumbrado a mandar, pero ya no estás en primera línea. Yo habría preparado algo, de haberlo sabido.

María levantó la voz. Imaginaba a los dos hombres, con sus familias, encerrados en su casa esa noche. Mucha gente. Y presentía, sin embargo, que tal cosa no sería el único mal. Olía el peligro en la distancia. Un tufo indefinible y maligno. Un hedor a gente avergonzada de la perversidad dominante.

—Le debo la vida—explicó su marido, con la convicción de quien expresa una verdad eterna e incuestionable. Me apartó a rastras, heridos los dos, de la explosión de una granada. Es cierto que ya no estamos en guerra, perdóname. Te estoy pidiendo que hagamos sitio en la mesa a su familia y les dejemos nuestras camas. Tienen un hijo de la edad de Víctor y una niña mucho más pequeña. Van a huir para que él pueda salvarse. No confían en nadie.

La miró deseando haberla convencido. María recompuso su miedo. No quería ser la más cobarde de todas las esposas de militares derrotados. Tampoco la mujer más temerosa de su calle, pero le habría gustado serlo, porque sería más cómodo y simple. Estaba harta de padecer y ansiaba descansar hasta bien entrada la mañana, hasta que las patadas de su tercer hijo le hicieran levantarse. Así y todo, recapacitó y se dijo que se tragaría sus malos presentimientos egoístas.

—Está bien—anunció. La hermana y el chico dormirán con vosotros en vuestras camas, hijos, y nosotros en el suelo, aquí. Hay que compartir lo que se posee con los invitados, como diría vuestra abuela.

Observó luego María todo el cuarto y se paró un instante, pensando, planeando. Tenía demasiada experiencia en tomar decisiones rápidas para sobrevivir, para alimentar, cuidar a los suyos, y adaptarse a toda circunstancia. Había vivido mucho tiempo haciendo de padre y madre a la vez.

—Asun—siguió— vamos a pelar las patatas que tenía para la comida de mañana. También gastaremos los huevos de las cartillas. Víctor, consigue  cajas del patio como asientos.

El frenesí organizador la había alcanzado. Su esposo pareció respirar con alivio. Feliz. Comprobando la organizada logística de su hogar él creía tocar el paraíso. Estaba en casa, junto al fuego. Salvaría a su antiguo superior, como el comandante lo había salvado a él, en el valle de Collado Villalba, de la granada del enemigo. Una vez entre otras mil.

—No sé cómo agradecértelo, María... Mi comandante no sabía qué determinación tomar. La desesperación lo devoraba. No sabía si volver o no a su casa. Entre los dos hemos reflexionado que lo mejor sería que toda la familia durmiera aquí, y partiera a primera hora de viaje— contó con gravedad. Otra alternativa que hemos descartado es que él huyera solo a Francia mañana al alba.

—Solo no debería marchar. Si algo similar nos pasara, no podría soportar que nos abandonases.

—Jamás lo haría—replicó él. No era la primera vez que mencionaban el tema. Siempre juntos habían decidido que permanecerían. Sus hijos lo habían oído también. Permanecían éstos  mudos y trascendentes.

Asun y María cambiaron las sábanas de las camas. Víctor distribuyó varias cajas desvencijadas entre las sillas existentes. Los cuatro adecentaron lo más posible la habitación y la cocina, únicas estancias de la vivienda. Esperaron. Se percibían ruidos indefinidos como ecos. Los vecinos se recogían pronto. Un chiquillo lloraba en alguna parte, y un perro lejano ladraba sin parar. Llamaron a la puerta en un momento concreto. Toques fuertes y regulares en el timbre de palomilla con cuerda. Abrió Gonzalo.

—Pase, mi comandante.

—Soy Carlos, siempre Carlos, y tutéame, por favor. Estos son mi mujer, Soledad, y mis hijos, Daniel y Leonor.

Cerraron detrás de los niños, que venían con frío. Un adolescente y una chiquilla de unos siete años. No se separaban de sus padres, y éstos llegaban cargados con cestos de paja, temerosos.

—María, Asun y Víctor—presentó el dueño de la casa. Soy Gonzalo, Soledad.

Todos examinaron a todos. La esposa de Carlos miraba los platos sobre la mesa con ansia. Y el fuego vivo del hogar. Los asientos preparados, la bombilla encendida. Olor a comida caliente. La emoción por las prisas de la tarde y el recibimiento cariñoso les hacían enmudecer de torpeza y emoción.

—Vamos a cenar—invitó María.

—En casa nunca cenamos—dijo la niña, resumiendo. Mamá no puede comprar casi nada.

Era pequeña la cría, y de mentalidad diáfana.Víctor le ofreció como asiento una caja a Daniel y le sonrió cómplice. Se fijó en que éste tampoco llevaba calcetines y en que calzaba alpargatas en sus pies helados.

Soledad, agradecida, contó que supo responder con una excusa trivial a los guardias cuando vinieron a buscar a su marido, pero que desde esa hora estaba fuera de sí. Asustada y decidida a cruzar la frontera. A luchar porque los suyos siguieran unidos y tuvieran futuro. Tomaron un guiso de acelgas con zanahorias y huesos de espinazo. Habían elaborado tortillas para el menú del día siguiente de los visitantes. Se estaba caliente en aquella casa, al final. Ella y su esposo ocuparon la habitación de matrimonio. Los chicos durmieron en el comedor cocina, en la cama de la izquierda y las chicas en la de la derecha. Gonzalo y María se tendieron entre ambos lechos, sobre el suelo frío, con su manta raída.

Los niños cayeron rendidos y ellos se besaron con la locura de siempre, para darse calor y espantar los temores. Espiaban a veces por encima de sus cabezas el sueño de las criaturas. No se perdonarían nunca que cualquiera de ellas descubriese su abrazo. La única colcha cubría la cama doble, tapando al comandante y su mujer.

Después, en el silencio largo y profundo de la madrugada, María se despertó con pesadez en la tripa. Malos presagios. Sequedad en la boca. Estómago de punta. Decidió acercarse al retrete del patio y luego tomar un poco de aire en la calle. Era una locura ir afuera con semejante relente, pero así espantaría los calambres. El embarazo la impelía en ocasiones a hacer cosas insospechadas, como salir a la calle en plena noche. Gonzalo escuchó el golpe seco de la puerta, extrañado. No había advertido que su mujer escapaba de sus brazos.

 María se aproximó a la fuente para calmar el recuerdo de una mala pesadilla y beber. El agua manaba medio helada, pero exquisita, proveniente del Canal de Isabel II, con sabor a plomo y a tomillo. Escuchó a dos hombres hablar a pocos metros y su alma se quebró como si soportara un hachazo.

—Se llama Gonzalo Cárdenas Flores. Ha sido capitán en la cuarta compañía roja, en la quinta columna. Otro más al paseíllo.

Ella se quedó petrificada por el espanto, luchando contra la tentación evidente de esconderse o correr para avisar. Los dos sujetos tomaban peligrosamente la dirección de su propia vivienda. No podía creerlo. Pensó durante un largo segundo con el corazón sangrando. Inventaría la excusa que fuese, pero impediría que se llevaran a su marido o a Carlos. O a los dos.

—¿Dónde van dos hombres tan apuestos a estas horas?—inquirió abordándolos, dibujando eses con sus pasos sobre el blando barrizal.

Los desconocidos se detuvieron y miraron en dirección a la fuente, hasta que la mujer se acercó. Parecía borracha y se contoneaba de forma provocativa. Había miles de prostitutas en Madrid. Por todas partes, en todos los barrios. La miseria hacía que brotaran como setas, igual que nenúfares. Y los hombres no tenían dinero para pagar, como no fuera con media docena de huevos requisados.

—¿Queréis venir conmigo unos minutos? —les gritó ella. Mi casa está por allí. Señaló la dirección opuesta a la que correspondía, desafiante. Haría cualquier cosa para despistarlos.

—Venimos a detener a un traidor, espéranos luego. ¿Conoces a Gonzalo Cárdenas?

María simuló reflexionar. Respiró sin encontrar aire. Su vientre se conmovió. Bajó el rostro para que la repentina lividez no la delatara.

—Me suena. Debe ser vecino mío—dijo con lentitud. Aunque no sé ahora quién puede ser. Han vuelto tantos hombres a sus casas…

Gonzalo oyó de lejos su propio nombre en boca de dos desconocidos sospechosos. Iban armados. Había salido en busca de su esposa, que tardaba demasiado, y miró hacia la fuente, donde le pareció atisbarla, dirigiéndose a dos tipos con los nuevos uniformes de policía. Nada que ver con las guerreras de los antiguos guardias de asalto…Intentó no pisar hojas que al crujir lo descubrieran.

Pronto, sigiloso como un gato, se aproximó a ellos. Escuchó las breves palabras que intercambiaron con María. Mala suerte, pensó rápido, después de todo. Los vencedores no querían dejar libre, ni vivo, a ninguno de los antiguos adversarios. Pretendían aniquilarlos, expulsarlos en masa de la faz de la tierra.

Era evidente que lo buscaban. A él también. Estaban deteniendo y fusilando luego a todos los militares del bando derrotado. A los que no habían caído en redadas tras la rendición. Especialmente a los oficiales. Necesitaban ayuda con urgencia él y su mujer. Ella los estaba distrayendo con astucia. Gonzalo calibró todas las posibilidades al instante. Era un experto en tomar decisiones arriesgadas. Y no le quedaba tiempo, casi.

—¡Carlos, sal, tenemos problemas!— gritó a la ventana de su vivienda, plantándose allí en unos segundos.

Gonzalo volvió raudo a la plaza. Se lanzó contra los dos hombres como un suicida, sin esperar más. María reaccionó rápida al verle, y les tiró piedras. No sentía su cuerpo. Nunca se llevarían a su marido. No mientras ella tuviera manos con las que enfrentarse a ellos temerariamente. Uno de los guardias sacó su pistola, pero Gonzalo lo empujó y el arma cayó al suelo. Los trozos de ladrillo volaban. El compañero buscó su propia pistola, nervioso ante el ataque y cogido por sorpresa, pero no acertó a prever el huracán que le cayó encima: otro bulto enorme, a medio vestir, salido de las entrañas de la noche.

Carlos y Gonzalo iban mal calzados, pero parecían coordinarse mentalmente. Desarmaron a los desconocidos, magullados por las pedradas, y se liaron a golpes con ellos, bajo la mortecina luz del farol de la esquina, junto a la fuente. No podían dejarlos conscientes. Los puñetazos resonaban en el silencio del mísero barrio, donde ya ladraban algunos perros. Consiguieron vencerlos sin problemas. Pero cualquiera podía denunciarlos a ellos, al ver a los hombres heridos. Ya eran absolutamente culpables.

—Venían por mí— explicó Gonzalo.

Él y Carlos se miraron con horror. Los guardias estaban servidos, y ellos también, apenas vestidos y magullados por todas partes, aunque pudieran andar. Discurrieron una imposible solución. María se mordía los labios sin palabras, restañando las heridas de ambos con su viejo chal. Soledad se les unió, corriendo desesperada desde la casa. La madrugada fría y el temor les hacían temblar como guiñapos. Recelaban que algún vecino los hubiera visto inmovilizar a puñetazos a los guardias y pretendiera ir con el cuento a la autoridad. Pensaban en sus hijos a toda prisa, con el alma en la boca. Tristes niños despertándose de madrugada, ante la prisa de sus padres por huir. Trágicos padres que los arrancarían del sueño y tendrían que tragarse su propia rabia. Y hacerse los fuertes en medio del dolor. Maldita guerra acabada y no terminada. El sufrimiento mordía las gargantas.

—Partiremos todos hacia el norte con vosotros— dijo María. Nadie más parecía reaccionar, conmocionados  por el pánico. Escapar es la única salida que nos queda.

Un vacío oscuro y trágico, un silencio mártir de seres desesperados la secundó. Su marido le tomó la mano, aprobando lo que había dicho. Se dirigieron a la casa con apremio y preocupación insoportables.

Sus hijos. Su ciudad, su anhelada paz...


Desde la silla de ruedas

Desde la silla de ruedas contemplo el mundo cuarenta centímetros más abajo que los demás mortales. Por eso vislumbro manchas y baldas  que antes no llegaban a mi campo visual.

Me tomo mucho tiempo para todo. Porque en ninguna parte me esperan para tomar nada ni para que les ayude a redactar, comprar o fregar. Pienso constantemente en el pasado y en el futuro, ya que el presente es lento y aburrido, eterno y largo, como los años perdidos, la gloria inalcanzada o los reproches ajenos.

No sé qué ocurrió aquel día en que morí y nací. Cómo pudo elegirnos el destino si ambos éramos tan comunes y  corrientes, si no queríamos nada con él.
           
Durante todo el verano estuve intranquila. Lavé las cortinas, fregué a conciencia los azulejos y cociné mis platos preferidos. Me corté el pelo drásticamente, telefoneé a las amigas de la infancia, leí las novelas clásicas que guardaba en la estantería….Yo  qué intuiría, si no podía tener la más mínima sospecha del accidente. Qué podría imaginar.

Vivíamos el día a día. Intentábamos ahorrar para el futuro, para mañana. Para la jubilación. A Marcos le encantaba el cocido. Con su patata en la sopa, su repollo, su hueso de espinazo. Los garbanzos en la olla exprés cocinándose en el olor más alimenticio del mundo. Al estilo de mi madre, con una hoja de hierbabuena. Ella dejaba el puchero al mínimo a primera hora y luego barría y fregaba la escalera de caracol .Mármol blanco y barandillas negras. Cómo cantaba mamá. Todas las coplas del mundo, las zarzuelas, los cuplés, las operetas ella las sabía  y las entonaba como nadie, en su tono debido, a pelo, inundando de voz el portal. La recuerdo tantos estos días, que no comprendo cómo es posible no tocarla con las manos. La veo vestida de azul  en mi primera Comunión, cortando pan, sirviendo vino. Papá y mamá bailando valses en el comedor, y mis hermanos llorando y riendo, porque también ellos querían participar.

Anhelaban  que los cogieran y danzaran en sus brazos, tan mimosos como fueron siempre, tan llorones y tan tiernos de niños, pelones. Si hubo gemelos más bonitos alguna vez en el mundo, serían mis hermanos de bebés, Jorge y Borja, siete años más pequeños que yo.

Comíamos galletas de nata en el cine y ellos devoraban el paquete. Mamá sacaba luego una pastilla de chocolate y magdalenas. No sé cómo podríamos comer tanto y enterarnos de la película. Cómo podían enredar de aquella manera esos dos mocosos siempre enfermos de gripes y catarros, mimados a base de bien. Revoltosos por partida doble, perdición de mi casa, angustia  de las vecinas. Siempre iban juntos y siempre caminaban conmigo. Mi madre, detrás.

Me avisaba la profesora de que fuera, en el recreo, al patio de los pequeños. Se había caído uno del tobogán  y me llamaban a gritos. En realidad reclamaban a mamá, pero yo valía como sucedáneo, en caso de catástrofe. Borja se abrazaba a Jorge y ya no sabías quién se había caído, ni por qué chillaban los dos a la par, rotos de dolor. Era maravilloso ir al colegio, por otra parte. Fue un sueño. Puedo repetir los nombres de las niñas y niños de mi clase, con sus dos apellidos, y me arriesgo a  dibujarlos en papel, con sus coletas, sus caras, sus zapatitos sin abrochar. Las niñas que se casaron pronto, en cuanto acabaron el Bachiller, la que murió tirándose por el puente a los dieciséis años, la que falleció de cáncer hace dos veranos.

La profesora escuálida  chillaba a cualquier hora. El laboratorio de ciencias siempre estaba helado con su esqueleto impasible. La pizarra de tiza y el borrador polvoriento. Maribel quiso matarse porque su marido la abandonó y ella acaba de casarse y de parir. De repente, no tuvo paciencia para vivir. No reunió fuerzas suficientes para soportar. Ignoraba que dejaba a su pequeño tal y como la habían abandonado a ella. Mucho más. Es una edad tan mala los dieciséis. Confluyen las fuerzas y las ansias, las penas y las preguntas. La adolescencia muerde y los jóvenes se confunden con la crueldad del mundo, con la soledad imperiosa, con la enormidad de sus pensamientos dispares. El colegio no ayudaba a solucionar dudas, aunque lo intentaba. La profesora de química explicaba fórmulas, la de matemáticas, teoremas, y el profesor de lengua deshilaba sonetos, verbos y adjetivos. La alumna debía aprender a nadar y guardar la ropa, en el proceloso mar de los miedos difusos, donde los adultos no abrigaban intención de volver a entrar. Las contestaciones debía encontrarlas  la estudiante por su cuenta.

Jorge y Borja habitaban su mundo propio y se bastaban entre los dos. Agradecían mi desvelo y el de nuestros padres, pero jugaban a mirarse y a levantarse juntos. No necesitaban amigos invisibles, como  yo los precisé, hasta que ambos nacieron. Les encantaban los trenes y a mi los recortables o las casitas de plastilina.  Siempre casas, andenes, tiendas, campos, edificios en mi familia. Papá nos llevaba a pasear y subíamos los cerros. Esos montículos pelados que el nuevo barrio se comió. Desde el túmulo de piedras abandonadas, como un promontorio bélico, el ruido del tráfico lejano cantaba de fondo. Él leía el periódico y nosotros hurgábamos en la tierra húmeda. Los niños buscaban  escarabajos, yo cortaba juncos, matas de hierba, flores. Me encantaban las piñas vacías, las bellotas, los charcos quietos. Papá me explicaba las diferencias entre las hojas y los distintos árboles, también los resultados de la liga de fútbol, la temperatura en la ciudad, el movimiento de las nubes.

Plantamos esquejes de árboles en las cuestas, pero apenas prendieron. Poca o tormentosa lluvia. Motos. Paseantes rozándolo todo con sus cayados. Un árbol necesita mimo, tranquilidad, silencio. Quizá atención constante también, como los humanos. Una pizca de suerte para nacer, y luego ímpetu, circunstancias externas favorables. Tierra buena y no un cúmulo de arena desnuda en un bancal.

—Borja, deja que las hormigas hagan su trabajo. No las desvíes del camino.

—Quiero que tengan amigas en otra fila, papá.

—Se escapan y vuelven a su hilera— explicaba yo.
           
Los insectos  mostraban un comportamiento ciudadano  ejemplar, a años luz de nuestros caprichos y nuestra mala entraña. Cargando comida, sufriendo encontronazos con los paisanos, apurando para entrar en casa. En silencio, con disciplina, a lo suyo. Por eso llevaban millones de años poblando la tierra, sin extinguirse ni desviarse. Me preguntaba si su civismo eficiente compensaba su falta de libertad individual.

Los cerros se convirtieron muy pronto en bloques de viviendas de nueve plantas, con sus terracitas verdes simétricas, forradas de toldos a rayas. Los coches inundaron los caminos embarrados y los bares fueron abriendo sobre los robledales y el antiguo encinar.

Me pregunto si me gustaba más el bulevar vestido de semáforos e indicaciones de tráfico, que las veredas de arbustos entre pinos. Con mi padre y mis hermanos caminando conmigo, claro.  Si no es así, no quiero pasear ni subir al monte, ni atormentarme en soledad  por los espacios fríos, donde el viento me revuelve. No quiero calibrar lo que pudo pasar y no ocurrió. Ni tampoco los momentos mágicos desaprovechados.  Las palabras que callé y quise pronunciar. Todos esos arrepentimientos que duelen como lanzas clavadas y que era mejor no sentir.

Tengo una amiga psicóloga que contempla el fracaso como fuente de experiencia, como eslabón en la cadena y no como mazazo demoledor. Quisiera  creer en su teoría, aunque sólo fuera para sobrevivir. Las cosas que se tuercen y han costado mucho lastiman demasiado. Se colocan delante de cualquier otro pensamiento e impiden la sonrisa, la circulación de la sangre y su drenaje. Abultan más que la sucesión de días rectos y pacíficos, en que ni una brizna de viento nos estorba.

Se tuercen los propósitos y su punzada empalaga cada despertar y cada gesto. Cuanto más quieres apartarlos a golpes, a voces, a manotazos, menos se desenganchan. Se ríen en tus narices para impedirte salir a flote. Por eso siento que no dejo de pensar en lo que pasó esa tarde que era tan extremadamente normal.

Una sobremesa de lunes de septiembre, en que el calor apretaba todavía. La siesta reinaba en cada casa, al arrullo de las películas lentas de la televisión. Marcos y yo apenas habíamos hecho la compra. Un kilo de pollo, dos barras de pan.

—Dora la carne con ajos mientras yo preparo la ensalada—dijo él en la cocina, apartando el frutero de los melocotones.

Todo le gustaba especiado y yo le acompañaba. Un vaso de vino .Una jarra de agua de cristal. Siempre aparcamos el proyecto de criar hijos y ahora me pregunto si fue lo mejor. Si no sería más lindo tenerlos corriendo por la casa, ahora que yo no puedo correr. Ahora que estoy sola por completo y mis gemelos han emigrado a Holanda con sus chiquillos y sus esposas. Los echo tanto de menos que miro las fotografías de los bautizos de mis sobrinas y  sobrinos durante tardes enteras. No puedo repasar las de Marcos. Esas están en la librería del  salón, a una altura imposible para mi cadera rota. Esas se guardan en mis recuerdos y recorren nuestra ciudad los días de lluvia. Ambos bajo un solo paraguas. Van a la feria y compran una docena de churros con azúcar. Adquieren tres boletos para la tómbola y nos toca aquel enorme peluche que tuvimos durante años en la cama.

Prefiero los recuerdos. Cada mañana desayunando aprisa. Él calentando la leche y yo tostando el pan. Duchándonos por turnos. Abriendo cartas. Esperándome a la salida del trabajo. Quiero seguir discutiendo sobre las camisas sin planchar, sobre la cuenta bancaria que hay que estirar. Qué importa el dinero. Que más da no poder ir a la playa, o  tener ambos recortes en el sueldo, o  aguantar a nuestros jefes.

