Mi destino en sus ojos

Relato de Jorge Moya Olcina

Nunca imaginé que pudiera albergar este sentimiento.

En lo más profundo de mi ser.

Porque, además, es imposible. O casi.

Aunque puede que ahí esté la clave, el resquicio o la fisura sutil en las leyes establecidas hasta hoy para esta realidad: en la probabilidad última que admite la palabra “casi”.

Pero lo cierto es que yo, Sergio Scott, experimento algo parecido al... amor.

No.

Parecido no.

Porque es amor.

Lo sé.

Y menos aún creería que esta emoción mía pudiera tener como imagen a otro ser tan diferente a mí, cuyas células, fibras y fluidos que componen su armoniosa y bella estructura corporal se asemejan a los míos en, únicamente, una tercera parte.

Esta relación entre ella y yo está fuera de toda lógica.

Porque para mí es enteramente «ella», a pesar de que nuestros gobernantes nos obliguen a tratarlos de «ello», de «cosa», aun teniendo perfectas formas masculinas o femeninas cada cual, y según el tipo y destino.

Sin embargo, que se diera el caso de algo así, ya se veía venir.

Y es que se ha perfeccionado tanto la tecnología en la última década —premeditadamente, y a conciencia diría yo— para parecernos tanto, para ser casi idénticos en los gestos, en el habla, en los actos cotidianos…; de modo que, en este 2123, «ellos» y nosotros caminamos por las calles, frecuentamos los mismos locales de ocio, practicamos los mismos deportes, trabajamos en las mismas instituciones y colaboramos, mano a mano y codo con codo, en los mismos proyectos, hasta el punto de que muchos científicos se atrevieron a vaticinarlo: «Las relaciones sentimentales, incluso de atracción sexual, llegarán a darse algún día, no muy lejano, entre humanos y androides».

Esos científicos fueron tachados de insensatos por la mayoría.

Incluso tratados como locos.

Lo nuestro se inició sutilmente.

De la forma más tonta e inesperada posible: con un simple roce de nuestras manos al coger, los dos a la vez, aquel chip de ensayo sobre la mesa del laboratorio.

Hace casi doscientos años, en la segunda mitad del lejano siglo XX, el científico Arthur C. Clarke ya lo aventuró en su segunda ley: «La única manera de descubrir los límites de lo posible es yendo más allá de esos límites, y aventurarnos en lo que creemos imposible».

Y así fue como, inconscientemente, traspasamos la frontera de lo permitido.

Llevaba tiempo trabajando con Clara —ese es su nombre—, en el proyecto que nos asignaron.

Yo era el director del mismo. Ella, mi ayudante.

Seis meses juntos. Con sus días y sus noches. Y horas, muchísimas, dedicándonos los dos en cuerpo y alma a establecer la teoría de conexión entre las múltiples variantes de las células fotoeléctricas y dérmicas, fabricadas con ese extraño y novedoso elemento químico proveniente de uno de los orbitales de la vieja estrella Alpha Centauri. Y entre las jornadas maratonianas, envueltos en los tenues y evocadores reflejos de las luces holográficas a nuestro alrededor, de los esquemas y planos del método de investigación que ambos habíamos desarrollado, surgieron los momentos de pausa; de conversaciones intrascendentes, relajadas pero cómplices, de risas que nos servían de descanso en la ardua tarea, y también para ofrecernos, sin querer, información íntima el uno del otro.

Luego, aquellas copas en el tranquilo d’pubs a la salida del trabajo, a altas horas de la noche; al principio con el tiempo justo, con algo de prisa, pues cada uno debía marchar en su vehículo autopropulsado a recargar baterías —antigua expresión de siglos pasados— a nuestros respectivos hogares, para estar al día siguiente, puntuales y descansados, en el laboratorio, y proseguir así con nuestra ilusionante búsqueda conjunta.

Tras ese roce de manos, y el torpe entrelazado inesperado y efímero de nuestros dedos, vino aquella mirada azul que trastocó mi interior. Deseé entonces, impulsivamente, experimentar cómo sería acariciar suavemente sus labios con los míos. Pero enseguida me contuve: como todo método científico, debía planificarlo. Al principio, se podría plantear ante el Comité como otro ensayo robótico; pero luego, como el hecho era considerado “casi” imposible, altamente reprobable con tan sólo pensarlo, y duramente penado en esta sociedad del siglo XXII, no me atreví a llevarlo a cabo. Y menos aún a proponérselo a «ello».

A ella...

A Clara.

Fue una noche en la que la llevé a su residencia, viajando en mi autopropulsor autónomo biplaza (el suyo se encontraba en revisión) cuando, al despedirnos, en la soledad estelar del inmenso firmamento, sin naves transbordadoras circulando a nuestro alrededor, ocurrió la magia de nuestro primer beso.