Recorro la casa por los pasillos hasta el salón. La silla no entra apenas en las habitaciones y no tengo ningún interés en seguir ordenando libros, ropa o papeles. Miro la calle desde el ventanal, hora tras hora, calibrando dónde se acumula nuestro tiempo de felicidad. Nuestras rutinas de sillón y licor de cerezas. Las llamadas telefónicas a la familia. La inmensidad de platos y vasos sucios. Los planes para volar algún año a Holanda.

Medito sobre mi posibilidad de no poder andar. Es curioso que no me hunda imaginando, que sopese el futuro con la cabeza fría. Resisto. No me parto por la mitad. Ya estoy partida. Cuanto tuve que perder ya lo he perdido. Las quejas que se me ocurrieron ya las lancé. Y no se me ocurren más. No me quedan lágrimas amargas ni dulces. Tampoco sé esbozar una sonrisa. No todavía. Que no me lo pidan. Reír no. Sólo acariciar la ropa de Marcos y mis zapatos. Ponérmelos. Abrir el armario y disponer faldas y pantalones sobre la cama. Para qué tantas camisetas. Las medias y los calcetines  de todos los colores. La ropa interior doblada en la cómoda.

Por supuesto que he organizado los papeles. Obligatorio presentarlos para los seguros. Me  he tragado la rabia pero he clasificado documentos en carpetas y en el ordenador. He sido capaz de leer cada carta y cada recibo. Cada requerimiento judicial y fiscal. La vida es implacable y yo soy muy temblona. Pero no cobarde. Prefiero saber la verdad a imaginar banalidades. No soñar con hoteles de lujo y alfombras mullidas. Más coloridas que una paleta  de doce pinceles. No pensar que voy a ver a Jorge o Borja, porque es imposible que tenga dinero para pagar un avión y pasar un tiempo juntos.

Tendré que dar vuelta a mis miedos y afrontar la realidad. Vivir el detalle. Aburrirme y empacharme de soledad. Ya no puedo correr para coger el autobús. Si se me hace tarde, se hará tarde. Y volveré mañana. Me sobran horas y mañanas. Maquillarme me lleva dos minutos, si tengo fuerzas para tomar el lápiz y la cajita. 
Pero si mis amigas vienen a sacarme a pasear, me  trago las penas y me pinto los ojos. Hago como que me creo que tenemos dieciocho años y nos dejan llegar tarde a casa nuestros padres. Que nos dejan cenar y pasamos la velada hablando de novios, de chicos que cenan al lado, de parejas que juegan a no pelearse.

Soñé muchas cosas de jovencita.Mil caminos distintos que surcar. Sentía infinitas ganas de triunfar, de viajar, de conocer gentes, hombres, grupos, artistas. Claro que no tuve nunca dinero para pagar un hotel. Marcos y yo jamás fuimos a ninguno. Es curioso que ese capricho me haga daño. Si siempre lo pasamos bien. De feria en feria, bailando en los barrios donde tocaban las orquestas, como mis padres. Viendo películas .Estudiando en bibliotecas, o intentando estudiar.

Ahora, cada día, en este instante, me planteo retomar todos aquellos sueños y reflotarlos de nuevo. No sé qué pasó con ellos. Cómo fue que se me escaparon y me quedé sólo con Marcos. Quizá no tenía corazón para más. Ni tiempo. Deseo recoger estas migajas y amasarlas juntas. Hacer una tortita, un bollo dorado que valga para alguien. Que sirva para reducir el dolor  y no para seguirme hundiendo.

Porque caer un poco más cada día es un destino que no quiero afrontar. No pienso dejar que el terremoto me arrastre. Quiero decir la fiebre consumista, el desaliento, el egoísmo, la generalización barata. Sería incluso fácil aprender a llorar más cada minuto. Profundizar en la sinrazón, dar vueltas a las cosas no comprendidas. Seguir preguntando y demandando a las estrellas por qué perdí todo cuanto tenía en un momento dado, sin que nadie me avisase.

Pienso que de haber sabido que me quedaba tan poco tiempo de dicha, habría hecho deporte a conciencia. Habría aprendido a esquiar. Habría caminado horas y horas. Habría estado mirando a Marcos desde todos los ángulos, y no le habría sermoneado tanto. Hubiera estado hablando con él en vez de hacer la cama. En vez de discutir, le hubiera besado. En  vez de…
Siempre quise pintar y tener una tienda de adornos, de obras de arte. De decoración. Me gustan tanto las velitas, los búhos, la ropa, los cuadros. Disfrazarme, cambiar los muebles de sitio, comprar posavasos, pañuelos, cinturones. Nunca tuve ese capital que hacía falta, ni esa disposición de ánimo que la inocencia aquilata. Y la juventud encumbra. El derroche de energía suficiente como para dar por cierto lo que parece tan irreal.

Imaginé  un establecimiento forrado de cristal y luces. Con infinidad de bandejas, lámparas, relojes .Cuadernos, tal vez. Bufandas, libros de viajes,  armarios, tambores, cajas de música. Agendas repujadas. Bolígrafos plateados y lápices con goma. Todo tipo de fruslerías para hacer de la vida un viaje imaginario, una sonrisa. Un antojo.

A Jorge y Borja también les gustaba dibujar, inventar, enredar. Los disfraces. Los objetos imposibles. Los más pequeños, los más inservibles. Disfrutaban muchísimo cuando mamá y yo los vestíamos de vaqueros, de héroes o pastores .Siempre los dos iguales y siempre perfectos. Peinados con el cabello de punta y en el color obligado. Pistolas. Gorros medievales. Pañuelos mexicanos. Ellos se dejaban hacer y yo diseñaba los modelos. Me gusta coser, recortar. Hacer una falda de dos trozos de tela. Planificar el espacio reducido.

Solo que entré muy pronto a trabajar en una oficina y todos mis proyectos de niña loca se invirtieron en horas sobre el teclado, desarrollando una compleja y monótona aplicación. Estancias de hotel con excursiones. Pasaba tanto tiempo hablando por teléfono que creo que se me consumieron las neuronas. Que se acostumbraron a pensar sólo en clientes. En personas que con exiguo presupuesto querían maximizar su disfrute en un fin de semana en Benidorm. En un puente en San Sebastián. En tres días de pasión en París.

Confieso que no fui con Marcos a ningún viaje que pudimos haber hecho. Soy una persona normal. Me agota trabajar. Llego al  viernes, o sería mejor decir, llegaba, hecha literalmente un trapo. Muerta de sueño, anhelando tener tiempo para no hacer nada. Esconderme debajo de la almohada y escapar del teléfono  y los paquetes de viaje. Huir de la gente. De su protesta. De las preguntas encadenadas.  Debí haberme formado más. Haber leído y estudiado .Haber  salido con más amigos. Entender de algo y no casi nada de muchas cosas. Pues qué sentido tiene conocer sólo las noticias que da la televisión tres veces al día. Lo ideal sería explorar nuestro planeta.

Haber estudiado ciencia. Medicina, quizá. Asistir a la gente. Hacer algo para evitar el hambre, el dolor, la pena, la enfermedad. Pero una piensa que son los otros quienes tienen capacidad y tiempo para remediar el mal en este mundo. Que son los demás los inteligentes, los artistas, los poderosos. Una cree que es imposible mover un dedo si no eres superdotado o superdotada. Si no ganas mucho dinero o conoces a mucha gente.

Si no perteneces a un club, a un partido  político, a cierta privilegiada clase social. Deseas que los demás salven el mundo, ya sen religiosos o políticos. Ya sean ricos o misioneros. Visionarios, quizá. Valientes, entregados, con ilimitada capacidad de sufrimiento.

Una es pusilánime para atreverse a saltar en el vacío. Y se cree que es demasiado mayor para empezar de cero, a pesar de que falta mucho para que cumpla los cuarenta y a pesar de que se haya sentido hasta ayer plena de fuerza. Capaz de sostener mi casa y mi pareja. Y hasta de haber mantenido a mis gemelos y a sus niños si me lo hubieran pedido. Pero no lo hicieron. Se quedaron en paro cuando la fábrica de electrodomésticos en que trabajaban, cerró. Se casaron con dos hermanas muy parecidas, y enseguida tuvieron a sus hijos, llenándome la casa de risas y biberones. Me los dejaban los sábados mientras iban a la compra. Sus hijos se parecían a ellos comos las gotas de agua. Yo no distinguía.

—Venimos enseguida. El tiempo de mirar una lavadora, de comprar unos pañales. No les dejes que abusen de ti. Están aprendiendo a reptar sobre la alfombra.

Se iban y Marcos y yo nos tirábamos al suelo con la niña y los tres niños chupándonos la cara. Llevándose todo a la boca.

Para lo poco que practicaba, me encantaba  jugar a la madre perfecta. A la tía perfecta quiero decir. Fregar pilas de cacharros,  elaborar  tartas de varios pisos en colores azul y amarillo. Escuchar a mis hermanos y a mis cuñadas. Cuidar de Marcos. Buscarles a las familias unas vacaciones perfectas  junto a una dorada playa barata.

Papá y mamá se fueron muy jóvenes. Malas enfermedades de las que nadie quiere hablar y que muchos padecen. Hospitales blancos con sus tempranos horarios de cenas y meriendas. Estos días pasados en que me han operado me han recordado las semanas de análisis de sangre, de consultas, citas, recetas,  anestesias…Aquella angustia y a la vez cercanía que ni siquiera me repele.

Casi me fascina. Admiro a los profesionales que se  entregan a la salud de los demás como medio de vida. No sólo se entregan. Utilizan  su instinto y su memoria. Su inteligencia  en largos protocolos  y sus rutinas. En  cuestiones administrativas, en altas y bajas, en recetas. En pruebas diagnósticas que se remiten unas a otras.

La semana pasada, esperando en la sala de radiografía, me parecía remontar al tiempo en que pedía cita para ellos y nos quedaba la esperanza. Nos quedaba tiempo. Después de esfumó todo como por ensalmo.

Mi compañera de habitación era una chica asombrosa. Demasiado joven para la responsabilidad que destilaba. Es absurdo conceder a la edad la exclusividad del comportamiento ejemplar. Opino que se es o no se es desde la cuna. Que la vergüenza interior se lleva genética. Que incluso a la vuelta de los años puede una perderla si no se esmera en practicarla. Me ayudó cuando me recuperé de la anestesia. Cuando supe la verdad sobre mi esposo. Mientras transcurrían las noches largas como antesalas del infierno. Más negras que el vacío. Más horribles que una eternidad sin principio.

Ella se había roto el codo y la operaron al día siguiente de conocernos. Destilaba energía y ganas de vivir. No la esperaba su familia cuando le dieron el alta, sino varias amigas con las que compartía piso. La mejor cocinera y compañera oí que la llamaban. Me vino de perlas escuchar sus risas, sus conversaciones apelotonadas. Me hizo bien centrarme en el universo diminuto de una habitación para dos. Tenía tanto miedo de regresar aquí, a esta casa. A mi piso enloquecido de soledad, repleto de recuerdos. A nuestra cama. A la mesa de la  cocina, al salón, al pasillo.

Mi compañera me animó a afrontar la vuelta. Me dejó hablar. Respetó mi dolor y mi silencio. Mi horroroso vacío donde ululaba el viento. Le dije que no comprendía nada. Que no quería entender. Que me sobraba el aire. Hay días en que me sigue sobrando. Le dije que no era valiente y no quería serlo .Que nadie me había enseñando a dejarlo todo. Así, en un solo golpe .De una sola mano de cartas de póker.

Ella había perdido su empleo eventual al caerse por la escalera del almacén. Necesitaba como el aire aquel contrato. Y la rehabilitación amenazaba con ser dura y larga. Dolorosa. Qué mala caída por salir de prisa a colocar unas cajas. Qué sucesión de esfuerzos y ejercicios la esperaba.

No le gustaba la competencia feroz instalada en los trabajos. La indecente falta de compañerismo que se quiere poner de moda. Y que yo secundo. Para qué enemistarse con los colegas que van a irse al paro en poco tiempo. Para qué demostrar que tú eres más inteligente. Más hábil. Más eficaz. Si todos necesitáis el salario. Si  hay mundo de sobra para repartirlo o debería haber. Lloré con esa niña un llanto quemante. Le expliqué que acababa de pagar mi hipoteca por completo y que planeábamos viajar al año que viene a alguna playa, por primera vez desde que fuimos al pueblo en la luna de miel. Le maravilló que hubiéramos podido pagar el precio de un piso en propiedad y yo le expliqué que siempre fue  común comprar una casa en este país, donde hasta las lápidas se pagaban tradicionalmente durante una vida entera.

Los esquemas tradicionales se vienen abajo como cartones en los últimos tiempos. Yo también la animé o lo intenté al menos. Cuando se comparten el espacio y el tiempo de dolor, los lazos se estrechan con cuerdas resistentes, inexplicables, firmes.

Sus jóvenes amigas querían abrir un comedor social en su barrio, basándose en una red de recogida de alimentos en los restaurantes y supermercados de la zona. Me quedé sorprendida y admirada.

—Nosotras dos somos cocineras— me explicaron. Y ella es trabajadora social. Contamos con los coches de dos novios y su reparto diario. Queremos negociar con el ayuntamiento

—¿No os da miedo embarcaros en una empresa semejante?, les pregunté

—Da más miedo cruzarse de brazos y pasarte la vida pensando en lo que no te atreviste a hacer. En los proyectos posibles que aparcaste porque te dio pereza afrontar los riesgos.

—A mí me espanta fracasar—confesé en un susurro

Luego me quedé pensando en mis propias palabras .En el pavor nacional a que los proyectos se vengan abajo. A que una pueda salirse de los cánones establecidos y hundirse ante la carcajada general. Un  pudor asombroso a equivocarme. Me da la risa. Aunque no me haya equivocado, debo volver a empezar .No tengo más remedio que iniciar la casa desde el suelo. Comenzar de cero. Aprender de nuevo a andar. Debemos reinvertarnos como nación. Ya tuvimos un imperio y mil derrotas. Ya nos comimos la gloria y la miseria. Ya subimos y volvimos a bajar. 
Fuimos ricos y nos lo creímos. Volvemos a ser pobres. Nunca fuimos otra cosa que un golpe de viento soñando con volar. Creo que voy a desterrar mi personal miedo a caerme cuando despliegue las alas. Es ridículo que me importe el qué dirán cuando mis pérdidas están en boca de todos y a nadie les importa. Ninguna persona va a apagarme o a devolverme la risa si yo no voy a buscarla. Si no la recupero del fondo del abismo y me la pongo en la boca aunque sea con esparadrapo. Orientada hacia adelante.  Ni un solo grano de arena va a cambiar de sitio si yo no lo recojo. A las personas nos corresponde tomar la iniciativa. Espirar e inspirar. Las cosas no sienten ni padecen. Sólo son feas o bonitas, apetecibles, difíciles, sucias.

No dejo de pensar en ese comedor social. Me viene a la cabeza tanto como Marcos, como mis hermanos, como la cama  del hospital. Es curioso, porque cuando me siento más hundida, el lujo de mis fantasías decorativas me salva de la dura vida cotidiana. Pienso en bisutería de ensueño, en blusas de raso, en diseño de ropa de fiesta y regalos que me encantaría vender. Me evado imaginando  una cadena de tiendas que yo regentaría. La publicidad que diseñaría. Los mercados que debería visitar. Pero desde esta mañana la vanidad no me rescata. No me traslada a mis ensoñaciones traicioneras. No compra mi alma ni mi tiempo de espera en esta casa , que se me hace tan grande y tan dolorosamente querida. El comedor sí.

La posibilidad de cocinar y servir la mesa a alguien que no puede pagarse un plato. Que tiene que rebajarse a pedirlo en una fila de personas igual de desesperadas. Ahora estoy llorando por ellas y no por mi desamparo. En realidad me duelo por nuestro país. Por haber andando tanto y no llegar a ninguna parte. Porque ninguna parte es tener la nevera vacía con tiempo suficiente para ir a comprar. Ninguna parte es el polvo tras tantos gobiernos y guerras.

El hambre es el fracaso total. Más que mi soledad y mi nostalgia. Más que mi querida silla de ruedas, a quien odio tanto como amo. Qué digo. Ni siquiera la odio. Me acompaña al levantarme y me vela de noche. Sabe que no consigo ordenar mi cabeza cuando entra la madrugada, en que todos los fantasmas quieren visitarme. Vuelvo a subirme en ella y preparo una tila doble. Repaso libros .Leo párrafos. Abro periódicos. Me acuerdo de mi padre y le pido que me dé fuerza para dormir. Para entusiasmarme con las cosas o con las ideas cuando me levante. Me pregunto si el lugar en el que está junto a mi madre es cálido o triste como este valle de lágrimas en que ha empezado a hacer frío. Viento y niebla anunciando noviembre.

Si ellas saben cocinar y coordinar la ayuda. Y si sus novios pueden transportar la carga de alimentos, yo sé cómo vestir ese comedor. Cómo darlo a conocer. Qué ayuda solicitar. Qué propaganda elaborar. Durante muchos años he buscado ofertas de viajes para procurar alegría y diversión a personas de todas las edades y condición. A abuelos con ganas de pasear y contemplar la costa dorada por el sol, tomando refrescos de naranja en las terrazas de la playa. A pandas de jóvenes sedientos de discotecas y pizzas grandes entre pintas de cerveza .A funcionarias con ahorros deseando visitar museos, cruzar parques, comer la gastronomía local. Sé cómo buscar y concederle su sueño a la gente. Así que sabría qué darles de comer.

Cuando me den el alta, ignoro si podré caminar. Si podré volver a mi agencia de viajes o se librarán de mí. Quizá entre en concurso de acreedores, como tantas agencias arruinadas. Me pregunto cómo podré ser útil en semejante comedor manejando el mundo desde esta silla . Y si debía abandonar mi anhelo de abrir una tienda de regalos y disfraces.

Quizá algunos sueños sean compatibles. La mente humana los fabrica por millares y a veces yo ya no sé en qué bolso guardarlos. En qué parte del corazón guardar los lutos y de qué bolsillo sacar  el ímpetu para afrontar nuevas ideas.

Quizá  de la urdimbre recia de esta silla de ruedas. Del fondo del alma donde apenas arde una exigua llama, empeñada en no fracasar.



El mar

“El amor consuela como el resplandor
del sol después de la lluvia.”
William Shakespeare

Mi casa mira a descampados enormes, donde sobreviven canchas de baloncesto y tejados de viviendas con múltiples alturas. Me gustaría que diera al mar, como las de mis cuatro abuelos. De pequeños, mis padres no se trataban, y eso que iban al mismo colegio, en clases separadas, y jugaban en las mismas plazas. Mi padre y mi madre siempre están hablando de su infancia en Huelva, de la luz que proyectaba la tarde sobre las rocas marinas, y de la tranquilidad que se respiraba en esa ciudad, tan lejos de la mía. Vivimos en Móstoles, en la Comunidad de Madrid, donde hemos nacido los hijos.

Desde que empezamos a ir al colegio, los tres hemos ido combinando el acento andaluz, el que se habla en casa, con el madrileño. Ambos se parecen en su dejadez por soltar las vocales. Mis abuelos jamás han salido de Andalucía, excepto el padre de mi padre, que hizo el servicio militar en Valencia, durante nada menos que cinco años, y volvió a su ciudad del sur sabiendo leer, escribir y conducir camiones. Los cuatro viven calentándose al sol y escuchando el grito intermitente de las gaviotas, al atisbar el Atlántico. Me pregunto cómo mis padres pueden haber vivido tanto tiempo lejos del mar de su infancia. Porque ellos lo echan de menos, pero ahora viven sin él, en esta calle estrecha donde apenas ya nadie se sienta en las sillitas alrededor de los portales, como dicen que hacían en tiempos. Mis abuelos tampoco las sacan ya en Huelva. Cuentan que hace años la gente plantaba de noche los televisores en la terraza, y cenaba frente a la pantalla, con el volumen del aparato al máximo. Como sólo había un canal, los ruidos no desentonaban en el fragor de los grillos arrullando las plantas, ni en el entrechocar de los tenedores contra los platos de cristal endurecido.

Mi colegio es un centro normal de primaria, con aulas, comedor y patio de deportes, donde las niñas jugamos al fútbol de prestado. Hay tan poco sitio para tanto alumno, que sólo quien lleva balón y llega primero puede practicar algún deporte. Los chicos me miran golosos cuando descubren que traigo a primera hora la pelota que a todos nos hace sudar en cada recreo, y consigue que las clases se hagan más llevaderas y avancen más de prisa.

No me gusta pasar sentada tantas horas durante la mañana. A menudo mis piernas amenazan con dormirse y divago entre fantasías, mirando a la profesora en su punto fijo de la mesa sobre la tarima. Imagino que llego en barco desde África o desde América, a veces también desde Groenlandia, a ver a mis abuelos que me reciben en el puerto, con treinta años menos de los que tienen, y también con menos cansancio en el andar y menos canas. Quiero viajar a esos tres sitios lo más pronto posible. No sé por qué siento esta prisa por embarcarme en cuanto me dejen, es como si latiera entre mis huesos. He leído varios libros de aventuras, menos de los que mis profesoras y mi madre quisieran.

He visto algunas películas y videos maravillosos sobre cómo surcar los océanos rompiendo los hielos del polo norte y esquivando los icebergs. Acabo de saber que hay varias chicas de mi edad dando solas la vuelta al mundo en barcos de vela, con el permiso de sus padres y del gobierno. Yo no viajaré sola, no es ésa mi idea. Me embarcaré con mucha gente en trasatlánticos enormes, desde cuya cubierta se pueda contemplar la espuma de las olas feroces, y los saltos de los delfines saludándonos. Quizá empiece por explorar el Mediterráneo. Isla por isla. Todas las que se crucen en una travesía entre Tarifa y Estambul, sin apenas tocar la costa continental. Cuantas duerman bajo las constelaciones inventadas por los griegos, y que intento situar las noches de verano en el firmamento.

La contaminación de mi ciudad vela las estrellas, no sólo la que emiten los coches, fábricas y calefacciones, sino sobre todo la lumínica, que le da un halo dorado a la tierra y me deslumbra totalmente. Desde no hace mucho, me atraen las costas americanas. Antes las encontraba remotas, pero ahora en que mi clase está llena de alumnas y alumnos dominicanos, ecuatorianos y bolivianos, por no hablar de los rumanos y polacos, siento que el nuevo mundo está mucho más cerca, exactamente a siete horas en avión, o tal vez a cinco, según el país al que quisiera ir y las escalas aéreas obligadas.

Mis mejores amigos provienen de Santo Domingo. Son mellizos. Vinieron a España con su madre hace años, tantos que apenas se acuerdan de la casa grande en la que vivían con sus tíos y sus primos, y donde nunca hacía frío. Jamás esta temperatura raquítica de diciembre en la meseta, que yo tampoco soporto, aunque la sobrellevo. Los mellizos, Sandra y Gabriel, también adoran el fútbol. Los tres somos los primeros en situarnos en el campo del recreo, y también en las pistas deportivas del barrio, que debemos compartir con todos los que quieran jugar.

Especialmente compartimos estas con pandas extrañas de chicos, muy peligrosas, racistas, egoístas. Cuadrillas que no nos quieren a las chicas ni en pintura, y que ya me han robado dos balones por la cara. Mi madre me regaña y se preocupa. Me aconseja escapar en cuanto huela el peligro. Es una postura cobarde, pero no pienso regalar más pelotas. Los pandillistas juegan mal, poco y abusando. Imponen su norma en nuestras calles, con un despliegue de poder sobre las pistas de deporte, que se disuelve luego, en cuanto se van, como la sal en el agua.

Mis compañeras de clase miran de frente y también a escondidas a los chicos de esos grupos mixtos: árabes con latinoamericanos, y les sonríen sin problemas. Yo no lo soporto. Podría hablar, si no tuviera más remedio, y un milagro me infundiera valor, con cada uno de esos muchachos en solitario, pero no me gustan las reuniones de amigos en las que uno manda y los demás obedecen. Donde la diversión consiste en molestar y burlarse de otros. En presumir de zapatillas y pantalones, de móviles y consolas. No sé de dónde sacan el dinero o la fuerza para que en sus casas les compren tantos caprichos. Supongo que muchos los roban, como a mí me quitan los balones y el turno en las pistas. Algunos tienen madres que les consienten todo, que trabajan la mitad del día para pagar sus antojos, sin regañarlos por nada.

Mi madre también friega, dentro y fuera de casa. Le duelen las piernas los días de fiesta en que no sale a trabajar, qué curioso, pero apenas nos compra ningún antojo ni a Lucía, la pequeña, ni a Santiago, el hermano mayor, ni a mí. Nos hace esperar a nuestros cumpleaños cuando insistimos mucho con algún juego, o con cierto conjunto de ropa que se salga del presupuesto del mercadillo de saldos. Mi padre nos entrega la paga la primera semana de cada mes. Las otras semanas vivimos de los escasos ahorros que estiramos.

Sólo pruebo las chucherías esos siete días, y veo al resto de mis amigos comérselas los otros veintitrés. No me importa.

Jugando y corriendo no te acuerdas de las bolsas de patatas fritas, no existe la ropa nueva, no hay trifulcas que presenciar, ni penas de amor que escuchar a tus compañeras. Mis amigas sufren demasiado. Siempre les gustan chicos imposibles, muchachos que no tienen ojos en la cara, demasiado mayores o demasiado críos. La primera, Sandra. Suspira cada quincena por un chico distinto, de nuestra clase o de otras, y tengo que escucharla a cada momento. Ella cambia y avanza a pasos agigantados, como si en vez de tener doce años, tuviera catorce o quince, como si alguien le infundiera prisa por crecer.

Mis aficiones son escuchar música y jugar al fútbol. No quiero enamorarme. Bastante trabajo tiene Sandra. Su hermano y yo casi la obligamos a estudiar, y en tiempo de exámenes la cortamos cuando empieza a relatarnos sus penas. Gabriel no la escucha, claro, y yo me permito enseñarle las tapas del libro de mates cuando comienza a suspirar. Debe ser cuestión de la sangre o de la herencia. Su hermano y yo tenemos miedo de que cualquier día nos deje plantados con el balón, y se largue con alguna panda ajena, donde le haga caso alguno de esos chicos de pañuelo anudado bajo la gorra.

Entonces no estaremos los tres juntos para hacer equipo. No sé qué prisa tiene por contar con alguno de esos novios salvajes. Tampoco a ningún chico de nuestra clase lo encontraría yo adecuado para salir con él. Los veo pequeños para ella y para mí. Hablamos a veces del instituto, al que iremos al curso que viene, y que debe estar lleno de muchachos mayores. De peligros claros, según mis padres, por la edad y la libertad de poder salir a la calle en los cambios de clase. Tal vez las pistas de deporte del instituto estén todavía más solicitadas y cogidas que las del colegio. Será lo más probable, así que no quiero pensar en el curso próximo. Falta mucho tiempo aún, y antes habrá que hacer mil deberes de cálculo, y estudiar los mapas de geografía que nos quepan en la cabeza.

Nuestra tutora nos amenaza con todo lo peor, si no terminamos este curso sabiendo escribir sin faltas de ortografía, y solucionando cuantos problemas matemáticos se le ocurren. Es demasiado exigente, y confía en nuestra memoria portentosa, según dice. Nosotros no estamos tan seguros. La obedecemos en todo, sin remedio, y no nos deja ni siquiera respirar en clase. Nos cambia de sitio mensualmente, a traición, el día que menos lo esperamos. Nos hace dar conferencias en público a los demás compañeros, nos pone en semicírculo y nos pregunta la lección una vez y otra. Nos saca a la pizarra, nos mezcla: chico con chica, baja con alta, colombiano con española. Hablamos de todos los países representados en el aula. Cada cual cuenta la música que escucha en casa, la que les gusta a sus padres, la que está de moda en sus ciudades de origen. Mis compañeros se vuelven locos buscando en Internet las fiestas tradicionales de los países de sus padres, y preguntando a sus madres los ingredientes de platos apetitosos, los que comen a diario y los que preparan los días de fiesta.

Ya somos mayores para disfrazarnos como antes, de pastores en Navidad y árboles sin hojas en otoño. También demasiado grandes para vestirnos de madrileños de mil ochocientos ocho, a principios de mayo, pero la tutora nos hace representar funciones o diálogos pequeñitos, como cuando estábamos en segundo o tercero. Es una maestra exigente, que no permite que un solo alumno o alumna no participe de todas las asignaturas. No deja discutir sobre nacionalidades, nos lo tiene prohibido. Es que los rumanos no quieren hablar con los rusos, ni las dos venezolanas con los colombianos.
Tampoco quieren sentarse los americanos en el autocar con los europeos, cuando vamos de excursión, así es que si no hay mezcla voluntaria, ella, Amelia, la tutora, nos revuelve a la fuerza, y viajamos enfurruñados en el autocar por lo menos diez minutos, hasta que con las canciones nos vamos soltando y animando.

Las excursiones, aunque son didácticas, me gustan casi tanto como las canciones de la radio. Siempre visitamos una fábrica de leche, donde el olor a yogur caliente nos revuelve el estómago, o de otros productos alimenticios. Con un poco de suerte, el encargado nos invita a algún pastel con refresco en mesas preparadas, frente a los cristales que reflejan las máquinas envasadoras.

También hemos visitado museos y ciudades históricas. Sobre todo este último curso, donde fuimos a Toledo y Segovia, habiendo estudiado antes las costumbres y reyes de la Edad Media. Amelia nos preguntó al volver de esas capitales si nos hubiera gustado vivir en aquel tiempo, donde al parecer los niños y las niñas jugaban en la calle, en contacto con la naturaleza y los animales domésticos, pero aprendían en seguida a trabajar con sus padres en los campos. Sonaba maravillosa y extraña la ausencia de colegio que nos pintaba, la facilidad para jugar a tus anchas todo el día, al aire libre, sin que se te durmieran las piernas debajo de un pupitre, sin tener que pasarte la mañana atendiendo y la tarde preparando ejercicios, cadenas de ejercicios, fáciles y difíciles.

Pero no me gustaría, reflexioné, sentarme a bordar sábanas con mi madre, después de haber lavado la ropa en un arroyo helado. Los chicos sí prefirieron la edad media en su mayoría. Para pelearse toda la vida unos contra otros y no madrugar nunca, según dijeron. Amelia habló del hambre y las enfermedades que se extendían por los pueblos y las villas, de los tributos injustos y las clases sociales, del desprecio por la vida y la aplicación taxativa, así lo mencionó, de la justicia, del miedo de la gente a los poderosos y a la vez de su obligación de trabajar la tierra para ellos. Se lo conté a mi padre y él me habló de las labores en el campo, que conoce muy bien. Mal pagadas y poco agradecidas, pero reconfortantes. Buenas, sin embargo, porque se realizan en equipo y te hacen utilizar las manos, la cintura y las rodillas. También el cerebro, calculando el ritmo de cada movimiento de la azada entre los surcos.

Mi padre siempre hubiera preferido la edad media. De hecho, cuando fue joven, se hubiera quedado a trabajar en el campo, en las huertas donde iba a jornal, como recolector sobre todo, sólo por comer a la sombra una cazuela de patatas con carne y pimientos que servían de rancho, o que mi madre y antes mi abuela le empaquetaban al amanecer, pero tenía que conseguir más espacio y sueldo para alimentarnos a nosotros, por eso vino hasta aquí.

Además mi madre dejó su trabajo en una fábrica química de Huelva para cuidarnos, con lo que decidieron emigrar a Móstoles, como sus hermanos mayores. Mis tíos y mis primos viven en distintos pueblos de la Comunidad de Madrid, casi todos en el sur, para estar más cerca de Andalucía. Es la explicación de porqué compraron sus pisos en esta zona.

Mi padre es pintor y trabaja a rachas. Hay semanas enteras, sobre todo en el invierno, en que no encuentra faena. Luego llegan meses en que se va de casa temprano, y viene tarde oliendo a pintura y pegamento desde la entrada. Me gusta ese olor más que el de la colonia, y sobre todo mojar los pinceles y las brochas en los botes nuevos de esmalte, recién abiertos y rebosantes de color.

Mi padre nos deja pintar alguna pared de casa todos los meses de agosto. Le ayudamos y aprendemos con mucho cuidado. Mi madre sufre viéndonos, pero se ríe, contemplándonos con nuestros pijamas de batalla, ideales para mancharnos, y nuestras gorras caladas.

Pintamos con método, al estilo de papá, no a lo loco y de prisa. Brochazo arriba y abajo, abajo y arriba, mordiéndonos la lengua cuando nos cansamos del movimiento uniforme, y el sudor nos cae por la frente, sin manos disponibles para quitárnoslo. Variamos de color año a año. Lila, naranja, verde botella, oro... Tonos fuertes y a veces con mezcla. El año pasado pintamos nuestro cuarto satinando el fondo, como si hubiera una ola salmón y blanca en la lejanía. Un año papá dejó todos los techos de color y las paredes blancas, que no es lo corriente.

Hasta el curso pasado, él nos llevaba al colegio los días que no tenía trabajo, que podían ser muchos o pocos, según la suerte. Se turnaba con mi madre, que ha tenido mil empleos diferentes, y con mis vecinas. Aún ahora nos acompaña a Lucía y a mí, aunque yo no camino a su lado como un perrito faldero, que es lo que hace ella. Me encanta moverme cerca. Adelantarme y esperarlos. Santiago es peor que yo y jamás le da ya la mano a papá. Va al instituto y viene contando historias espantosas que ocurren en su clase. Se levanta una hora más pronto que nosotras y vuelve a casa antes también.

Así que pintar, que es la profesión de mi padre, me entusiasma. Fregar, en cambio, que es el oficio de mi madre, no me gusta, y ella tampoco se obsesiona con que practiquemos.

El gusto por el ritmo se lo copié a Santiago. Tiene dos años más que yo y le obsesiona la música. Cualquier género. Los grupos anglosajones, sobre todo, aunque también escucha clásica y de solistas españoles o extranjeros. Domina ese campo más que todos sus amigos. Y yo, a fuerza de observarlo, he adoptado sus mismas preferencias. A veces, insistiendo bastante, conseguimos que papá nos lleve a la puerta de algún concierto y vemos, con mucha suerte, la entrada del grupo o quizá escuchamos sus canciones en las inmediaciones del estadio, o la plaza de toros donde toque. Pagar, no nos paga mi padre ningún concierto, y como lo tenemos asumido, ni siquiera lo pasamos mal. Mi madre prefiere que dejemos la música, por mucho que nos ayude a aprender y traducir inglés y estudiemos en silencio. Quiere ver eso a todas horas. Que salgamos del ordenador, sobre todo Santiago, que lo tiene casi en exclusiva y repasemos los libros, con la vista metida entre las páginas. ¿Cómo podremos convencerla de que a través de la pantalla estudiamos a base de cortar, pegar y releer?

En los últimos tiempos, mi madre parece triste, como si algo que no nos cuenta le diera vueltas dentro de la frente, y no le dejara sonreír. Está preocupada, creo, por Yoana, la madre de Gabriel y Sandra, que después de una dura gripe, no mejora, y se le oye toser con insistencia.

Los mellizos comentan que su madre se convulsiona por las noches y acude al médico muchísimo. Desde hace días salen ellos a la compra y preparan tostadas con queso para comer a cualquier hora, cuando su madre no se levanta. Sandra parece que últimamente marea un poco menos con sus obsesiones por chicos guapos. Vamos hablando de los deberes, bordeando el colegio, y me hace mirar a cualquier muchacho, quizá alguno de casi veinte años que camine delante. Le sigo la corriente y opino, pero muchas veces el chico gira y ya nadie puede verle, para desilusión de mi amiga. Dice que yo no tengo sangre, o que sólo me corre por dentro para escuchar música. No cambia de idea ni siquiera con el fútbol. Si pudiera concentrarse en lo que hace y no en lo que circula alrededor, le iría estupendamente.

Sandra y Gabriel, cuando están en mi casa, miran a mi padre. No tanto a mi madre. Sonríen cuando él viene a vernos jugar en el patio, a la salida del colegio. Los cinco minutos que nos dejan hasta el cierre de la puerta principal, una vez que todo el mundo se ha ido ya, nos saben a gloria.

Dura ese ratito muy poco, y la tutora se cansa de repetirnos que no podemos hacer esperar a Pepe, el conserje. Amelia nos advierte que abreviemos, pero a la vez empuja a los compañeros a jugar con nosotros. Casi los trae a la fuerza y despacito, en el recreo, o a la salida, a las cuatro y media, y los suelta para que corran como si fueran juguetes mecánicos. Me mira y me indica.

Yo no tengo problemas en admitir a nadie. Sé muy bien lo que duele que los colegas de juego te pongan mala cara, que se rían, que te ignoren, que te nieguen. Amelia me trae, o nos trae cada mes a algún alumno o alumna nuevo, de los que proceden de países lejanos de Europa y no saben nada de español, o de los que lo hablan en América, pero se han dejado a sus mejores amigos muchos kilómetros atrás.

Jugamos juntos, y ellos acaban tirando la cara de palo que siempre traen, para gritarnos palabras de alegría que no entendemos. Luego, cuando el conserje viene rápido a cerrar la puerta del colegio, acuden a mí, que sólo soy la dueña de la pelota, y me estrechan la mano o me dan un beso, como hizo uno un día, sin importarle la carcajada general, pues sólo las chicas nos saludamos así.

Me encanta que mi profesora esté satisfecha conmigo. Me gusta más incluso que sacar buena nota, cuando a veces la obtengo. Amelia siempre repite que debemos tener mil precauciones para no dar balonazos a ningún alumno, sea mayor o de infantil, o padre o madre que haya venido a recogerlo. Nos esforzamos en hacerle caso. Si al terminar mi padre y mi hermana están mirándonos como embobados y por casualidad aplaudiendo, como si fuera un partido oficial, los mellizos y yo nos deshacemos de felicidad.

Emociona que haya público, aunque sólo sean dos o tres los espectadores entregados. Papá jugaba en su barrio de Huelva, entre las ventanas enrejadas, dice, mientras las vecinas chillaban desde dentro de sus casas, para que los traviesos chicos, según ellas, no les rompieran las macetas. Papá nos llevaría a los tres a clase de fútbol si hubiera un grupo  o entrenador que nos aceptara a Sandra y a mí y nos pusiéramos de acuerdo.

Hay un profesor de fútbol extra escolar en el colegio que nos echa una mano, pero no tiene tiempo para darnos clase. A lo sumo nos está facilitando direcciones donde ir a reclamar otro entrenador de chicas o que al menos las admita en sus grupos de chicos. Esas  direcciones no están cerca de casa. El equipo femenino más próximo entrena a casi media hora en coche y una hora en autobús. Juegan los sábados y muchos de ellos papá trabaja toda la mañana. Mamá no conduce y ahora no parece dispuesta a llevarnos a ninguna parte. Santiago no es ajeno al fútbol, pero prefiere verlo a jugar. Opina, no corre. Aunque alguna vez ha acompañado a Gabriel a ver algún partido de la liguilla del ayuntamiento.

Gabriel quiere mucho a mi hermano. Lo noto. Se entienden casi sin hablarse, y Santiago se quita los cascos cuando Gabriel y Sandra entran en nuestro piso. Jamás se los quita conmigo. Mi hermano no me hace mucho caso últimamente. Y yo tampoco voy detrás de él como antes. Ha crecido tanto en tan poco tiempo que no hay quien lo conozca. Antes nos daba de merendar a Lucía y a mí, y nos entretenía con cuentos o películas hasta que mamá o papá entraban en casa. Me defendía en el colegio con los problemas de fútbol, cuando los he tenido, que no ha sido siempre. Depende de lo borde que sean los chicos, de las ganas de bronca que tengan y de lo unidos o no que estén en no tolerar a las chicas.

También ayuda que los profesores lo observen y nos echen una mano, un ojo, una palabra. Que no nos den la espalda. En ocasiones no hay suerte: los jugadores no se abren, los profesores no miran o están hablando entre ellos o entre ellas de sus problemas, pasando de los alumnos y alumnas que tanto les dan que hacer.

Cuando Amelia vigila el recreo, sin embargo, detecta las trifulcas y acude hacia ellas como un imán. Tiene un radar para escuchar a distancia. Entra en las discusiones cortándolas por la mitad. Habla con el chico y la chica que da o tiene preocupaciones, y no sé cómo consigue que acabe llorando con ella, en vez de acudir al despacho de dirección. No castiga apenas  nuestra tutora, y si lo hace, es cuando estamos tan pesados que nos deja callados a todos en la clase quince minutos. El silencio se vuelve insoportable, así que llegamos al final del cuarto de hora resoplando y mordiéndonos la lengua.

No sé lo que me gustaría ser de mayor. Siento que si no es nada relacionado con el fútbol o el deporte, me haré profesora general como ella.

Amelia hoy les ha preguntado a los mellizos por su madre. Apenas les he escuchado contestar. Yo no me entero de si se ha puesto mejor o no. No puedo entender que una madre esté enferma. Mi cerebro se bloquea, como si yo fuese una cría. No querría de ninguna forma que mamá permaneciera en la cama un día sí, otro no y el siguiente de nuevo lo pasara postrada. Que no estuviera pendiente de mí, de mi ropa, mis exámenes y mis comidas a cualquier hora. Adoro a mi padre, pero mi madre es como mi piel y mis pensamientos. Va detrás de mí como una sombra, y se adelanta a lo que pienso y a lo que voy a decir. Escucha a Lucía, habla a Santiago, pero al mismo tiempo me está mirando a mí. Cuando lo hace, que es siempre, sin que me lo repita, yo recuerdo lo que me queda por estudiar, mi cama que está aún sin hacer, la habitación que tengo que ordenar.

Duermo con mi hermana, pero soy consciente de que yo soy la que más desordena el cuarto. Por completo. Me quito un chándal y me pongo otro. Dejo sobre la cama los calcetines sucios, y también la toalla mojada. Ocupo con el atlas y el material de dibujo todo el escritorio, y sólo le dejo una cuarta a Lucía, que también tiene libros que abrir. Me estoy volviendo egoísta y descuidada.

También me miro mucho en el espejo, porque me desesperan las espinillas que me brotan, y todos los cambios de mi cuerpo que parece otro muy distinto del que era. Hago cada día el propósito de no volver a perder el tiempo con los granos, para no convertirme en una presumida total, como mis amigas, pero creo que me miro y remiro más que ellas. No quiero ser casi la más alta de la clase. No queda bien entre las chicas y menos entre los chicos, a los que saco un buen trozo. De repente soy la más grande de mis amigas jugando al fútbol y advierto algo así como respeto entre los demás. Penoso que la altura valga para imponerse, pero yo me aprovecho mientras pueda. Me gusta que me mimen y consideren, que me echen de menos. No sé lo que me aguarda el curso próximo, donde seremos los pequeños del instituto, después de haber disfrutado de ser los mayores del colegio.

Mamá y Yoana trabajan juntas en la misma empresa de limpieza. Una le habló del trabajo a la otra. Hoy ha venido más triste que nunca. No hace falta que nadie nos recoja, pero esta tarde mamá nos ha traído a Sandra, a Lucía, a Gabriel y a mí. Ha preparado tazas de chocolate para merendar, como si fuera fiesta. Ha dicho que los mellizos se quedarán a cenar y dormir con nosotros, como otros días en que Yoana no estaba bien, pero hoy parecía más preocupada.

Ha estado ayudándonos con los deberes, sin importarle si la lavadora había terminado el programa o no, y se ha ido cuando ha llegado papá. Ha dicho que iba a pasar la noche con Yoana en el hospital, donde la han ingresado a primera hora. Gabriel y Sandra le han dado un beso de despedida. Luego ha ido a dárselo Santiago, que no besa a nadie nunca, y por último Lucía y yo.

No sé lo que nos ha pasado por los brazos, como una corriente eléctrica de miedo y amor. No queremos que mamá no duerma en casa. Será muy extraño no encontrarla mañana al levantarnos. Será como incorporarnos sin saber si ha amanecido o no, y si no va a hacerlo nunca más. Tendremos miedo de subir las persianas, de calentarnos la leche en el microondas y hasta de retirarla quemando o congelada.