Y luego otro.

Y otro más.

Cada vez y cada cual más intensos y prolongados.

Decidimos entonces continuar volando hasta llegar a la intimidad de mi habitáculo modular del extrarradio y explorarnos a solas, sin la distracción de fuentes de luz, en una sensual penumbra que nos invitara a adivinar nuestros contornos, obligándonos a desarrollar y experimentar las sutilezas del tacto y la suavidad de nuestras pieles. Nuevas percepciones sensoriales en lo físico y neuronal.

Rememorando aquellos comienzos, ahora estoy convencido de que me enamoré plenamente.

Y lo sigo estando.

Pero todo eso ya pasó. En estos momentos me encuentro inmovilizado en una silla, la única en el centro de esta estrecha sala de aislamiento.

Esperando.

Sólo deseo que hayan respetado a Clara, dejándola en libertad.

Al final, a las pocas semanas, debido a una torpe imprudencia que no viene al caso contar, cierta persona del equipo descubrió nuestra relación. Nos denunció al Alto Tribunal y éste nos acusó de transgredir las dos normas esenciales, capitales, entre humanos y androides: una, la de respetar el obligado distanciamiento emocional y, la otra, la de observar la absoluta evitación de atracción sexual entre personas y robots de perfecta forma humana.

Éramos, Clara y yo, tan semejantes en nuestras querencias, en nuestras miradas, en el ansia de nuestro deseo… ¡Qué esperaban!

No sé cual habrá sido el veredicto del CMR (Comité de Moral Robótica), pero si fuese negativo no lucharé físicamente por salvarme. No pelearé si me sueltan del amarre gravitatorio a los brazos de esta silla. No empeoraré las cosas. Al contrario, si existe un atisbo de mínima esperanza, será mejor mantenerme paciente y sereno.

No pienso en mi bien. Sino en el suyo.

En el de mi amada Clara.

Ya vienen. Oigo sus pasos. Escucho sus voces.

Entran.

Están aquí. No sé para qué tanta gente. Rostros de intencionada seriedad. Les gusta mostrar intriga, transmitir confusión.

El delegado del Comité de expertos ya se encuentra frente a mí. A mi espalda, siento la presencia de toda la patulea restante de sabios engreídos. Expectantes. Con aires de superioridad.

Mal asunto.

Presto atención a lo que han venido a decirme:

—Doctor Sergio Scott —que responde al código BOT-XR4-3J—, se le acusa de haber mantenido reiterados contactos íntimos con la doctora Clara Evans, su ayudante, saltándose, en amplia connivencia con ella, las normas éticas establecidas por este Comité a tal efecto. Por lo tanto, se le impondrá la pena máxima correspondiente a su condición de ser «no humano», androide sin alma, que paso a comunicarle: “Se procederá a su desconexión inmediata, mediante la extracción y destrucción indolora de la glándula cerebral que contiene su placa interna existencial y de memoria. Su tarea en nuestra sociedad se da, aquí y ahora, por concluida”. ¿Una última voluntad, doctor Scott?

—Sí. Quiero saber qué será de ella…

—De acuerdo. Se le informa a usted que la doctora Evans, como ser humano portador de sentimiento verdadero, queda libre de culpa. Con gran clemencia por parte de este comité, a ella sí se le permitirá vivir, pero, profesionalmente, se verá relegada a tediosas labores de oficina para los próximos treinta años. El proyecto conjunto que estuvieron desarrollando se asignará a otro equipo dual —compuesto, por supuesto, por humano y androide—, con el fin de que ustedes, los robots humanoides, sigan aprendiendo de nosotros, sus creadores, y conociendo sus límites. ¿Algún deseo más, doctor Scott?

—Sólo uno.

—Diga cuál.

—Que procedan cuanto antes.

Y, ahora sí, siento que mis párpados caen, cerrando mis ojos.

En calma, me sumerjo paulatinamente en la oscuridad.

Me envuelve poco a poco la penumbra, que se me antoja tan bella… porque me evoca la noche en que los dos descubrimos mutuamente, por primera vez y con eterno placer, todos nuestros recovecos y todas nuestras íntimas complicidades.

Ya me voy. Marcho agradecido por mi corta existencia a su lado.

Agradecido… por abandonarme, mientras dejo de existir, en el precioso recuerdo de las lunas azules de Clara.

Agradecido por ella.

En absoluto arrepentido por haber confiado… en ella. En Clara.

Ni… por haber… depositado mi… destino… fugaz… Mi destino en sus ojos.

…………………………………………La nada.