Papá nos ha atendido muy bien. No se le notan las preocupaciones, como a mamá, si alguna vez las tiene, y no cocina nunca verdura para cenar como ella. Nos ha dejado ver una serie de televisión que a él le gusta aunque no es para menores, según dice. Mamá no quiere que la veamos y discute con Santiago, que es quien más se enfrenta por discrepancias con la televisión. Sandra se ha emocionado con la serie. Es de adolescentes enamorándose en un colegio privado, con chicos guapísimos y chicas súper mayores que nunca tienen que estudiar.

No hay problemas de camas en casa. Santiago tiene una debajo de la de él para Gabriel, y Lucía tiene otra debajo de la suya para Sandra. Hemos estado hablando las tres hasta que papá ha venido por segunda vez a mandarnos callar enfadado. Quería que dejáramos la puerta abierta, a ver si parábamos de conversar definitivamente, pero le hemos convencido para que la cerrara, prometiéndole dormirnos de verdad.

Lucía es la peor. Parece la mosquita muerta que sin embargo no para. La niña encantadora que no se entera y lo sabe todo. La que cuenta mil historias para regocijo de Sandra, que no da crédito. No sé dónde aprende tanta cosa. Es como si los hermanos pequeños se apropiaran de nuestra historia y la asumieran en la suya, resultando ser mucho más listos, y con más suerte que nosotros mismos.

También se oía reír en la habitación de los chicos. Después ha caído el silencio y yo me he dormido de puro cansancio. He creído sentir a Sandra dar vueltas y vueltas durante la madrugada. Algún miedo la llevaba de una parte a otra de la cama y me lo contagiaba a mí. En sueños he recordado el semblante grave de mi madre cuando se ha marchado. No he sabido adivinar lo que me quería decir y no me ha dicho, como si temiera que aún fuera demasiado pequeña para entender.

Y lo malo es que creo que está en lo cierto. No soy una criatura, pero tengo miedo de saber cualquier verdad. No quiero que haya novedades en mi rutina de colegio y fútbol, familia y libros. No deseo crecer más. No pienso ir al instituto. Al menos sin rumiarlo y prepararme durante todo el verano. No quiero tener la regla. No quiero que me crezcan los pechos. Me hace gracia que Santiago sea tan alto y que Lucía entienda tantas cosas, pero habrá que parar esto.

Este lío de mis dos amigos que me miran sufriendo, sin protestar, sin rabiar siquiera por no cenar en casa, con sus muebles y sus hábitos. Sandra habla menos estos días y parece ausente. No quiere derrumbarse. Habla y se apoya en su hermano. Que alguien me explique lo que pasa. Que me cuenten qué tengo que decirles a Gabriel y a Sandra que les valga para algo.

No sé por qué siento que Yoana no volverá. Al menos mañana. Una certeza mayor que el miedo me tiene sobrecogida. Ese catarro horrible que nunca se le cura es peor que malo. Está luchando dentro de ella y es negro como una sombra sin color. Lo adivino en la distancia. Ha sonado el teléfono, y sólo puede ser mamá. Aún falta para que amanezca.

El pánico se me ha transformado en hielo. No me hagáis crecer a la fuerza. No quiero comprender la realidad. Hace frío para despertarse y levantarse. Quiero que mi madre duerma, esté donde esté, cuide a quien cuide. Y yo también querría dormir si mis ojos se cerraran y no los sintiera grandes, ajenos, escurridizos. Escucho un bisbiseo de mi padre, que ha colgado al fin. Siento un silencio extraño, como de brujas que hubieran entrado a nuestra casa. Viene él por el pasillo y abre la puerta de los chicos. Luego la nuestra. Las sábanas me oprimen el cuello.

Déjanos dormir, papá. Piensa que es sábado. Déjame ir a vuestra cama, meterme entre vosotros y taparme con la colcha. Cuéntanos otra vez el cuento de La Viejecita de los Gansos. Cada vez lo narras de una forma y nunca te acuerdas de la verdadera. Haznos cosquillas hasta que nos desplomemos de risa. Trae churros para desayunar y cuéntanos historias de Huelva, de la que tienes en el recuerdo y puede que haya cambiado mucho. Háblanos del mar y de la luz, de las fresas y las fábricas, de tus circuitos en bicicleta por entre las higueras.

No nos digas lo que pasa. No se lo comentes a Sandra. Por favor. Y menos a Lucía. Odiaré que ellas sufran y yo no tenga fuerzas para consolarlas. No nos mires. No nos llames para ir a la cocina. Inventa un mundo diferente para nosotros, tú que sabes hacer de todo. Llévanos a jugar al fútbol. Coge el balón en el armario de la entrada. No les digas nada a los mellizos. Ningún chico se parecerá nunca a ti, ni me hará levantarme de golpe donde esté, como tú haces. Reza en la catedral de La Merced y entra luego en nuestra habitación.

Deja que la marea se lleve las noticias malas. Tú no sabes lo que es ser la hermana mediana. Ocupar el punto intermedio de tres. No importamos tanto como el mayor y la pequeña. Creéis que somos fuertes pero es mentira. Soy de arena y barro. Las olas de tormenta me dejan vacía, como una caracola abandonada. No me pidas que me haga cargo de mis amigos. Ya tengo a mis hermanos. O ellos a mí. No querría compartir a Sandra y a Gabriel con vosotros, pero tengo la impresión de que así será. No pueden quedarse en el vacío.

No soy tan egoísta como para no comprenderlo. Ellos dos vinieron del Atlántico también. Se bañaban en sus playas como tú, sólo que a muchos kilómetros de distancia. La brisa les alborotaba el pelo de niños, y jugaban al fútbol entre calles que olían a salitre. Su padre los abandonó cuando nacieron. No los abandones tú. Si me ayudas a soportarlo, te escucharé con ellos y les daré la mano. La chicas que hacemos deporte jugamos en cualquier terreno, con quien sea, como se pueda, con quien se avenga. Jugamos en equipo y pasamos la pelota. Compartimos el bocadillo de después, los goles y los fracasos.

Ven a contarnos cualquier cosa, pero tarda aún unos segundos. Sandra sueña todavía con sus novios imposibles. Dínoslo despacio. No nos dejes llorar con la boca abierta. No menciones la muerte en esta casa. No me destroces, papá.

No nos deshagas.



La enfermería

“La muerte no existe, la gente sólo muere cuando la olvidan; si puedes recordarme, siempre estaré contigo”.

Isabel Allende

Hubiera sido más fácil no haber nacido curiosa. Pertenecer a una familia rica, tradicional y burguesa. Haber encontrado mi destino en el común de las muchachas de mi generación: un marido clásico, trabajador, poco dispuesto a cocinar. Haber tenido unos hijos responsables y educados, respetuosos. Pasarme las horas leyendo revistas de sociedad, poesía de Góngora, o libros religiosos, si me apuran, y tomar el té cada día de la semana en casa de una amiga distinta, con mi trajecito de chaqueta impoluto, atisbando la vida por la terraza del salón.

Pero fui rebelde y me enfrenté a las charlas familiares que no veían clara mi elección vital, aunque tampoco les disgustaba la enfermería, esa única profesión permitida a las mujeres decentes y solteras de forma secular. No estábamos hablando de estudiar ciencias o arquitectura... Yo era la única hija en casa. Me matriculé en la escuela de enfermeras de Madrid cuando mi padre empezó a hablar de jubilarse. Amo mi profesión por encima de todo.

El siguiente suceso, grabado a fuego en mi cabeza, ocurrió tiempo atrás.

Se trataba de una mujer de unos treinta y cinco años, educada, inteligente. Iba vestida siempre cual modelo de alta costura, con voz suave y saludo amistoso. Casi éramos vecinas, pues ella residía tres números de calle más allá del mío. A las intempestivas horas en que yo hacía la compra, y la sigo haciendo, sólo pude verla en el supermercado próximo un par de veces. Cargamos lo indecible, en una desproporción de fuerzas. Mi elegante vecina, de claros y grandes ojos, compraba sola y con rapidez, el día que la vi, mientras parecía que discutía por el móvil, apremiada por su interlocutor. Después llegó delante de mí a su portal, arrastrando su carrito desbordado.

La tarde que entró a curarse, leí su nombre en voz alta, a la entrada de la consulta, y ella se levantó insegura del duro asiento. Se despojó del abrigo con dificultad, y me señaló una herida en la rodilla. Luego se quitó despacio las gafas de sol. Los moratones debajo de los ojos delataban el golpe, que no el accidente. Muy educadas , nos miramos las dos, salvando una situación insalvable, jugando a ser conocidas que no se cuentan las verdades, por esa extendida convicción de que cada cual se lame las heridas, nunca mejor dicho, y se traga sus propias penas, buscando en solitario sus soluciones.

—Se dio con algo duro en la cara y en la rodilla, supongo, pero ¿llegó a caerse?—pregunté.

—No me caí, aunque faltó muy poco—contestó la paciente, que se llamaba Clara.

Las mujeres maltratadas, como cualquier víctima, pueden venirse abajo o disimular ante el mundo entero su desgracia.

Yo me mordí la lengua, porque me disgusta equivocarme, y soy con frecuencia demasiado impulsiva, tratando de imponer mi punto de vista. No quería explicar la realidad del mundo a una mujer que parecía estar en él bien situada. Imaginaba que era funcionaria, profesora, universitaria, sin duda. Difícil de avasallar, sin necesidad de que le abrieran los ojos. Por eso mismo me extrañaba la evidente procedencia de  marcas de puños en la cara, y de resultas de una patada convulsa, el hematoma en la rodilla.    Me gustaría engañarme. No tener la razón. Hubiera dado cualquier cosa por estar equivocada. Al menos con esa paciente, sin duda triunfadora en el terreno profesional y, supuestamente, también en el familiar. Me fijé que llevaba alianza de casada y le daba vueltas, nerviosa, delatándose. ¿Para qué quieren los anillos si son casi más argollas de cadenas que testimonios de compromiso? ¿Para qué se casan con hombres que son como demonios, a los que deberían ver venir desde lejos, mucho antes de que lancen el primer golpe?

No es más que poder cuanto ellos quieren ejercer a toda costa. Dominio sobre la otra, que les parece más débil. Presión a cualquier nivel y a cualquier precio. Que la compañera de vida no tenga pensamientos propios, que no se crea en ningún momento que vale algo. Me repugnan los agresores y mi pronto temerario me impulsa a incitar a que las víctimas se rebelen, se defiendan y devuelvan golpe por golpe. Pero me confundo. Yo no estoy en la piel de ninguna. Tampoco me gustaría recibir tres golpes por cada uno devuelto. Y además en la sala de curas tenemos un protocolo de actuación que seguir.

—Clara, esta agresión la ha recibido de un puño cerrado a muy corta distancia, y veo que, no sólo en la rodilla, sino por toda la pierna, tiene pequeñas costras y excoriaciones producidas por patadas, como señales de golpes de días anteriores. Debería denunciarlas en la comisaría.

Se lo expliqué de forma gráfica y sencilla, pero la paciente rehuyó mi mirada. Los nervios, la necesidad de acabar con la cura y, al mismo tiempo, el ansia de sincerarse, consiguieron que sus labios y sus hombros temblasen.

—Me avergüenza tanto—musitó. Mi marido es asesor laboral en una empresa multinacional, y yo soy subdirectora de ventas de la misma compañía —explicó muy despacio. Los dos somos mayorcitos, pero ya no hay un solo día en que nuestra cena no sea mi paliza. Miró por la ventana, como buscando compasión entre sus recuerdos. Unas veces porque es sábado y él toma unas copas de más, otras porque es lunes y está estresado, y siempre es porque yo le contesto mal, según me explica a voces.

—Tiene que parar todo eso de inmediato— le aconsejé. Hoy, por ejemplo, que es miércoles. El maquillaje ya no oculta las marcas tan violáceas. No podrá trabajar mañana—le indiqué seria.

—Me echarán del trabajo. Él tiene todo el apoyo legal Hizo una pausa larga. Antes que entre por la puerta de casa, el pánico ya me hace vomitar cada tarde—concluyó.

Medité sobre ese temor a perder el empleo. Debería importarle más sentirse agredida y no disponer de seguridad en su hogar, pero cada cual se enreda en las algas del mar como le dejan. Una mujer, aparentemente tan preparada, en inmejorable posición laboral, no tendría que contestar con desatinos. No debería confirmar con frases un horror diario. Pero yo no podía asegurarle ningún éxito, porque en la vida no hay garantías de nada, y efectivamente, son sólo las víctimas quienes suelen tener que modificar sus hábitos y costumbres. Las que salen corriendo, no los delincuentes.

—En el peor de los casos, aún perdido el empleo, que es demasiado aventurar, usted podrá encontrar otro equivalente y cenar tranquila todos los días—  conseguí añadir.

—Es difícil de comprender, lo sé. Pero quiero a mi marido y espero que las cosas cambien. Tal vez si tuviéramos un hijo, rectificaría, y él no me tendría en el punto de mira. No se obsesionaría conmigo.

Yo no esperaba ninguna confesión, sin embargo acababa de oírla entera. Me parecía increíble que la subdirectora de una multinacional manejara el mismo argumento que la más conservadora de las monjas. La apuesta clásica por el amor transformador. Debería no insistir más. ¿Para qué molestarme? Lástima de desinfectantes y de curas, las cuales sólo serían el anticipo de otras heridas posteriores, que sin remedio se producirían. Ella no era mi hermana, así que no podía sacudirla por los hombros hasta que entendiera la verdad: sencillamente, no podía dar ninguna oportunidad más a su maltratador.

No tenía más tiempo, porque el siguiente paciente esperaba fuera, y no es ético para una enfermera sentir el dolor ajeno como absolutamente propio, ya que no está en la consulta para compadecerse, sino para curar. No puede asumir como suyo el sufrimiento de los demás, hasta el punto de que dificulte o empañe su trabajo.

—Clara, ayer se acabaron los perdones. No puede luchar contra esta situación, usted lo sabe. Vaya a denunciar, corte con su marido. Demuestre quien es más valiente— expliqué con la mayor calma y convicción que encontré, como si la vida me fuera en ello.

Ella volvió a colocarse las gafas negras sin responderme. Es proverbial mi escaso poder de convicción. Contemplé cómo salía de la sala de consulta, adoptando un paso seguro y firme. Pura mentira. Las palizas se sucederían y nadie pondría coto a semejante desmán. De los diversos casos de violencia contemplada, éste me impresionaba como ninguno. Tener en  casa y en el trabajo el mismo purgatorio debía representar  amargo destino. 

En el trajín de las rutinas, alguna vez esperé que Clara apareciese con nuevas heridas. En absoluto confiaba en que ella hubiera tenido el coraje de enderezar la situación. No pintaba fácil y su marido era asesor legal, para perfilar aún más el disparate. Ella había mencionado que la echarían del trabajo. Curiosa, extraña consideración, y aciaga. Seguro que no le había resultado fácil llegar al puesto de subdirectora de departamento.

No volví a verla en el supermercado ni el centro de salud ni en la calle.

Pude mirarla meses después, envuelta en papel de plata, sobre una camilla, muerta, en la televisión. La locutora narraba de forma escueta que el agresor, presuntamente su esposo, se había saltado la orden de alejamiento, y la había apuñalado en el portal de su vivienda esa tarde. Me quedé paralizada escuchando su nombre y apellido, mirando la entrada del edificio conocido, tan próximo al mío.

Asesinada. Y había denunciado a su esposo. Lo había hecho, me grité con ojos desgarrados. Incluso había tenido lugar su juicio y se había condenado al maltratador a un discreto alejamiento de la casa familiar.

Para morir igualmente. Asesinada por denunciar.

Estuve conmocionada un día, una noche, un mes. Las cosas que van mal, acaban yendo a peor.

¿Cómo no considerarme culpable, en cierta forma, de haberle aconsejado denunciar sin elaborar una estrategia posterior? ¿Cómo no dudar de las verdades eternas y hasta del pensamiento racional? ¡Qué fracaso tuve con Clara! ¡Qué manera de llevarla al matadero!

Los recuerdos de su entrada en mi cuarto de trabajo me asaltan y devoran. ¿Cómo fue que me hizo caso después de todo? La dejamos sola. Yo por profesionalidad, y el mundo entero por mimetismo. Bastante hizo la Providencia con darle valor y reaños. El valor para acelerar su muerte. Reaños para enfrentarse a un destino implacable. He perdido el criterio subjetivo con su asesinato. Trabajando, me atengo a las normas, para no desviarme ni perder la cordura en el intento. Soy una autómata en una sociedad injusta. La impotencia me revuelve en las horas bajas, porque ni siquiera el llanto me calma. Mil veces que la atendiera, mil veces tendría que decirle que no era admisible un solo golpe más.

Cuando entro a trabajar, no espero que el día sea fácil. Los hay tan complicados... Sino que mi cabeza y mis ojos detecten el sufrimiento ajeno y tengan sensibilidad y agallas suficientes para templarlo.

Hace una hora he sufrido un contratiempo. Algo lógico, completamente normal. Hará unos cinco días que enterraron a Clara y mientras tanto, he colocado cientos de apósitos, inyectado decenas de vacunas y pesado muchos bebés. En cualquier momento podía entrar otra mujer maltratada y ha sido esta tarde, sobre las siete. Ha pasado a la consulta con andar trémulo.


Pelo corto, con flequillo desfilado. Tatuajes en los brazos, piercings en las orejas y gafas muy oscuras. No me ha saludado. Se ha sentado frente a mí y al descubrirse los ojos, los he encontrado hundidos, increíblemente tristes para una chiquilla de su edad. Se había curado ella en casa las heridas de los brazos, pero no había podido vendarse las de los riñones. Me ha dicho escuetamente que se había caído por las escaleras. Conforme he ido desinfectado todas las zonas tumefactas, he ido descubriendo nuevos puntos lacerados. 


El monje

“Nunca mejora su estado quien muda solamente de lugar y no de vida y de costumbres.”

Francisco de Quevedo

Llamaba a maitines. Las lilas perfumaban el amanecer de marzo, húmedo y trufado de rocío. Fray Guillermo tocó la oxidada campana para despertar a los hermanos, mortificado por la ligera tardanza con que se había despertado esa dorada mañana. Observó las obras del castillo próximo desde su privilegiada atalaya del campanario. En el momento en que el año anterior, mil quinientos diecisiete, el príncipe heredero y regente, Carlos, hubo pasado por Laguna de Duero, toda la ciudad y el entorno del fraile se habían trastocado. Al futuro monarca, heredero también del trono del Sacro Imperio Romano Germánico, le había entusiasmado la villa cuando se dirigía a Tordesillas a visitar a su madre, tras doce primaveras sin verse.

Carlos llegaba a la península por primera vez, sin comprender la lengua, entrando por Asturias, con la pretensión de llamarse y ser reconocido rey, lo que era demasiado pedir en un primer momento, sabiendo que necesitaba la imposible aquiescencia de su madre. Ésta, la reina Juana de Castilla, era viuda, y vivía encerrada, postergada primero por su padre y luego por su hijo, siempre por su marido Felipe, buen mozo donde los hubiera, deportista y poco proclive a despachar temas de gobierno.

El joven príncipe, prendado del lugar, había mandado erigir un palacio cerca del convento, como residencia real en posibles visitas futuras, y desde ese instante, una locura de caballeros con espada al cinto y capas de damasco, sirvientes, militares y algunas damas nobles vestidas con corpiños de muselina fruncida, se habían enseñoreado del pueblo.

Las vidrieras coloreadas de la capilla, escenificando las catorce estaciones del Vía Crucis, saludaron cual si fueran gemas la aparición del astro rey entre los valles brumosos. La luz se abría paso entre la neblina y las hojas de los pinos, descomponiéndose en una gama de violetas y rojos, que competía con los vidrios artísticamente pintados. Todo en la vida y en el monasterio de fray Guillermo Hernández Tierra estaba amenazando con venirse abajo como un barco bajo el temporal, aunque él siguiera cumpliendo con estricto rigor la Regla franciscana. Aunque él continuara sometiéndose por completo a la obediencia a su prior, limpiando los pasillos y las letrinas, convocando a los hermanos al rezo del rosario y a las oraciones de san Damián, tres veces por día.

Guillermo había aprendido a leer a instancias de su padre, capitán castellano al servicio eterno de la, primero princesa y luego reina Isabel. Éste había sido, y aún era, un farol errante por los reinos hispanos, en lucha contra los moros hasta la completa expulsión de los mismos, de los territorios castellanos, a finales del siglo anterior. Guillermo era el menor de dos hermanos. Le correspondía como segundón acogerse a la vida monástica, que lo llenaba absolutamente.

El primogénito, Hipólito, siempre enfermo y siempre pusilánime, heredaría las propiedades del padre, a la muerte de éste. A menudo, en tiempos, el conde reunía a sus dos vástagos, y al calor de la chimenea llenaba un vaso de vino de la ribera del río, vaciándolo entre historia e historia, acompañado de pastelillos de conejo. Mientras, los chicos perseguían con devoción la estela brillante de su voz, que evocaba asaltos a fortalezas, acampadas junto a los arroyos, noches bajo la luna helada y triunfos militares sin par, acompañados de cuantioso botín. Su padre, Hilario, amaba a Castilla y a sus gentes con un fervor extraño para los tiempos que corrían. Tanto o más como había jurado lealtad absoluta a la secuestrada reina, a su corona y a su descendencia. Hipólito apenas compartía semejante y desmesurada pasión por paisajes, corte y paisanajes. Viajaba poco, atraído mucho más por los placeres mundanos y cercanos, que por los anhelos de libertad o justicia para con su patria.

Guillermo reflexionaba entre rezos, barriendo o traduciendo del latín, del griego y del árabe viejos códices, traídos, al monasterio de Laguna, desde lejanas tierras de Francia e Italia por otros monjes de la orden. Llevaba días nuestro monje pensando en su antepasado templario, que había viajado a Los Santos Lugares dos siglos atrás, por encargo de sus superiores, y tras unos años gloriosos en Jerusalén se había exiliado en Portugal, al abolir el papa Clemente V la orden del Temple. Duras tareas las que el caprichoso destino deparaba a los hombres. Tal vez hubiera sido grandioso ser templario: otear el horizonte buscando a Dios en el fragor de la batalla. Más glorioso, sin duda, que defenderlo o ensalzarlo con rezos y plegarias, descalzo, austero, mordido por los sabañones, acurrucado entre las gélidas paredes de su celda, pero no menos santificante.

Se preguntaba dónde morarían la mayor perfección y felicidad. Quizás también fuera loable predicar la Verdad en el Nuevo Mundo recién descubierto, embarcándose con la soldadesca en un viaje apocalíptico, de meses, a Las Indias, donde vivían tantos infieles ajenos a La Luz.

Tras abandonar el campanario, Guillermo acudió al refectorio, tropezándose, para su absoluto desasosiego, con la nueva cocinera, la muchacha ayudante del ama que se ocupaba de la colación y refrigerios de los hermanos: comúnmente sopa de nabos y miel sobre rebanadas de hogaza de pan. La moza trabajaba como camarera de las damas de la corte, que con regularidad venían a revisar las obras del castillo en construcción. Era huérfana desde su nacimiento, y había crecido entre las monjas clarisas de Tordesillas aprendiendo el arte de guisar. Mientras esperaba la llegada de las regias señoras, la joven había decidido emplearse y tratar de sobrevivir.

Sabía leer, según había descubierto Guillermo, viendo cómo comprendía el texto que él copiaba en el recado de escribir, y desde luego cocinar primorosamente, elaborando caldos sabrosos con cualquier hierba del campo y huesos de jamón. Nadie se acercaba al área de trabajo de los hermanos, sólo lo hacía el ama, pero la joven ayudante de guisandera escapaba a la misa y a los rezos de los frailes. Se llamaba Ruth y él estaba seguro de que a el lo perseguía y espiaba, como una diablilla, acechándolo por todas las estancias. Si no, no se la encontraría en la despensa, en el confesionario, en la puerta que daba al huerto al ir a recoger lechugas, en el horno, en el lavadero, o escuchando misa tras la reja de clausura junto al retablo, bajo la cúpula de la capilla. Como el día aquel en que la vio esperarlo en el campanario y le entregó a él la cuerda en silencio, con una sonrisa torcida en la comisura del labio.

Esa cocinerita cruzaba todos los límites de la vida monástica con su mutismo penitente.¿ A quien quejarse de ella?. Era la criada de una prima de Carlos, el príncipe extranjero, el Habsburgo de mandíbula prominente, a quien Guillermo había visto de soslayo cuando Su Majestad quiso saludar a los monjes el año anterior, a base de cuatro palabras mal pronunciadas, con acento teutónico.

Hipólito y su padre renegaron de tal dinastía cuando visitaron a Guillermo en la fiesta de la Asunción. Abiertamente. Para la comarca entera, por no decir para los habitantes de todas las tierras de la vieja piel de toro, la reina vivía y hablaba castellano. Había viajado de Burgos a Granada diez años antes con el cadáver de su marido germánico, cónyuge que no había hecho nada por ayudarla a reinar.

Ahora tampoco su hijo, criado en las lejanas tierras del centro de Europa, parecía querer apoyarla, aún peor, usurpaba sus funciones, se decía, amparado por el consejo de Cisneros, el sangriento cardenal a quien nuestro fraile había conocido días después de la marcha de Carlos.

El prelado llegó a Laguna de Duero ordenando cambiar los turnos de trabajo de los peones, las compras de material de construcción y hasta el horario de rezos del convento, para atender las necesidades de su séquito. Una comitiva hostil, llamada Tribunal del Santo Oficio, como si fuera la de un cuervo avezado en duelos y escenas de muerte, fue la suya. Guillermo abominaba de los sacerdotes inquisidores como aquél, que estaban empezando a quemar a los supuestos herejes en infiernos terrenales, olvidando asistir a los humildes.

Nuestro monje recuerda también cómo Hipólito habló con voz débil en su visita al claustro en el mayo anterior. Delgado y pálido, confesaba riendo y atragantándose, entregarse a placeres prohibidos, que no convenían a su maltrecha salud.

La comarca entera, desde los valles hasta la montaña, estaba sobresaltada con la edificación del castillo, y además, por ende, las cosechas no habían sido buenas esa temporada. Demasiadas algaradas importunaban la albriciada pero tranquila vida de campesinos y hombres religiosos. Hasta las labores del campo se habían visto aparcadas por las urgencias de la edificación del castillo, auspiciada por el monarca. En mala hora éste acertó con el lugar. Se santiguó otra vez Guillermo.

En las últimas semanas, nuevos sentimientos se adueñaban de su corazón y retorcían sin piedad sus profundas convicciones sobre la fe, la fidelidad a los juramentos y la inmutabilidad del pensamiento: uno, claro e inmutable a lo largo de los siglos. Nada era verdad.

Todo se revelaba como efímero o equívoco. Él ya no obedecía a su director de priorato con la lealtad del monje auténtico, fiado de Dios, falto de pensamiento personal. Discurría por sí mismo. Lo sabía. Reflexionaba sobre temas atroces y dudaba de su fe. Recelaba del buen hacer del príncipe Carlos, por mucho que fuera a ser rey por voluntad divina. Se acusaba de faltar a sus propios votos, y hasta ambicionaba gobernar la casa de su padre, venida a menos por la dejadez de Hipólito, y su postración casi continua en cama.

Se sentía por todo ello tan mal, que las noches las pasaba en una agitación exagerada de arrepentimiento y propósito absoluto de enmienda. Había estado hablando con Ruth la víspera. Ella disponía los vajillos y platos sobre las mesas, mientras él preparaba el párrafo de los Hechos de Los Apóstoles, que un hermano lego leería a los callados comensales durante la frugal colación.

Guillermo no había hablado apenas con ninguna mujer desde que había profesado. Acaso con el ama de la cocina para lo más imprescindible: anotar los sacos de harina recibidos del molino, llevar al lagar la uva recogida dentro de las tapias conventuales, pagar al herrero las azadas y cuchillos comprados, o disponer de celdas para los emisarios reales cuando éstos llegaban a revisar las obras del castillo. Por eso le alteraba Ruth, por no encontrar referencias para abordarla.

Los monjes cultivaban el huerto antes de comer y el padre prior, aquella mañana, semanas atrás, había recibido una visita en la sacristía. Ruth no era una cocinera corriente. Parecía educada como una joven dama de padres castellano viejos. Era en realidad hija de hidalgos, le confesó un día de improviso mientras él cavaba surcos, y ella seleccionaba cebollas, arrancándolas de cuajo. Huérfana, había permanecido en su monasterio hasta hacía pocos meses, del que un edicto de la corte la había sacado para convertirla en criada del séquito de damas aristócratas. Comitiva renacida con la llegada al reino de León, Castilla, Aragón, Indias et cetera del monarca de dinastía austríaca, empeñado en hacerse llamar rey, pues quería ser emperador aún cuando su madre vivía y había sido coronada.

La joven le había hablado sin rodeos a Guillermo de su preferencia por Fernando, hermano menor de Carlos, como titular del trono. Se trataba de un infante criado en España, al amparo de su abuelo Fernando el Católico, conocedor del idioma y las costumbres de la península, y a quien Las Cortes respetaban y señalaban como heredero. También la ayudante de cocina le había comentado su preferencia por ciertos nobles rebeldes a Karl, llamados comuneros, y amantes de las costumbres más genuinamente ibéricas. Estaban preocupados por la sucesión y el derroche del emperador.

La muchacha que lo perturbaba había aparecido como por ensalmo, había traducido directamente del latín la frase que él había señalado sobre el códice para copiar, aplicando luego el secante, y había caminado sin cofia por el monasterio, como siempre. Guillermo estaba aterrorizado ante las ideas y comportamiento de semejante torbellino. Alababa los postres de calabaza, mantequilla y pasas que la doncella horneaba, aduciendo ella sin rubor que eran recetas moriscas, y sabía que se ganaba su jornal con creces, especialmente por la limpieza con que presentaba platos y cucharas, y por el afán con que atacaba la grasa de las cazuelas. Pero sus palabras sobre el príncipe Fernando, aún más, su audacia al comentar las inquietudes de ciertos nobles de Salamanca, de Toledo y de Segovia, en abierta confrontación con el obstinado y poderoso soberano Carlos, le escandalizaban.

Esos condes estaban en el punto de mira de Cisneros, lo había escuchado cuando el cardenal y su caterva de fámulos se alojó en celdas contiguas a la suya. Resultaban demasiado peligrosos para el poder de un Habsburgo, en su protesta ante los impuestos.

El pastor, un chiquillo flaco y ágil, cruzó el patio para sacar a pastar las cabras y las ovejas del monasterio. El monje envidió su agilidad de piernas y su candor, debidos a la ausencia de malicia de la niñez. Aquel chiquillo conduciría su rebaño a los valles próximos y le permitiría trotar a sus anchas. Le dejaría pacer en la soledad de los prados, teñidos de amapolas y margaritas, en un silencio sólo roto por los balidos, los cencerros y el canto de la tórtola.

Pastor hubiera preferido ser él, una criatura como tantas, para cumplir las normas de su orden franciscana a la perfección: entrega total a los pobres, identificación con cada elemento de la Naturaleza, hecha a Su Semejanza, y amor a los desposeídos, a los enfermos, a los olvidados de la Tierra. Guillermo no deseaba ser el ayudante del padre director, como éste le había mencionado recientemente, sino un hermano cualquiera, un simple copista entregado a la oración, ajeno a murmuraciones e intrigas cortesanas. Había jurado e incluso renovado sus votos. Jamás le había costado abrazar la pobreza, a pesar de que en el castillo de su padre nunca faltaban manduca ni buenos caballos para recorrer la heredad. Obedecía a su superior sin el menor problema, y en cuanto a su tercer voto…

Había contado con ropas elegantes toda su infancia, e incluso con servidores que le preparaban la capa y las botas al despertar. Su madre había muerto de parto cuando él nació, de manera que apenas sentía su falta, como no fuera una leve y persistente inquietud cuando los otros chicos con los que jugaba, criados todos, eran llamados a cenar por sus respectivas progenitoras, que les reñían por la suciedad de sus manos y caras, tras ascender y descender por las tapias de la fortaleza.

Una madre, una mujer. Ruth. Nunca había necesitado a ninguna, porque los designios divinos lo habían llevado a afrontar un camino solitario donde su familia estaba constituida por los hermanos en religión. Su obligación primordial consistía en atender a los míseros caminantes, olvidados de la fortuna, que pedían una escudilla de sopa boba y un lecho de paja en la puerta de la iglesia conventual. No había deseado vislumbrar la angustia de su padre en la última visita al claustro, mirando a Hipólito con desesperación.

Rogaría a Dios que prolongase la vida de éste, pero dudaba, todos lo hacían, de que pudiera casarse y engendrar un heredero digno de su casa y sus blasones. Había visto el exceso más absoluto en el hablar, comer y beber de su hermano, y también llevarse las manos al pecho y ahogarse en toses y esputos. Hipólito se había reconocido servidor acérrimo de Carlos y había mirado con lascivia a Ruth, cuando ésta trajo una jarra de vino, otra de lúpulo fermentado, y una fuente de nueces a la sala capitular, donde se había reunido el conde con sus dos hijos, ambos tan asombrosamente distintos.

Nuestro monje vio entrar al comendador con dos guardias reclamando al padre prior, el cual exigió que Guillermo estuviera presente en el encuentro con la autoridad. El regidor estaba excitado y atemorizado por los nobles de la zona. Siempre tan gallardamente independientes y recelosos del poder del monarca habían sido los condes de León. Desconfiaban, según el comendador, de las atenciones que el rey, emperador, o lo que fuera, estaba concediendo a la villa, mandando construir un castillo para su solaz. ¿Cómo podía haber encargado semejante tarea, si ya no había oro en la corte, si el pueblo se moría de hambre, atormentado por las malas cosechas y los diezmos, si la conquista de Las Indias estaba resultando una empresa derrochadora de vidas y maravedíes.? Las Cortes no podían obedecer impunemente los dictados del rey flamenco, aunque él se empeñara en reconocerse también monarca castellano. Ya bastante había soportado el pueblo las extravagancias y desidia de su padre Felipe, el Hermoso, como habían dado las gentes en llamarlo, desinteresado de gobernar, sólo atraído por los bailes, la caza, las faldas y el juego de pelota.

Pero el regidor de Laguna había jurado responder de las obras del castillo con su vida, las cuales además estaban dando empleo, cierta riqueza y auge al mercado de la ciudad, ampliando en la plaza mayor los puestos de cerámica y telas de Holanda y Arabia. También los tenderetes con queso de oveja y repujados de cuero. La edificación había conllevado numerosos empleos en la zona y mejores alimentos que ofrecer a los caballeros de paso y sus asistentes, siempre cargados de hierro, caballos y arreos. A cualquier hora hambrientos de lechazo de la región.

Ruth soltó la damajuana llena de vino rojo y oloroso con un movimiento brusco, y Guillermo adivinó su mirada inquisitiva. Esa muchacha era un peligro latente para la estabilidad del mundo. Llevaba un vestido claro, sencillo, de botones y tiras bordadas, además de una cadena de plata, portando una medalla, al cuello. El monje no acertaba a definir si la alhaja y el vestido demostraban ostentación. No tenía idea ninguna sobre el proceder de las mujeres.

Detestaba la sutil enseñanza de la Biblia y La Iglesia sobre la perversidad de Eva y María Magdalena, contraponiéndolas a la pureza de María. Para un monje franciscano una mujer era una criatura de Dios, una hermana, una parte del Hermoso Universo de Nuestro Salvador.

Al punto, la chiquilla lo llamó cuando él cruzó el umbral hacia la despensa. Se sorprendió Guillermo, pero el prior, importunado, le indicó que atendiera a la molesta cocinera y cerrara la puerta. Ruth, a hurtadillas, aunque con voz firme, le exigió entonces, descaradamente, que definiera su posición a favor de Carlos o a favor de los aristócratas rebeldes. Aseguró ella que resultaba apremiante decantarse por el rey o por los comuneros, ante ofensivas inminentes. Luego lo besó en la barbilla y esperó sus palabras.

El fraile sintió que el convento se derrumbaba, como sus defensas interiores. La boca le quemaba y a la vez sentía ansia de hablar y actuar por sí mismo.

El miedo y el frenesí llegaban acuchillando. Ruth le exigía comentar en voz alta lo que él casi era incapaz de confesarse a sí mismo. La miró de hito en hito. Y el silencio se hizo notar en las venas de ambos. Debería ser valiente al menos por una vez. Era obligatorio expresar su opinión, al margen de la conveniencia del convento.

Lo dijo: prefería a unos sobre otros. Sonrió la muchacha de mirada profunda, y al punto él la conminó a guardar estricto silencio y a hacerle partícipe de sus convicciones a favor de los Comuneros. En contra de Hipólito, que era el heredero. En contra de la historia de la orden, sumisa donde las hubiera. Ruth le tomó las manos y las apretó, destilando gratitud. El tiempo pasaba y hacían falta brazos para la rebelión. Guillermo sudó, pero ya no se sintió tan perdido. El mundo seglar con todos sus peligros lo estaba convocando. Sintió una oleada de valor entrando por el aire. Esa joven cocinera había desencadenado en él un torbellino de nuevas y peligrosas ansias.

Que Francisco de Asís quisiera ayudarlo.


En la fila del comedor

Huele a huevos fritos por toda la calle y eso alegra más que un día soleado. Desde primera hora, hay personas haciendo esta cola, y muchas mañanas hiela. Cuando tienes hambre, también sientes frío, y es complicado sonreír, razonar y hablar. Hace años, cuando era joven, mucho antes de llegar a España, no pensaba jamás  que tuviera que mendigar alguna vez. Pero la vida se complica  y hoy tengo que ponerme en fila y contestar la encuesta que la secretaria te indica, para  tener derecho a la tarjeta que me permita comer, dormir, conseguir algo de ropa, y quizá trabajar.

No me preguntes cómo se sobrevive en una gran ciudad, simplemente lo intentas. Te levantas y revisas tus cartones, tus papeles, tu cuerpo. No te fías de nadie y a la vez duermes en medio de todos. El mundo es una escuela donde nunca querrías quedarte a aprender.

Yo tuve mis sueños y mi infancia hace muchos años. Fui al colegio varias semanas y una profesora me enseñó  algunas letras. Pero los huérfanos aprendemos a vivir mirando a nuestro alrededor cómo se vive en familia, no nos lo  enseñan directamente. Hay personas que nos regalan  un abrigo, nos compran un helado, y nos peinan aprisa.  Vives en casa de tus tías y te pasas las mañanas haciendo recados y dando patadas a las latas de la basura.

Cuando eres un niño jugar te ayuda a relacionarte, a olvidar, a pasar el rato. Toda la calle es tuya. Recorres la ciudad y haces favores a éste y aquel. Tú no vas al colegio como los compañeros a los que lleva su madre. Mejor para ti. Todo el tiempo del mundo es tu tiempo. Solamente la lluvia te hace escapar de la acera.

No se sabe cómo, te vas haciendo mayor y miras con ansia los restaurantes, los supermercados, las tiendas de ropa. Encuentras pandillas, hombres solos, mujeres…Algunos te hablan de prosperar, de cobrar, de conocer otros mundos. Te cuentan de España como de un lugar donde se puede trabajar y cambiar de destino. Tú necesitas  dinero y sabes hacer de todo para sobrevivir. Lo meditas. Hay mil cosas buenas y malas que precisas. No aciertas a distinguir qué es lo mejor ni lo menos correcto. Sólo sabes lo que está permitido y castigado. Te decides a  viajar a este  país.

Las ciudades de España son tan difíciles de recorrer como las de tu tierra y nadie te regala nada. Hubo épocas, sin embargo, en que trabajabas en la construcción, en las carreteras, en cualquier almacén de un polígono industrial. Te daban propinas en este sitio  y en el otro.

Hace tiempo yo trabajaba y alternaba con los  compañeros. Cenábamos una botella de vino y varias cervezas. Éramos jóvenes y apostábamos quién aguantaba más bebiendo sin caer al suelo. Después los meses se enredaron en una maraña de empleo, paro y alcohol, que me llevaron a la desidia y a la miseria. Apenas quería levantarme ningún día.

Todos los países son malos para los pobres. Los demás, los que ganan dinero, te engañan, si pueden, te prueban, te juzgan. Nunca te cuentan la verdad. Apenas puedes fiarte de nadie y tú quisieras,  tal vez, poder hacerlo, pero los amigos van y vienen. Por muy listo que seas, ellos también lo son, y tú estás solo. Estás muy solo cuando vas a urgencias porque te has roto el brazo y, cuando te dan el alta, no tienes a nadie que te abra la puerta ni pase contigo las horas cuidándote o ayudando a recuperarte. Estás sólo también cuando llega el domingo o cuando te quedan dos céntimos en el bolsillo.

Un día pidiendo a la puerta de una iglesia, una mujer me habló de este lugar y yo no quise venir. Me gusta la libertad, el aire, los tesoros de la  basura, y no las normas ni los horarios. Pero en mi esquina de cartones el frío de la mañana  me despierta siempre. Me cala los huesos y muchas veces también los pulmones.

Por la tarde me armé de valor y probé a venir al comedor, donde recalan tantos colegas. Unos y otros nos salvamos de la soledad y huimos a la vez de la miseria cuando comemos dos platos y un postre. En esta fila nos contamos las penas, las oportunidades, los cotilleos.

Vengo a esta cola también para  hablar, para ver a otra gente. Para sentarme en una silla, a una mesa bien servida y comer con servilleta. Para ducharme y vestirme con bonitos pantalones, con cazadoras usadas, de marca. Me gusta observar. En esta fila ayudo a otros, comparto, sueño, invento otro mundo, toco una realidad mejor que mi esquina, más humana y digna.

Esta ciudad es un lago donde todos queremos pescar, y yo no tengo nada en contra de eso. Hace mucho que acepto que hay que compartir. La vida al aire libre en  cualquier esquina me cansa conforme pasan los años. Es cierto que la intemperie envejece y destroza, mi cara es la prueba, aunque haya momentos en que encuentras un alma que se preocupa por ti. Yo no juzgo a la gente que camina por la acera, ni a los que van en coche o hablan por televisión. Pero tampoco soporto que me juzguen a mí. No sé lo que piensan de nuestra miseria constante. Ignoro por qué se asustan cuando paso a su lado. Será que ellos huelen a rosas de forma natural, será que nacieron inteligentes para ganarse tres turnos de comida al día. Será que tienen suerte.

Me faltan muchas cosas  y no sé dónde encontrarlas: un trabajo que dure más de  quince días, una cama propia con sábanas y mantas. Un amigo, un hermano. En esta cola donde pasamos las horas  muertas también aprendes. Te preguntas y no tienes demasiadas respuestas. Tú sólo sabes ir y venir, pedir, soportar, dar la vuelta a la norma, esperar, aburrirte, soñar con la primavera tras un invierno helador.

Somos muchos y no hay tanto para repartir. También quisiera olvidar esta cola, montar en mi coche y entrar en mi casa. No dar explicaciones, saber qué ocurrirá mañana, tener la seguridad que poseen los que pasan de largo, la certeza que demuestran, la verdad que les rodea. Quisiera saber por qué no reparten la felicidad.

A veces la gente discute por nuestra causa. Ocurre en los bares, en la puerta de las iglesias, en los bancos del parque. Les molesta que entremos, que pidamos, que existamos. Nos cuentan historias sobre la caridad, sobre la justicia, sobre la crisis y la responsabilidad. Te dan la charla y se guardan la moneda, cuando sería tan sencillo preguntarnos, hablarnos, o simplemente pasar un día como lo pasamos nosotros: extendiendo la mano, esperando en la fila que llegue el momento en que abran el comedor, soñando con que llegue la hora de sentarnos a la mesa.

No sé por qué siento que, aunque lo parece, no soy menos que nadie, y que resisto la escasez mejor que muchos. Me duelen los desplantes aunque juego a que no me importen en absoluto. Me indignan las burlas. Me conmueve la solidaridad.

No creas que somos buena gente los que hacemos la fila. Somos tan malos o tan buenos como todo el mundo. No puedes descuidarte, pero a veces te sorprende la persona que te deja pasar, que te da un consejo, que te ofrece su chabola, que te indica dónde te pagan por descargar material pesado o fruta. Las mujeres se apañan casi mejor que los hombres sorteando la pobreza. La suerte  depende más de la inteligencia, de la disciplina, que de tu altura, tu inteligencia o tu nacionalidad.

Me gusta ser leal con las personas que me ayudan. Le sienta bien a mi cabeza y me deja dormir. Yo tengo buena salud pero no todo  el mundo resiste tanto. Conozco bien las ciudades. Hay enfermos penando y muriendo en la calle. Hay gente que tarda en enterarse de que todo el mundo tiene derecho a comer.

Cuanto más me relaciono, más puertas se  abren para mí. Yo creo que la vida es una oportunidad enorme para conocer gente y experiencias, pero la escasez te vuelve olvidadizo, torpe, cobarde, sumiso.  Cuando estás en la calle también tienes opinión, sentimientos, anhelos. Supongo que los que viven en su casa tienen todo esto que yo deseo para mí: un  sueño, una seguridad, una despensa, una palabra de otro amigo para animarme a vivir.

La cola avanza y la gente se anima. Hoy tendremos puré para comer. Y luego huevos fritos.  No hay nada mejor en este mundo que un plato de comida. Acaso un hogar donde te espere tu madre. Quizá una buena fogata una noche de invierno. Tal vez un salario de final de mes. Me siento otra persona con el estómago lleno, predispuesto a cambiar mi suerte, a afrontar circunstancias, a empezar  mañana a remontar, partiendo  de cero.   



La ventana

Los vehículos paran en los semáforos en un estallido de tonos rojos y blancos bajo el atardecer que vuelve, pleno de melancolía. He pasado la tarde hablando de exenciones fiscales, además de inversiones y subvenciones, así que mis ojos ansían la vista de la calle y la oscuridad.

Siento que el sueño me vence y que distintas sensaciones sobre el nacimiento y la muerte conmueven mis nervios. Recuerdo a los abuelos cantando villancicos conmigo en Navidad. Mis primos cambian de sitio los pastores del belén y transito con mi tío Miguel por caminos de arena que ahora se encuentran bajo la autovía de Burgos.

Todos los cristales de la granja multiplican sus reflejos en el último rayo del sol del oeste. No quiero recordar los entierros. Deseo que la vida me conceda esta nueva oportunidad que no he buscado ni merezco, pero me estremece el futuro de renuncias que adivino, el retraso a mi ambición profesional que deberé afrontar.

Me ha costado mucho mantener este empleo. Llegar a esta planta donde los ascensores abren sus puertas entre espejos y alfombras, con una suavidad increíble. Estoy acostumbrada a los juegos dialécticos, a trabajar sin descanso durante jornadas eternas sentada en una silla. No voy a abandonar mis hábitos sin dolerme con horror.

Me gusta comprar ropa exclusiva en las mejores tiendas. La pago a ciegas si me cae bien y si la tela es suave, excepcional, brillante. ¿Qué voy a adquirir cuando engorde de manera brutal y Álvaro  ni siquiera desee mirarme? Él es quien tiene la culpa de esta circunstancia. Con su sonrisa y su cuerpo, con sus palabras sobre la paz y la guerra, acerca del capitalismo galopante, sobre la amistad y el amor, acerca del sexo y la violencia, me ha trastocado las emociones.

Dice que me quiere. Pero soy yo quien no debe amarle, cuando hay hombres mayores que él que me vienen a medida. Están aquí en este edificio, seguro, en el club de deporte que visito los sábados, en cualquier red social, entre mis amigos….He ido a enamorarme jugando al escondite.

Supuse que no iba a caer en ninguna trampa establecida. Soy una redicha irresponsable. Pensaba que no iba a quemarme, porque para mí no está hecho el matrimonio, ni el noviazgo ni la pareja. Tampoco la lavadora, ni la cuna…

Sólo las provisiones, los gastos financieros. Calculo porcentajes de memoria y me hago una idea rápida de la solvencia de cada ratio, a fuerza de asociar riesgos a cifras. Nada más ver a este novio mío que ha entrado en mi vida como un ciclón que asola barreras, puentes y fosos, advertí que se me aceleraba el corazón. Que la sangre de mis venas se revolvía y helaba. Que el mundo entero se tambaleaba.

Pero me dije que no estaría mal jugar un rato con él a probar el paraíso en una boca nueva, que hablaba de prejuicios de conciencia y prefería pasear a entrar  en cualquier discoteca o local de moda, con rosas en las mesitas, guardarropa y cuentas de mareo.

A Álvaro le gustan el campo, la soledad, el silencio de la biblioteca, los espectáculos gratuitos, los mercadillos… Yo en el silencio calculo, examino balances y busco la contrapartida que me descuadra. El gusto por la falta de ruido debe ser lo único que tenemos en común .Eso y una pasión que hace temblar los cimientos del edificio con una fuerza que sale del fondo de la tierra como un volcán inmenso, siempre en erupción.

Fuimos a la fiesta de mi amiga Gracia el viernes y adiviné la sorpresa de los asistentes al vernos de la mano. ¿Qué importa una pareja con una diferencia de edad de quince años en un mundo diverso? Sirvieron un cocktail frío  de marisco y caviar con champagne y jerez a discreción.

Me gusta tanto trabajar que a veces detesto el tiempo de ocio donde hay que pasar las horas explicando banalidades al compañero de mesa. Los invitados hablaban de viajes por la ruta de la seda y por Sebastopol, de tratamientos de belleza en Marbella, de joyerías abiertas de madrugada. Tal vez no hice demasiado caso a mi comensal vecino, porque él no necesita a nadie para entablar conversación con cualquiera, sea hombre o mujer, pobre o rico, niño o anciano, y  varios conocidos estuvieron ocupados en invitarme a copas y pinchos de langosta en tartelitas.

He salido con algunos de ellos unas cuantas veces. Trabajo con hombres y creo entenderlos casi siempre. Me basta un golpe de vista para saber que les molesta mi suficiencia, mi perfume recargado, mi personalidad. Es dura la envidia entre hombres y mujeres. Triste la necesidad de poder que invade la atracción física y la tiñe de empalagoso tono fucsia, hasta el punto de que a veces no he sabido  si me gustan más las manos de algún colega que su facilidad para ordenar a cada miembro del equipo reanudar sus tareas pendientes. ¿Qué gen heredado transmite la necesidad y posibilidad de ser irresistible e inteligente a una persona y qué otro se lo prohíbe por mucho que lo intente?

Retazos de nubes aparecen  entre los edificios  y tejados de la Gran Vía, de los que adivino sus azoteas, decoradas con estatuas y relojes gigantes. Antes estudiaba  historia de las ciudades y me apasionaba el trazado de las calles, tan distinto y tan parecido de un continente a otro.

Las asignaturas de ese curso ponían el contrapunto al uso constante de la calculadora en mi cabeza, en combinación con los posibles recargos que impone la agencia tributaria por pago fuera de plazo.

El caso es que Álvaro no desentonó en la fiesta de Gracia. No necesitó excederse en la bebida para que le aceptaran. Posee un encanto natural que encandila,  que convence a Occidente en persona de que la inmoralidad es un delito. Quizá le siguen la corriente. Tal vez le ponen a prueba, pero me divierte contemplarlo. ¿Qué digo? Me maravilla comprobarlo cada vez que entramos o salimos.

A veces juego a evaluar qué pensarían mis padres y mis abuelos de Álvaro. Alcanzo a elucubrar si imaginaron un hombre similar para su niña, si es que alguna vez llegaron a pensar que semejante ciclón de criatura pudiera emparejarse. Estoy segura de que no.

Y sin embargo, aquí estoy, observando el vuelo de los vencejos sobre el granizo, que se amontonan describiendo círculos sobre la calle Orense, arrullando los veladores oscuros con sombrillas blancas,  y los bancos en los parques, donde los niños amontonan arena.

Oigo a lo lejos el arrullo de sus juegos y  disputas por un columpio ocupado y una pelota que escapa ¿Es también ese mi destino: pasar la tarde vigilando el murmullo de los bebés, arbitrando, con otras madres, el turno del tobogán y el reparto de cubos y palos entre la chiquillería?

Antes tendríamos que viajar a América, como teníamos previsto, leer los artículos de Álvaro en las ediciones digitales y marginales que le publican, pasear por El Retiro, como todas las parejas. Tal vez visitar el hipódromo, vivir juntos en mi casa o en la suya, con sus estrambóticos compañeros de piso, donde hay que cocinar por turnos y compartir el cuarto de baño.

Me aterra saber que quizá nos queda poco tiempo de novios. Quizá se asuste o hable de abortar, cosa que me aterroriza tanto como dar a luz. Va a decir que no está preparado para asumir esta responsabilidad que se nos viene encima, y que prefiere escabullirse y seguir leyendo libros. Que desea continuar sirviendo raciones en la cafetería de la calle Serrano, como hace de jueves a domingo, abriendo botellas de cerveza, cobrando, encargando raciones a la cocina.

En resumen, va a preferir la libertad a embarcarse conmigo en este alucinante recorrido del que no tenemos la menor idea. Ni un solo signo de instinto. Ni un triste manual.

Él aún tiene que salir, entrar, reírse mucho, divertirse con jovencitas, ganar dinero, ahorrarlo, perderlo y volverlo a ganar. Probar distintos partidos políticos, trabajar de voluntario, discutir sobre la idoneidad de los proyectos. Limpiar una y otra vez las mesas, fregar, traer los pedidos de los clientes. Celebrar con sus íntimos el final de la liga. Y hacerlo sin mí, a partir de ahora.

Estas lágrimas intrusas se cuelan en mi perspectiva de tiempo y territorio. No sé por qué estoy pensando tanto en el cementerio donde reposan los míos. Los fui dejando allí y apenas tengo tiempo de visitar esa tumba de granito que me llama cada vez que la contemplo.

Están solos y me hacen falta en esta lucha continua. Estamos separados y no puedo comprender por qué. Me anegan los recuerdos. La pluma estilográfica del abuelo, su máquina de escribir, los cigarrillos de papá, el ruido de mamá batiendo huevos….

Quisiera que mi hijo contestara a mis preguntas y me curara la soberbia, la impaciencia, la desazón que me invade cuando las cosas no salen a mi gusto.

Hace mucho tiempo que soñé con ser madre. Debía ser adolescente y salía de noche por Moncloa con mis amigas. Nos reíamos, nos fijábamos en todo y en todos. Hablábamos de ansias y desgracias.

Tantos conocidos que escapaban de nosotras, tantos que se quedaron en nuestras pestañas y nos ofrecieron sus puntos de vista, sus figuras perfectas. Tiempo de alegría y de proyectos en común, instintos sexuales y de maternidad mezclados. Espinillas en rostros de mujer.

Desde mi atalaya el mundo se divisa diminuto y lejano. Me divido entre la curiosidad de examinar la carita de esta criatura y la libertad que ahora disfruto. Son muchas las horas que derrocho revolviendo supuestos financieros, eligiendo vestidos, pintándome las uñas, telefoneando.

No hay sábado que no visite alguna galería comercial y luego cene con Álvaro en una terraza con vistas, si él libra, lo que no suele ocurrir. Me da mucha pereza contarle esta noticia que nos incumbe y une como ninguna. Me sobrepasa.

A ratos deseo un niño porque me consta que los hombres llevan una vida más fácil, más justa, más divertida  Y yo quiero que mi descendiente  sufra  en esta tierra lo menos posible. Que se ría, que sea libre, que acceda al privilegio.

En otras ocasiones abogo por una niña. La vida de las mujeres me parece más intensa, más conmovedora y variada. Aceptaré todo, sin embargo. Porque el regalo viene de camino. Nadie me pidió elección. No encargué el sexo ni el color de los ojos, tampoco  tendrá por qué aceptarme.

Se rebelará y huirá de mí cuando cumpla dieciocho. No le gustará la contabilidad. Será de izquierdas, como su padre. O tal vez artista como su abuelo y bisabuelo. No deseo que mi hija limpie escaleras como su abuela materna. Antes las fregaré yo para pagarle la carrera que elija, si me echan de este empleo que ayer consideraba tan seguro.

Los puestos de ejecutiva financiera me resultan incompatibles con los de madre sola. Soy consciente de que los niños enferman, crecen y tienen horarios fijos. Nada que ver con mis jornadas de sol a sol o de luna a luna.

Anoche soñé que moría de parto. Tan real fue la sensación como la de percibir esta brisa de primavera que oscurece la torre Picasso y la plaza solitaria. Las estrellas  anuncian el término de la jornada, en medio de un olor caliente a barbacoa. Yo moría y mi hijo vivía.

Creo que era una hija la que gritaba mientras yo volaba a un lugar desconocido al que no deseaba ir. La cara de la niña era mi cara. Estoy loca de remate  o los sueños nos vuelven del revés. Era un bebé con las facciones de Álvaro llamándome entre sollozos, pidiéndome que me quedara.

Que permaneciera a su lado arrullando sus noches, llevándolo al colegio, preparando sus papillas.

Le dije que hacía mucho tiempo que había olvidado cocinar y que me daba miedo parir, darle el pecho o que saliera solo de casa y cruzara la carretera.

Mi hija salvaje me contestó que iba aponerse mis joyas y mis trajes de chaqueta, si encontraba alguno que pudiera gustarle, y que iba a triunfar en la empresa privada, en la carrera de marketing y finanzas, la que yo abandoné para poder ver su crecimiento.

Soñé que moría y Álvaro se quedaba con esa pareja de niños, porque eran mellizos y tenían hambre a la vez. Chillaban y pedían a gritos que los sacaran de la cuna para ver el mundo: Nueva York, Pakistán, Dublín…

Ellos iban a inventar la vacuna contra el crecimiento,  y su padre aprendió a mantenerlos con un empleo de camarero a jornada completa. Me desperté de golpe y me sentí temblar.

Una mujer embarazada debe ser tan valiente como sus antecesoras de sangre. Si tiene dudas se las traga y resuelve, si le asustan sus sueños se levanta y se pone a enjuagar los platos de la cena, va a la oficina y repasa contratos. Toma tila y se asoma a la ventana para ver llegar la noche. Observa cómo el granizo se deshace entre las hojas.

Se traga los temores y alza la mirada.


Acelerando

De Málaga a Torremolinos la carretera baja cargada de vehículos. El sol tiñe de oro los densos bloques de viviendas, los centros comerciales que brotan a derecha e izquierda, y  los olmos y sauces de las veredas. Marta conduce su coche hacia la calle Larios, en Málaga, pensando en el asunto que la trae de cabeza  y que no le ha permitido conciliar el sueño. Le costó mucho conseguir el puesto de trabajo que encontró hace dos años. Experta en Office y con dominio de inglés solicitaban en la oferta ,y ella la persiguió con ahínco, alentada por un año largo de desempleo ,y otros muchos de dependienta en distintas tiendas de ropa, así como camarera en dos cafeterías. Jaime, su novio, vive como ella en Torremolinos, cerquita de La Nogalera, y trabaja en una  agencia de viajes en Fuengirola. Hace mucho tiempo que quieren casarse, pero las circunstancias no contribuyen a ello. Las expectativas laborales son nefastas, y ambos sostienen sus empleos con alfileres, dando gracias por no haberlos perdido ya. La costa del sol ofrece el lujo a manos llenas, pero no asegura el pan. Marta recuerda vagamente otro paisaje más natural en el horizonte de la carretera, reforzado por la opinión de sus padres, que caminaban  por esos parajes entre playas salvajes, según cuentan, arañándose los piés con conchas marinas , y encontrándose solamente algún que otro hotelito, de dos plantas,  frente al mar. Marta huye de la nostalgia y también del alarmismo.

Aún confía en que la autoridad no abandone a los ciudadanos a un futuro de cemento y contaminación. La autoridad cobra por ello, trabaja en ello, afirma. Jaime, y ella, como sus padres y los de él, viven del turismo. Los suyos regentan un bar en el casco antiguo de Torremolinos, en El Calvario, y los de Jaime elaboran comidas preparadas para los aviones que parten del  cercano aeropuerto provincial, ese donde aterrizan miles de turistas que se disputarán la costa del sol y del golf, apenas dejen sus maletas en cualquier hotel. Así que ella jamás despotricará contra los turistas que llegan a Andalucía a dejarse su dinero, pero quisiera tener cabeza para poner las cosas en su sitio y a la vez no abominar del sector que les da a todos de comer. En realidad, antes de la bomba que  le soltó Jaime ayer, cuando la llamó al móvil a la hora del descanso para desayunar, cada uno ya tenía sus mutuos problemas, sin contar el tema  laboral de marras:demasiado trabajo, muchos jefes y ningún estímulo. Ella entró a trabajar en esa multinacional como auxiliar administrativa, y se jubilará con la misma categoría, si no la despiden antes o después. Seguirá cobrando menos que los hombres administrativos que trabajan en los otros despachos, por definición. La empresa no promociona a las chicas. Los jefes viven más cómodos así, organizando una jerarquía trasnochada que  quiere ser moderna y europea, pero es tan antigua como la más rancia. Ellas hablan los idiomas con la casa matriz y los clientes adinerados de Gibraltar y Melilla. Ellas elaboran preciosos documentos presupuestarios de tablas dinámicas en Excel y largas bases de datos en Access, pero las reuniones y las exposiciones las realizan los hombres con los hombres, que son los que rivalizan y compiten, los que dialogan con los directores de las entidades bancarias, y quienes negocian los créditos en cada caso. Los que llevan el control de la empresa, en una palabra.

-Marta, tráeme, por favor, la documentación de Nordisky Planet, para evaluar el riesgo.

Ella se la lleva a Gonzalo, su jefe directo, a quien tutea y trata como amigo, para éso llegó la democracia. Gracias a las campañas de igualdad, Gonzalo no exige con voz encantadora el café que hace veinte años pediría a cualquier secretaria, pero no hay más avances feministas. Los informes que le pasa a Gonzalo, ella los elabora durante largas mañanas, consultando datos en el ordenador, que luego resume e imprime, en una presentación que raya en lo artístico, como le gusta hacerlas a su empresa, para que la realidad económica quede realzada por los gráficos y los efectos del ordenador. Su jefe se limita  a criticarlo por la estética o la excesiva profusión de colorido. Luego lo expone en  cualquier concurrida reunión. Y como es tan condenadamente  guapo y seductor, además de comercial, en media hora encandila al cliente y se lleva un dinero para él y para la empresa, que llena de medallas su historial. Es el juego de la vida, se dice a sí misma Marta, que vuelve cansada de trabajar y busca a Jaime en el bar de la avenida, donde él se reúne cada tarde con sus amigos de la infancia. Hablan, contemplan el fútbol que emita ese día el canal de turno, y cuentan chistes hasta las diez de la noche, hora en que se acuerdan de que en casa los espera la cena  que les han preparado sus madres, y de que tendrán que madrugar al día siguiente. Es a esa hora tardía cuando su novio  quiere  preguntar por las fatigas del día y los planes para el siguiente, con todos los  vecinos mirando por las ventanas abiertas. No tienen más refugio que la calle  o algún bar de copas los viernes. No pueden gastar más si quieren pagar el alquiler de ese piso soñado que Marta ha visto en Málaga, y que sigue siendo demasiado caro, aún sin amueblar. Ni hablar de comprar una casa en ninguna parte, como no sea un estudio sin vistas en la capital, o un exiguo apartamento de una habitación, levantado en una torre para extranjeros de pocos recursos o de ancianos con limitada pensión. De comprar  algo, sería  a reformar por completo, y eso a varios  años vista.

Jaime es religioso como un monje medieval, lo que no te encuentras ya. Colabora con distintas  asociaciones, sobre todo con una que ayuda a los emigrantes   llegados en patera a la costa, y con otra que intenta colocar, en el mundo del trabajo y en el de casas con cocina y baño, a indigentes  tirados por las calles. No es fácil salir con Jaime. Es complicado seguirle. No le dedica  tiempo a ella, aunque derrocha el poco que le queda, al terminar la jornada en la agencia de viajes, con sus amigos en el bar o trabajando de voluntario. Ayer le contó por teléfono ese asunto que la lleva a mal traer. Él cree tener pruebas de un caso claro de corrupción en  varias construcciones de la playa de La Carihuela.Algo demoledor y turbio, que huele a podrido desde lejos, y que Marta preferiría ignorar. Ella y Jaime no son jueces, no son policías, ni siquiera concejales o maestros. Bastante tienen con su vida y sus ahorros míseros. Pero el asunto es feo. Prostíbulos sin licencia, con inmigrantes rumanas trabajando para mafiosos sin escrúpulos. Jaime es un lince para conocer la mente humana, y adivinar los entresijos de los clientes que se sientan al otro lado de su mesa, pidiendo información sobre hoteles en la costa. Es como un cura confesando al personal a la fuerza. Es un fuera de serie, un concienciado de la necesidad de reciclar todo y cambiar de hábitos, antes de que avance el cambio climático con sus tentáculos pavorosos. Es un luchador contra sí mismo, ya que acumula proyectos como una olla exprés, y necesita una válvula de escape que los cocine y no los queme, o termine con él en la comisaría, después de explotar por exceso de presión. Ese chico necesita  un asistente personal, una secretaria que se decía antes, una criada que le siga los pasos, pero Marta no va a entrar en ese juego anticuado. Que aprenda Jaime a presentar un escrito en el ayuntamiento, que pierda el tiempo introduciendo denuncias en la comisaría. Que de una vez por todas ordene sus papeles y los clasifique por temas y por fechas, que no sólo se ordenen en su cabeza cuando él se toma unos minutos para hacerlo. Si  la manera caótica en que se expresa, se lanza a discurrir y actúa es la misma que emplea en casa con sus padres, y la misma también que empleará cuando se casen, Marta se ve destrozada por las dudas y el desconcierto sobre su futuro común. Ella no podrá, no querrá, no sabrá poner orden en  la vida ajena. Está convencida de que todos los novios, o casi todos, tienen relaciones sexuales con sus novias en este mundo nuestro. Menos ellos dos. Es un problema menos, se repite para creérselo. A ambos no les importa ni los altera. Viven entretenidos con la lucha de cada día: los paquetes de vacaciones que haya que vender en otoño a los mayores, en agosto a las familias, y a la gente pudiente los puentes de vacaciones. Y con los informes que reclama Gonzalo y que a Gonzalo le exige Ramón, el jefe del negocio en Málaga.

Marta da vueltas a todo, revolviendo sus pensamientos como con un tenedor, mientras conduce lentamente, encarando el aparcamiento de su empresa, donde sitúa  el coche entre dos columnas, con maestría y práctica. Un tema de corrupción en la construcción, aliñado con trabajadoras inmigrantes en situación de irregularidad laboral, recalentado con la figura del patrón mafioso y la terrible sombra de una mujer muerta ,que quiso salir del tinglado y se encontró con la navaja en el corazón. Jaime quiere que ella le ayude en la búsqueda de información y en la redacción del caso para denunciarlo. Está seguro de que en el hecho concurren varios delitos, porque no consta licencia de  edificación, ni el nombre de la empresa está inscrito en hacienda, ni ésta  cotiza por sus trabajadoras en la seguridad social. Y porque las noticias de la prensa local comentaron el caso de la mujer extranjera muerta y al día siguiente identificada, casi al mismo tiempo en que apareció el chivatazo de una nueva construcción ilegal en el municipio. La asociación con la que él colabora no quiere pringarse en el asunto, a pesar de que con la ayuda de unos y otros compañeros, las sospechas se han confirmado con largueza. Maldito sea el miedo de la gente, en especial el que circula por las calles y plazas de esta ciudad, amordazando la verdad con su ristra de cadenas, con su sonrisa de payaso criminal y sanguinario. La asociación no quiere denunciarlo y tiene que ser su novio , de forma particular, el que lo haga. Tenía que ser él el único que se atreviera, lo supiera y descubriera.

Resopla al llamar al ascensor desde el aparcamiento. No va a tener tiempo para nada en las próximas horas y  le hace mucha falta. Tendrá que clasificar sus ideas y entrar en Internet furtivamente, mientras comenta cualquier banalidad con sus compañeras. Las tres trabajan en una sala grande llena de ordenadores e impresoras, apelmazada entre archivos y estanterías, adornada con dos copias baratas de la primera época de Picasso, la que realmente le encanta a ella. Es una oficina funcional y aséptica, donde, sin embargo, las pasiones humanas se cuentan y se sienten como al amor de la lumbre.

En realidad, Marta no ha podido dormir no  sólo por el tema del prostíbulo ilegal, sino por el recuerdo  de su novio y ella en su coche ayer por la tarde. Jaime va a trabajar  a Fuengirola en el autobús que sale cada quince minutos de la estación de autobuses de Torremolinos. A veces, según cuenta, los días más soleados, realiza el trayecto a pie, cubriendo  a buen paso la distancia hasta su agencia, entreteniéndose en traducir los menús del día de los restaurantes de la playa, contando los turistas que desde primera hora, leen o duermen al sol y saludando a los camareros que ya colocan las mesas y las sillas en la terraza y riegan sus plantas entre la rocalla, soñando con un nuevo día de máximo público en sus establecimientos. Apenas viaja nunca en el coche de Marta. Ese vehículo tiene mucho peligro para los dos, y como lo saben, lo rehuyen. Pero ayer, sobre las cinco de la tarde, tal vez las cinco y media,  ella llegó de trabajar, le recogió en la agencia, como habían acordado , y en un santiamén estaban en las inmediaciones de la construcción ilegal, a donde estimaron que sería mejor no acercarse demasiado, y menos andando. Aprovecharon la última hora de luz en este otoño dorado, comportándose, para disimular la vigilancia, como una pareja de enamorados sólo interesados en sí mismos. Tomaron nota visual de la seguridad y avance de las obras del edificio, casi terminado. Contemplaron los accesos, las heladerías inmediatas, prácticamente contiguas al puerto deportivo, las tiendas del centro comercial anexo, y los hoteles cercanos .Un emplazamiento inmejorable, en una zona distinguida, nada de bloques de casas en mitad del desierto, nada de páramos despejados. La luz fue cayendo rápida sobre el mar, sumiendo las calles en brillantes puntos de luz, arrulladas por las olas cercanas. Permanecieron en el coche unos minutos, como para tener otra perspectiva de la construcción, esta vez de noche en día laborable. Y entonces la proximidad, la intimidad y la oscuridad se conjuraron para que comenzaran a besarse sin medida. Antes de que Marta presintiera el susto de Jaime, éste ya se había separado de ella y buscaba aire abriendo su ventanilla. Ella odiaba esos desprecios más que nada en el mundo, pero estaba casi acostumbrada. Abrió su propia ventanilla y puso en marcha el coche, llorando de rabia. Llegaron mudos frente al portal de Jaime. Marta se las ingenió para sonreír, comiéndose la humillación y las lágrimas .Qué facilidad la de él para cambiar de registro, sólo que le había escuchado antes los locos latidos del corazón , batiendo a ciento veinte pulsaciones por segundo , como el suyo, y había sentido su calor abrasador. Tal vez no era tan de piedra como aparentaba. Por piedad no se despidió de él en ese momento. Bajaron del coche los dos y caminaron a buen paso, comentando  sus impresiones sobre el bloque en construcción vislumbrado en la playa, un segundo antes de que sus sentidos hubiesen decidido jugar a provocarse. Esa pausa en el día de ayer, breve y mortífera, intercalada con el miedo y la pereza de busca datos sobre la propiedad y actividad de la empresa sospechosa, le están destrozando la mañana.

Su compañera Paula sale del despacho de  Gonzalo con ojos extraños y pasos inseguros. Se le caen las facturas al suelo y se sienta en la silla, desmadejada.

-Casi no puedo soportar que Carlos me engañe, pero que Gonzalo me chantajee es ya el colmo de la mala suerte, musita de forma entrecortada.

-Una nueva movida, supongo, susurra Marta recogiendo los papeles, intentando ordenarlos a ojo, por deformación profesional. Las broncas de Gonzalo a Paula son tan diarias como sus piropos. Es un provocador compulsivo, un acosador nato.

-Me subirá el sueldo si  voy a trabajar a la convención y acabamos juntos por las noches, estalla Paula muy bajito, incapaz de morderse la lengua, y vigilando a la vez la puerta cerrada del despacho y las persianillas bajadas a cal y canto. Gonzalo mantiene una relación de amor odio con Paula, que trasciende toda la oficina. Tan pronto se burla de su poca pericia profesional como alaba su perfume. Las tres  necesitan sus puestos de trabajo y  anhelan una subida de sueldo que su jefe se resiste a realizar, año tras año. No incrementando el salario a ninguna, no hay problemas internos, la empresa ahorra y ellas se esmeran para conseguir la subida anhelada al año siguiente. Gonzalo apela de continuo a la crisis económica para estirar el sacrificio otro año más, con su cara trascendente y bien afeitada, como si jamás sucumbiera a las bajas pasiones. El próximo fin de semana habrá reunión de comerciales de  zona en Marbella,  en un hotel de cinco estrellas de Puerto Banús, y Paula podía ir como apoyo del departamento de administración .A su marido incluso le vendría bien el día de descanso en la bronca continua con ella sobre la presunta infidelidad de él. Es más, estaría encantado de jugar a la tolerancia, invitando a su mujer a trabajar un fin de semana entero en un lujoso hotel, que haría perder el sentido a cualquiera. Bonita mañana disfrutamos, se dice Marta.

-Paula, no te preocupes, le comenta. Dame esos documentos y tu pen drive .Los revisaré. Qúedate tranquila cinco minutos.¿Para cuándo tiene que estar hecho este informe?

-Para antes de las diez, como siempre, y debo hacer estas cuatro llamadas también. Paula le pasa un papel con nombre y números de teléfono. Luego saca un café de la  máquina y se lo toma mirando al infinito. Gonzalo no saldrá durante un buen rato de su pecera. Ya conocen su estrategia .Una vez dadas las primeras órdenes matutinas, puesta nerviosa Paula y echado el cebo, espera su hora larga sin asomar la cara por el despacho de sus subordinadas. Paula, alguna vez, tendrá que deshacerse,sutilmente de Gonzalo  y su marido, piensa Marta. Sabrá como hacerlo, aunque baila en el filo del fracaso y  la locura real. Ha podido hacer las llamadas comerciales de Paula, consultar google y el registro de la propiedad, e incluso contabilizar las compras de los dos días anteriores, mientras rememora la entrada del prostíbulo de lujo que ha  visto de lejos ayer.

Al volver a casa, piensa,  hará la compra en Mercadona, ya que su madre  esta semana tiene turnos dobles en la fábrica. Eximirá a su padre de comprar al día siguiente, para que él pueda fregar y tender la ropa, puesto que quizá ella llegue tarde a casa hoy también. No lo tiene claro. Se debate diariamente entre salir con Jaime o ayudar a su familia con las tareas domésticas. Su padre es responsable como no ha visto a casi ningún otro padre serlo. Con lentitud pero con eficiencia, él pasa la aspiradora y mete todos los cacharros en el fregadero, repasándolos con abundante jabón, mucho mimo y agua caliente. No cocina demasiado bien, pero sabe salir del paso con bocadillos riquísimos y ensalada de lujo. Ojalá su novio resultara en casa tan eficiente. Es otro misterio sobre ese muchacho peleón. Marta está segura de que Jaime ni llamará ni querrá salir con ella hoy, angustiado por los remordimientos. Que siga con la dura penitencia.

Llama a los números que le ha escrito Paula, le comenta las respuestas y puntea los pedidos de papelería que han ido llegado desde las nueve. Luego contesta varias cartas y corrige e imprime el informe de Paula para Gonzalo. Ésta parece más serena  y va al baño a arreglarse la cara descompuesta. Entonces, contra todo pronóstico, Jaime la llama. No empieza con su tema último monográfico, el crimen en el edificio de la playa, sino con el que más hace sufrir a  los dos, sin embargo.

-Perdóname por el silencio de ayer, Marta. La desesperación me hace quedar en ridículo.

-No iremos más en coche, cariño, se apresura a contestar su boca. Cuando Jaime habla tan humilde, ella cambia el enfado por miel en un instante, sin casi advertirlo. Está perdida
con su novio. Lo sabe de siempre. Los razonamientos que se hace a sí misma quedan en papel mojado cuando él vuelve a llamar. Se queda sin armas en cuanto vuelve a oírle.

 -Estuve clasificando los datos después de cenar y luego bajé a la playa otra vez, para centrarme. Los vigilantes de la obra celebraban una fiesta con dos hogueras, sigue él.

-Te acostarías tarde, entonces.

-Sí, pero no podía dormir pensando en ti, y eso que antes había ido a confesarme a la parroquia.

-Qué pecado tan grande cometiste por la tarde, regaña ella irónica.

-No experimenté ningún alivio con la confesión y tuve con ducharme con agua helada.

Marta se pone de pie, indignada y feroz. Es el colmo. Ese chico está fuera del mundo y fuera de la razón. No se calla. Ventila  sus problemas sin pudor. Se castiga como un inquisidor. Ella intenta atajar el desatino. Está segura de que no él no le mentirá.

-¿Te habías duchado con agua helada otras veces, bobo?

-Últimamente casi todos los días,  eres una obsesión.

Cómo puede nadie indignarse con un ser así. Transparente como el agua del mar al amanecer y tan adorable como inaccesible. Se le ocurre un plan para alejarle de esa perversa y reciente  costumbre , atajando a la vez el desatino de raíz.

-De ahora en adelante, vas a contarme al día siguiente si te has duchado la noche anterior con agua congelada.

-Es un poco íntimo el asunto, protestó él. No tendrías que controlarme tanto, pero te lo diré, para que me sirva de escarmiento. De todas formas, ¿por qué lo quieres saber?

-Para ducharme  yo también en mi casa con  agua fría. Debí hacerlo anoche, mira, y me habría dormido antes.

-Tú no tienes que ducharte con agua fría ni vas a hacerlo nunca.

-Ya estás mandando e indicándome el camino a seguir.

-Pero si no mando en absoluto.

-No, por éso dijiste que no debería ponerme más la camiseta naranja, como si yo tuviera que obedecerte en algo. Me costó quince euros, Jaime, tendré que lucirla.

-No me hables de esa camiseta, no deberías llevarla a trabajar.

-Es demasiado escotada para el señor. Pues ¿sabes?.Me he comprado otra azul mucho peor. Son todas así ahora. Actualízate. Tú no puedes controlarme ni vas a conseguirlo. Te digo una cosa, me pondré lo que me dé la gana para trabajar y para salir a la calle y tendremos que ducharnos los dos cada noche entre cubos de hielo. Lo siento, me llama el jefe. Tengo que colgar, acaba mintiendo, ebria de furor.

Se queda paralizada y fuera de sí , desesperada. Dos minutos después Gonzalo se coloca entre las mesas de Paula y Marta con semblante serio. Paula acaba de regresar del baño y parece más tranquila, pero trascendente. El jefe ha perdido el encanto seductor de su sonrisa perenne. Qué mosca le habrá picado, piensa Marta con rapidez. Paula le pasa el trabajo encargado,  que su compañera ha elaborado antes de consolarla y hablar luego con su novio.

-Que nadie me moleste en toda la mañana, ordena Gonzalo, y se encierra con los papeles en su despacho. Hay un murmullo de satisfacción en la sala. Lucía, la compañera que se sienta junto a la ventana, se acerca a Marta y Paula para confirmar que el jefe  ha vuelto a enclaustrarse en su despacho y ha bajado las cortinilllas.

-Debo hacer llamadas a casa, y no quiero que me sorprenda Gonzalo, comenta Lucía.

-Qué te pasa,  pregunta Marta adivinando problemas en el semblante de su compañera.

-Mis hijos están malos. Tienen el segundo gran catarro de este curso, que más parece una gripe. Se los he dejado a mi vecina de al lado,  y a partir de las doce, cuando se vaya a trabajar, ella se los pasará a nuestra otra vecina. Estoy al borde del infarto.

Lucía, divorciada, y con dos niños de cuatro y cinco años a su cargo, nunca falta a la oficina. Antes prefiere arrastrarse por el suelo. Coloca a sus niños como puede. Casi siempre con los abuelos o las vecinas, hasta que alguna se plante y ella se vea obligada a  contratar a una persona que los cuide cada vez que los críos enferman. Tal vez lo haga en seguida. El sueldo apenas le da par lanzarse a hacerlo, pero este sinvivir de pasear a sus hijos por camas ajenas le está costando la vida. Quiere estar a bien con su empresa, por éso no pide un permiso de más,  ni siquiera lo solicita  para acudir a su médico, y eso que le duele la espalda mortalmente cuando llega a casa. Imagina que la causa de su mal es la postura ante el ordenador durante toda la jornada, la falta de ejercicio y la angustia por disfrutar, atender y educar a sus hijos en las escasas horas en que los ve.

Durante los cuarenta minutos siguientes la paz se instala en la oficina acristalada que mira a las calles del  centro. Lucía realiza varias llamadas. Paula permanece callada, pensando y trabajando. Las páginas web se quedan sin cerrar en el ordenador de Marta, mientras ella enlaza una noticia con otra y ata cabos. Es extraña la actitud de su jefe, siempre  plantado frente a ellas y exigiendo diligencia, pero hoy catapultado en su cubículo, con  cara de circunstancias.

Por otra parte, quizá Jaime debiera denunciar el caso ante algún partido político, acudir al ayuntamiento, y solicitar ayuda a los concejales. Si no quieren actuar los que gobiernan, que lo hagan los de la oposición, pero Jaime se pringará antes a conciencia. Revolverá Torremolinos entero, recorrerá La Carihuela y la telefoneará mil veces para llegar a buenas conclusiones hablando en voz alta. No es sólo con este tema del prostíbulo con lo que está enredado, sino que  también vive  pendiente de un proyecto de trabajo con adolescentes, con chicas de todos los barrios de la ciudad, para hablar de los problemas del chat y las redes sociales, y así abrirles los ojos sobre los peligros de Internet. Es un proyecto en el que al menos sí se involucra su asociación,  prestando sus locales y sus sillas varias tardes a la semana. Por supuesto, Marta moderará los primeros encuentros de las charlas, animada por su novio.

-Pero Jaime, si apenas entro en ninguna red, bastante tengo contigo

-Hay que ayudar a las chicas. Los chicos se entretienen con el fútbol, pero la educación de las jóvenes es fundamental para la sociedad. Cuando su novio se pone trascendente, que es cada mañana  y cada tarde, no hay quien le pare ni detenga. Él tiene la ocurrencia y ella la mano de obra. Comprende que apenas hay ayuda para las adolescentes.

-¿Qué  ha dicho el párroco cuando les has pedido colaboración sobre el proyecto?

-No estaba muy de acuerdo, no lo ve claro. No quiere ayudar en proyectos que él no organiza ni controla. Y ya sabes que últimamente no me llevo muy bien con él. Cree que soy un alma inquieta que no tiene los pies en el suelo, y que toca temas peligrosos, muy politizados.

-Jaime, a pesar de confesarte, te llevas mal con los curas. Es una amarga contradicción.Ni siquiera sé cómo es posible comprenderlo y soportarlo.

Esa conversación la tuvieron la semana pasada, pero se repite con insistencia. Le dejan solo a Jaime. Él arriesga mucho y persigue demasiadas cosas a la vez.

Esa tarde  ella va a contarle novedades sobre el local sin licencia de la playa. Ha encontrado la empresa que solicitó la  apertura hace  diez meses en el ayuntamiento, y que está a nombre de un español y un búlgaro, residentes en Málaga. Marta suele tener suerte buscando pistas. Sabe contabilizar facturas y navegar por diez webs a la vez, en juego muy peligroso que no suele compaginar. Hoy se está arriesgando como una tonta, animada por el vértigo que trasmite Jaime. Lo combina con un encadenamiento de ideas que  no puede apartar. Puesto que no pueden casarse, y antes que morir bajo las duchas de agua fría, está segura de que racionarán los besos a partir de ahora. Se acabará salir los viernes al pub de Fuengirola, junto al parque ferial, donde podían mirarse largo rato  con las manos cogidas, entre la oscuridad y la gente.

Luego piensa en Paula y en la indecente proposición que le ha hecho Gonzalo sin inmutarse. No hay vergüenza en España. La proposición la tiene Paula grabada en el móvil, según le ha dicho. Debería enseñársela a su marido, a un abogado y al jefe máximo de la empresa, pero Paula preferirá callar y dejar las cosas pasar, como si ese puesto de trabajo que defiende con uñas y dientes cerrara la parábola del universo. Primero la dignidad, se repite Marta. Primero los hijos para Lucía, y luego el empleo, los acatamientos, las sonrisas forzadas. Tienen un jefe que no se las merece. Está inserto en el estratégico punto del capataz intermedio, al que nadie achaca la ración de poder que en realidad tiene. No es el amo de la empresa y tampoco un empleado de base, pero parece el menos inofensivo de todos los buitres posibles. Tuvo su momento inicial, en que trabajó duro y recogió la información pertinente, que luego le ha servido para vivir de las rentas. Firma todos los papeles del departamento, pero no procesa ninguno. Recolecta todos los datos y se los sirve en bandeja al director general, con una visión propia, que hasta la fecha ha acertado en todas sus aseveraciones y predicciones comerciales, y por lo que cobra sabe Dios qué sueldo, si se tiene en cuenta el cochazo deportivo, que aparca en la esquina frente a las columnas donde deja su coche Marta. Últimamente tiene que cobrar mucho, piensa Marta, por la colección de zapatos italianos que estrena cada semana, las camisas de seda que exhibe por docenas, y los perfumes que gasta y que encandilan a las tres empleadas, y a cualquier cliente que caiga en su despacho. Al jefe sí se le puede subir el sueldo. Debe merecerlo. Se considera como inversión.

Le está costando náuseas elaborar la lista de los comerciales que han confirmado su asistencia a la concentración del fin de semana. Que digan luego que es un encuentro de trabajo hasta las seis de la tarde, hora en que los karaokes y los bares de lujo de la costa sirven de fondo a cenas y sobremesas de alcohol para celebrar los acuerdos firmados, y que a su vez preceden a noches de intercambio sexual  con trabajadoras y trabajadores de dentro y fuera de la empresa. De su departamento sólo han propuesto asistir a Paula. Y de qué forma tan clara e inmoral. Ha visto dudar unos segundos a su compañera sobre su decisión de ir o no ir, y que aún no ha confirmado a Gonzalo. La disculpa, aunque no la comprende. Su circunstancia familiar puede que la trastorne, pero no puede sorberle el cerebro hasta desear caer en la ratonera. Demasiadas trampas para las chicas. Unas legales y otras culturales.

-Mis hijos están peor, comenta Lucía, que acaba de colgar el teléfono de nuevo, con las mejillas pálidas y restregándose las manos. La fiebre los consume.

-Tienes que ir a casa, afirma con convicción Paula. Pasa al despacho y dile que te vas.

Dar consejos a otros es tan sencillo. Los problemas de los demás no se enredan en la mente propia, sino que se perfilan claros y concretos, con solución precisa.

-Y luego pasa tú y dile que vas a contarle al director general la invitación que te ha hecho para la convención, rebate Lucía.

Marta escucha a sus compañeras enredada con los datos del ordenador, pero de acuerdo con ambas. Está contrastando páginas. Ha conseguido el nombre del búlgaro propietario del burdel. Está perseguido por la policía de su país. Parece  que hay una madeja de delincuencia flotando detrás de la razón comercial de la empresa de la playa. Ha rastreado todas las pistas. La sociedad limitada tiene otros inmuebles por buena parte de  la provincia de Málaga, e incluso en Cádiz. Todas sus construcciones son de lujo refinado, situadas en zonas de enorme flujo turístico y dudosa financiación, como si el capital fluyera de distintos pozos oscuros, situados en otros sectores o ciudades .Marta acalla un grito antes de mirar a  sus compañeras. Claro que tienen que actuar así. Ambas. Lucía comunicando que se vuelve a casa hasta solucionar el cuidado de sus hijos, y Paula rechazando la invitación del viernes. Mejor. Deberían pasar las tres a la pecera contigua. Así, de golpe, esté haciendo lo que esté haciendo su jefe, e interrumpirle por una vez en su encierro de oro. Ir las tres juntas como una piña, a ver si se le cae la sonrisa prepotente, o se le cambia el rictus o se niega a  contestar sus preguntas. A Marta, el dato que acaba de confrontar, la ha paralizado como un rayo mortal sobrevenido. Se muerde los labios y da palmadas en la mesa. Jaime no va a creerse la coincidencia. Al punto la asustan las consecuencias que el asunto puede tener. Necesita ese puesto de trabajo. No quiere perderlo denunciando. No puede arriesgarse a volver al desempleo, donde la inactividad la devoró una vez. Lo mismo les pasa a Paula y a Lucía. Un mal sueldo es mejor que ninguno. El propietario de la sociedad que construye el prostíbulo tiene el mismo nombre y apellidos que su jefe. Curioso que él se encierre siempre en su despacho cuando le llaman de países del Este. Hoy debe estar ocurriendo también. Marta duda. La justicia es lenta  y machaca a los denunciantes. Pero no hay otra salida. La extranjera muerta se merece un mínimo de valentía.Y también sus dos compañeras de oficina. La unión hace la fuerza. Pasará con Paula y con Lucía al despacho. Luego hablará con Jaime. Seguramente, después con la policía.El mundo es de otros, de los que tienen suerte, de los que la buscan a cada momento.

Pero la dignidad debe ser suya.


Los mineros

Ciriaco serpenteaba ente las peñas del río  cada día libre que podía disfrutar. Fue mi abuelo y había nacido en La Mancha. Su paraíso inesperado resultó ser Asturias, un regalo  verde para su vista, habituada, durante más de treinta años, a paisajes de polvo y sol. Era en mil novecientos diecisiete practicante y auxiliar médico en el hospitalillo para mineros, y familias de mineros, que la Inspección de Sanidad había instalado en Arnao.

Nadie como Ciriaco para practicar oficios: autodidacta, lector  y escritor impenitente para ejemplo de su nieta, enfermero de quemados, heridos y contusionados, guía turístico de las principales catedrales de España, cuya historia  contaba en voz alta al corro de visitantes que le quisiera escuchar, fotógrafo de toda mi infancia y nuestra vida familiar, y por supuesto pescador y cazador. En el año cinco, en una de las esporádicas rachas en que había asistido a la escuela, se había emocionado con los festejos de conmemoración de los trescientos años de publicación del Quijote, ocasión que  marcó su vida para siempre, hasta el punto de ser su libro permanente de cabecera. No en vano el protagonista de la mejor novela del mundo era manchego como él. Curioso como él, servicial como él. Sólo que Ciriaco no trabajaba para causas perdidas, sino que siempre había tenido y tendría éxito en casi todas sus actividades.

El río corría verde y tumultuoso, cantando entre espumas y helechos. En la mañana de domingo gris, las botas se escurrían entre los cantos rodados. Debía tener mucho cuidado y pensar cada movimiento de avance o retirada, sin dejarse hechizar por las truchas saltarinas, si quería entregar, a Paquita, su mujer, una cesta de pescado para la cena. Estaba contento en Arnao. Los mineros eran recios y valientes, supersticiosos y razonables. Trabajando, se lesionaban y quemaban continuamente. Él intentaba hacerles comprender que cualquier medida de seguridad, por más que les robara unos minutos, sería beneficiosa y bien empleada a la larga. Seguridad y cumplimiento de las normas. Inculcaba esas frases a los heridos y a los compañeros que los traían del brazo o en camilla a su dispensario, y esos muchachos tiznados de carbón  parecían ser conscientes, mientras estaban entre sus manos y él los vendaba con firmeza y de una vez, de que no podían volver a jugarse la vida impunemente. Pero pronto olvidaban. Ciriaco dudaba de que los capataces se desvivieran en ello, como en buena lógica correspondería a su cargo y a su obligación. No sólo debería ser, pensaba, un requerimiento humano, sino también una cuestión económica.

Cada hombre enfermo o contusionado suponía dos brazos nuevos que contratar, que muy bien podrían tener menos experiencia. Algunos eran adolescentes, lo advertía cuando, para limpiar cortes o heridas de toda clase, limpiaba un poco la capa de mugre de los rostros, y encontraba guajes sin madurar y sin cocer, altos  y tiernos como una mata de cardo nueva. Intentaba aliviar todos sus dolores: quemaduras de distintos grados, esguinces, fracturas, esquirlas clavadas, pulmonías....pero las dolencias progresaban más que sus esfuerzos por curar. Los hombres bajaban a la mina con fiebre y heridas abiertas, como corderos,  anestesiados por las cataplasmas del enfermero, o  la infusión de salvia que su madre les había hecho aspirar. Y subían afilados por el dolor o la subida de temperatura, que el fondo del pozo nunca mejoraba. Le impresionaban  los paisanos de ese pueblo del norte, a donde la suerte le había destinado.

Hay una plaza libre en Arnao,  Asturias, había dicho el funcionario en la subsecretaría del ministerio de Sanidad en Madrid. Mucho trabajo y tiempo fresco. Lluvia y buenos trozos de pan con chorizo, de fabes y queso. Fabes... Tan sólo garbanzos y pan  negro era lo que Ciriaco había comido hasta que se casó, hasta que  Paquita, mi abuela, le cambió las costumbres de La Mancha por las segovianas. Por patatas, lentejas y arroz .Era mentira lo que había dicho el funcionario. Judías tal vez, pero queso y pan faltaban en casi todos los hogares humildes de aquel pueblo minero, donde el cielo lloraba carbón, donde el hambre mordía un día sí y otro no, como en toda España.

Ningún gobierno solucionaba el tema más urgente, ese mismo, el más cotidiano, el más propio. Ni el rey Alfonso XIII ni sus ministros sabían remediar el hambre de la gente, la tristeza de los niños desnutridos, serios como viejos. Se pasaba hambre en su pueblo, vendimiando y sembrando ajos, se pasaba en Madrid, donde las fábricas cerraban el día menos pensado dejando  en la calle a decenas de obreros, y se  pasaba hambre allí, en la tierra  del bosque y el mineral, azotada por el viento y el la lluvia pertinaz. Ciriaco cumplía turnos y guardias encadenados. Enfermedades y accidentes le sujetaban al hospital como un preso a su celda. El médico  aparecía a sus horas y marchaba a Gijón, donde tenía casa y consulta. Por  un poco más de lo que le costaba el  seguro médico, cada minero podía conseguir asistencia médica o enfermera para su mujer y sus hijos. Eso sí, una consulta rápida, medicinas aparte.

El hombre de la boina calada, de unos veinticinco años y mirada oscura, como su cara y sus manos, había ido a buscarle al río aquella mañana. Le oyó llamarle entre las piedras, mojándose los  viejos zapatos. Mi abuelo no había pescado nada todavía. Y no iba a dársele bien la faena ese día.

-Ciriaco, le busco. Mi  mujer se puso de parto. Muy mala está.

La vocación de enfermero se imponía siempre, en él, en cualquier circunstancia. A buenas horas atendería el médico un parto en domingo, si no era el de la esposa del alcalde. Miró al muchacho nervioso, que calado hasta los huesos le apremiaba. Era  Julián Martínez, el cabecilla de los huelguistas, que había mantenido un enfrentamiento con la guardia civil y los patronos, colocándose al frente de los piquetes. Le había curado las magulladuras que le había infringido la autoridad en varios días de plante laboral feroz. Mineros a un lado. Mujeres de mineros al lado. Patrón , párroco y guardias al otro .Minutos, casi horas mirándose,  retándose, yendo para la casa sin jornal, con las mujeres detrás tragándose la rabia, porque tragar y masticar  la nada era cuanto había para comer. Si alguna vez en su vida mi abuelo tomó partido, que no lo hizo nunca, sería por esos muchachos de pantalones de pana, gastados como sus ilusiones, por esas chicas que los seguían y coreaban ,como si cada pareja fuera un muro de dos caras,  un grito en la calle, un dolor o  en el estómago vacío.

Ciriaco recogió la cesta y los aparejos. Cenarían huevos fritos. Subió a su bicicleta, aparcada allá abajo en la orilla, y el muchacho, Julián, a la suya. Pedalearon con fuerza en la triste luz mortecina de la mañana. Los campos se extendían como vergeles de maíz a su lado, mientras bordeaban el curso del río hasta el pueblo. El abuelo llamó a la abuela a voces, sin entrar.

-Sal, Paquita. Preciso ayudante en un parto.

Su mujer cerró la puerta de su casita prestada dos minutos después. Lo hizo cargada con toallas y sábanas en los brazos y almadreñas en los pies, para no enterrarse de barro por los caminos. Rara era la semana en que no sucedía un asunto similar: accidente de minero o familiar sin posibilidad de ser llevado al hospital. Paquita había aprendido a colocar apósitos y vendas, a lavar heridas y contener hemorragias, a fuerza de verlo cuando el marido no daba abasto y se acumulaba la labor.

Cuando los tres entraron en la casa de Julián, su mujer se revolvía en el catre  junto a la escalera. Varias vecinas la atendían con pañuelos y trapos empapados en sudor. La estancia era un mar de ruido y quejidos. Ciriaco impuso tranquilidad, silencio y  aire renovado. Sólo dejó quedarse a una vecina, la que parecía más tranquila, al marido agonizante, al que impuso valor, y a Paquita .Él empezó por calmar a la parturienta, consumida por el miedo, y mi abuela la colocó mejor y lavó. La hija de Julián nació en quince minutos, tras quitarle mi abuelo una vuelta de cordón que traía al cuello. Dicen que no lloró, que no quiso hacerlo, aunque miró a Ciriaco con los ojos de su padre, como saludándole, cuando éste la cogió con las manos, la examinó y se la puso sobre el cuerpo a su madre. Los médicos y la ciencia aseaban a los chicos y los separaban de sus madres, al menos unas horas, pero el abuelo prefería dárselos  a ellas cuanto antes, sucios y amoratados, para que se tocaran de una vez, para que se abrazaran ambos tras la batalla del nacimiento. Para que por fin se miraran a la cara.
           
Julián le puso el nombre de Francisca a la niña, en agradecimiento a Paquita y a Ciriaco, que le habían sacado de un gran apuro, y a los que nunca pudo pagar, porque nunca tuvo suficiente, con los escasos jornales y las huelgas de ese año. Arnao y toda su cuenca minera adyacente se plantó al final del verano. Del norte de España partió un grito feroz reclamando subida de salario y menos horas de trabajo .El gobierno del rey declaró el estado de guerra en toda la nación, prolongándose un mes más en Asturias. Los trabajadores adelgazaron a ojos vista. Cuando la minería paraba, toda la siderurgia de la ciudad, los cafés, las tertulias literarias, el ateneo, las tiendas, las fábricas de tornillos....el mundo entero, el culto mundo de la villa, se resentía. Ciriaco curaba a los obreros de las fábricas, sedientas de mineral, y a todo bicho viviente que acudiera al dispensario. No sería lo más correcto, pero el corazón del abuelo no hacía distinciones.

No le importaba si Julián, su amigo, era anarquista o no lo era, si iba a misa o no, como rezongaba el cura y la autoridad mientras tomaban un vino en la taberna y él les seguía la conversación. A Ciriaco sólo le importaba que la mujer y la hija de Julián no murieran de inanición en ese duro otoño. A finales de octubre la tensión se recrudeció en la boca de la mina. El resto de España y de las cuencas mineras habían desistido de la huelga. La represión y el clamor del estómago  transformaban las conciencias. La guardia civil y la patronal dieron un ultimátum a los hombres de la mina, que ni siquiera tenían ya ojos que miraran con firmeza. El abuelo se desesperaba viendo cada amanecer el panorama de desolación: los mineros no dormían en casa, permanecían inhumanamente hieráticos bajo la lluvia, dejando pasar las horas. Fue a casa de Julián, donde su mujer, Rita, escuálida, apenas tenía leche para su hija. Sólo palabras para apoyar a su esposo, apostado en la mina.

-Convence a tu marido de que ponga fin a la huelga. Habla con las demás mujeres para que convenzan a sus hombres. O  tú y Julián y Francisca moriréis este invierno. La niña, la primera.

Ciriaco era tan obstinado como todos los mineros juntos. Habló también con las mujeres del barrio que quisieron abrir, y con las que no, lo hizo a voces, desde la calle de tierra reblandecida, gris, teñida de carbón. A muchas las había ayudado a parir, y a muchas las había curado y aconsejado sobre la silicosis de sus maridos, reacios a tomar ningún medicamento, así se estuvieran muriendo. Habló con el médico, que se trataba de tú con el alcalde, con el dueño de los pozos de carbón, y casi hasta con el gobernador civil. Parlamentó con el párroco y el capitán de la casa cuartel, a los que encontró juntos en la plaza, comentando el tema de los mineros. La curia y las fuerzas del orden en un metro cuadrado. No había nada que hacer. Nada que alterara las conciencias. El abuelo creía en Dios, bastante más en Dios que en las sotanas y misales, bastante más en la palabra que en los sables y las porras. También rezó. Muchos mineros sabían leer y escribir. Era religiosa,  y digna de ver, la tradición de  alfabetizarse en esa ciudad de carbón, por parte de los obreros. Un hombre que sabe leer no es una bestia, aunque el hambre se lo haga parecer. Un hombre que tiene una carrera militar o una parroquia conoce la mente humana y razona, opinaba Ciriaco. Estaban condenados a entenderse y el abuelo tenía tan claro como que era manchego que no había vuelta atrás, que era preciso mirar hacia adelante en esa España negra y retorcida, que tanto amaba. Estuvo hablando con unos y con otros horas y días. Mi abuela lo encontraba de noche, ya mudo y mareado, hastiado de la humedad y el fracaso. Cansado de comprobar cómo los niños apenas querían llorar ni jugar. Al diablo si el capitán ordenaba disolver a los mineros o si el patrón cerraba el pozo definitivamente. No había huelgas en el campo de La Mancha y cuando el dueño de las tierras no ofrecía trabajo, siempre quedaba un huertito en la casa o una cabra o dos conejos. En las casas de los mineros no había nada.

Hasta que la cordura entró por la ventana.

El tercer martes del mes las partes llegaron a un acuerdo. Algo más alto el salario a la hora y ningún despido. Once horas de trabajo al día y no doce. A cambio, vuelta a trabajar. A cambio, fin de la huelga en toda la cuenca.

El abuelo  respiró, confiando de nuevo en el poder de la esposa, de la razón y la palabra. La rapaza Francisca revivió, y la vio aprender a andar y correr. Al minero firme se le caía la baba con su niña reluciente, rubia y esmeralda.
Ciriaco y Paquita tuvieron a sus  tres hijos en Arnao. La tercera, mi madre. El chico jugaba con las gallinas y la niña mayor con piedras pintadas, a las que arropaba como a muñecas de cartón. Crecían en libertad, mientras sus padres atendían como podían a su familia y a las otras que precisaban asistencia médica. Pero hacia mil novecientos veintinueve, el dispensario cerró por orden del ministerio. Asistirían a los mineros con el resto de la población. Quién conoce los designios de la autoridad. Ciriaco peleó dolorosamente por otra plaza de auxiliar médico donde fuera. Siempre añoraría Asturias, yo lo atestiguo. Ya eran cinco las bocas a mantener.

La vacante  surgió en Marruecos, en el fin del mundo. En otro país y continente. La hija pequeña sólo  tenía dos años y Asturias era adorable. La pesca, buena. La casa, linda. Pero el contrato con el hospital, inexistente ya.

Así que se embarcaron con amargura hacia el norte de África, con lágrimas de sangre en los ojos, mientras el buque se balanceaba en la tormenta. No sabían que una cruel guerra civil tendría lugar mientras ellos vivían en Marruecos, mientras mis tíos y mi madre pasaban su infancia entre brotes palúdicos, entre gentes que apenas hablaban español, pero adoraban también al enfermero que les curaba las fracturas y los golpes de calor en esa tierra blanca y caliente.

Después, mucho tiempo después, en mil novecientos sesenta y dos, Ciriaco ya era el abuelo que una sueña: narrador de historias vividas  en  La Mancha, en Asturias,  en Marruecos y en Madrid, a donde lo trajo la posguerra. Yo era tan pequeña que no recuerdo las conversaciones, sólo los preparativos y la prolongada ausencia de mi padre, que era joven, leonés y policía. Había vendido su casa y su pequeña tierra en la montaña verde, y había buscado en Madrid un trabajo con el que subsistir y empezar de la nada. Pudo haberse hecho taxista, pero pasó una prueba para ser policía, y esa fue su profesión, después  de abandonar el arado y la hoz. Esa primavera, de nuevo, la minería asturiana, retumbaba con sus justas reivindicaciones, molestando como nadie la parsimonia franquista. Sólo los mineros se atrevían a hacer huelga, a protestar en un estado de paz impuesta por la fuerza. Mi madre sufría imaginando lo que le esperaba a mi padre: cabo de la policía contra los huelguistas, aunque no tanto como el abuelo, que tenía la certeza de lo que su yerno encontraría. Mi madre ha sentido miedo siempre, especialmente cuando el terrorismo mordía a decenas de policías y guardias civiles, aniquilándolos a la puerta de sus casas, pero que su propio esposo se enfrentara al conflicto de  la minería asturiana, ése que constantemente sonaba en la radio y en los periódicos, ese anatema nacional, resultaba insoportable. Antes de partir, el abuelo le hizo un encargo, con el corazón roto:

-Si pasas por Arnao, cuenta que me conoces a Julián Martínez, uno de los mejores y más reivindicativos mineros. Estará jubilado, como yo. Dile que siempre le recuerdo.

Juan, mi padre, tomó de nuevo el tren hacia el norte. Mil contradicciones latían en su alma. Obrero contra obrero y los dos, enfrentados en un odio ajeno, luchando por ganar un salario. De lo poco que mi padre contó nunca de su trabajo, destaca la estrategia de aquellos días en la cuenca minera. Le impresionó como si se lo hubieran gravado a fuego sobre los huesos .No podía resistirse, pero tampoco creerse el discurso antiminero, mal intencionado y fratricida, de los mandos que no daban la cara, sólo sermones, amparándose en la cólera de los periódicos. Tuvo mucho tiempo para visitar los pueblos, los pozos y los valles, florecidos como si el mundo no se hubiera parado de nuevo en la puerta de los tajos. Los hombres impasibles, las mujeres maldiciendo en voz baja y en voz alta a los policías, tirándoles piedras, insultándoles desde lejos. No les importaba el hambre, pero los descomponía, los iba carcomiendo día a día. La patronal  y los mandos de Madrid exigían una solución que nadie adelantaba. Una guerra de guerrillas para demostrar quién aguantaba. Juan tenía pasta de segador paciente, pero la inacción consumía a la gente, y los policías contaban con la voluntad de la autoridad para que no hubiera sangre. No más sangre en el largo conflicto de los mineros asturianos .No más parches, no más heridas. Una cura de urgencia, pero definitiva. Como Ciriaco, Juan creía tanto en la resolución humana como en el gusano que roe los intestinos las mañanas de ayuno. Sólo contaba con su instinto, ni siquiera con una carrera intelectual que lo apoyara.

Entró en la ciudad una mañana de mayo. Preguntó en el barrio de arriba, en  las viviendas baratas de ladrillo rojo. Encontró la casa.

-Soy el cabo Ávarez. Traigo recuerdos de Ciriaco Olías, mi suegro. Fue practicante en el dispensario en los años veinte. ¿Vive aquí Julián Martínez?.

La mujer, de mediana edad, examinó el uniforme del que emergía un hombre joven, con los ojos verdes. Pánico y coraje. Rabia contra la autoridad descarada. Mantuvo al policía en la entrada, a pie firme, jugando con las manos, sopesando los riesgos. Altiva y valiente, firme como la roca

-Yo soy Julián. Ésta es mi hija, contestó una voz en el umbral. Qué se le ofrece.

-Quiero solucionar el conflicto con los mineros

-¿Apaleándolos, quizá? Preguntó el hombre desafiante.

Juan y Julián se examinaron mutuamente. La sombra de Ciriaco les quemaba la boca. La mujer recordaba al antiguo amigo de sus padres en las sombras de la infancia.

-No, dialogando con ellos. Mi hermano es minero .Mi padre era socialista. Nuestro pueblo está en León, al otro lado de las montañas, mucho más pobre que el vuestro. Hay que volver al tajo, contestó Juan con decisión.

El diálogo duró días, pero acabó con la huelga. No hubo sangre.

Hace años que mi padre y mi abuelo descansan en la misma tumba. Nunca he ido a Arnao, pero  un trozo de Asturias alienta mi vida desde siempre: mi madre. Paquita se llama. Ella  no se acuerda de las caras, pero sí de la pasión de Ciriaco por los mineros, con sus historias salvajes de hombres y mujeres valerosos, rumiando su suerte.

Son extraños los caminos que la vida escoge. Yo no sé si fue más fácil o difícil ser minero que enfermero, o ser policía. No sé si es mejor bajar a la mina que emigrar y abandonar el pueblo de los tuyos. Sólo que ellos dos, mi padre y mi abuelo, tuvieron que salir a buscarse la vida lejos. Y la vida los esperó  con ansia en otra parte. Espero que se cuenten historias sobre el norte en el lugar donde estén, y especialmente sobre los héroes de las minas, que ambos conocieron.            
                                            
Teresa Álvarez Olías es miembro de la Unión Nacional de Escritores de España.