Cuestión de fe

Artículo de Juan Miguel Roca Martínez

Hay artistas y enamorados de sus vocaciones que exponen su profesión de fe. Yo mismo creo que la tengo, pero tengo la impresión de que he de llevarla continuamente a examinar a la Inspección Técnica para su revisión, un lugar de encuentros reales, incluídos los virtuales, en donde me aconsejan informarme sobre las últimas consideraciones aparecidas sobre las relaciones del lenguaje, la psicología, la moral y la filosofía con las distintas cuestiones artísticas y de la vocación íntima personal de cada uno por todas las humanidades en general. De manera que, de vez en cuando, reviso mi profesión de fe, revisiones en las que me surgen nuevas cuestiones.  Así que lo mío más que una profesión de fe es una cuestión de fe en el sentido más estricto. Quien no tiene dudas no vive, ni tampoco puede sentirse a sí mismo como humano con sus satisfacciones, con sus frustraciones, en su continuo proceso de superación sobre sí mismo. La lucha por la propia y continua superación es el designio de los humanos desde sus primeras civilizaciones y hasta siempre.  Al fin y al cabo “El hombre es la medida de todas las cosas” como declaró el pensador griego Protágoras.

También me parece vivir esa media certidumbre como a otros artistas de que cuando escribimos lo hacemos para no morirnos del todo. Harto trabajo debiera ser preocuparse por ello, pero percibir que es uno de los más preciados bienes de los que vive en su alma todo artista, es el mejor regalo que podemos darnos a nosotros mismos.

Y esos valores estéticos que nos producen tan benefactore efectos artísticos, solo podrán ser suficientemente bien apreciados y calibrados por una vía emocional e intuitiva, no siendo criterios de aplicación válida completa los que emanan de un lenguaje discursivo y racional, también muy loables y necesarios. Y menos completa será la validez del criterio racional cuando el sujeto al que se le presenta una obra de arte no dispone de una formación suficiente para conseguir apreciar ese regalo de los dioses que todo artista ofrece a quien contempla su obra, cuando con ella le transmite sus valores humanos y artísticos.

Decía el bueno de don Miguel de Cervantes “El hacer el bien a villanos es echar aguas en la mar”. Pues que quien no goza de la bienaventuranza de la formación adecuada que le permite tal goce de lo divino, no puede apreciar el bien que recibe. Como decía también el extraordinario realizador de cine ruso Andrei Tarkovski “Si fuéramos capaces de asumir las experiencias del arte los ideales que en él se expresan hace tiempo que, gracias a ellos, seríamos mejores. Pero el arte desgraciadamente solo a través de la conmoción, de la catarsis, está en condiciones de capacitar al hombre para lo bueno”.

Sin duda, ese misterio que es la obra de arte y su proceso de creación seguirá siendo una de esas cuestiones de teoría artística así como de conocimiento y existencial de todo ser humano que aprecia lo que percibe, por cuanto se emociona e intuye que hay algo más allá de lo que nuestra experiencia común y nuestros modos de conocimiento positivos y prácticos nos permiten.

Y, a pesar de tantas dudas, el corazón del artista seguirá sintiendo esa llama de amor viva, como dijera San Juan de la Cruz, que es el amor por el arte, que incluye una vía de conocimiento, porque en palabras del poeta Vicente Aleixandre, también el conocimiento de lo otro, del objeto del acto de conocer constituye un primer estado de armonía.  Es el misterio de la esencia humana el que llama al hombre, en cuanto este siente que dentro de sí mismo hay otra naturaleza no material que le realiza como humano. De ahí otra cuestión artística y existencial que el artista cree intuir tras de su obra, un “quevedesco” amor constante más allá de la muerte, que le define o le transforma en el continuo aliento por la esperanza en una sociedad mejor, pues que el compromiso del arte con lo social también ha sido y es función primordial y necesaria.

En el siglo XX con el movimiento romántico procedente de Europa lo creadores de arte recogían también en su manera estilística esa exaltación del “yo” y la expresión intensiva de esa corriente emocional que en su corazón rebosa, en respuesta clara a la tendencia anterior caracterizada por la aplicación de un marco normativo que valorara, como obra de arte así reconocida y categorizada, cualquier intento de creación artística.

Fue en los tiempos finiseculares decimonónicos cuando se puso todo en evidencia continuamente. La continua búsqueda de nuevos modos de comunicación para transmitir los valores humanos y artísticos fue el propósito de tantos y tantos llamados por la vocación humana de la cultura. La ruptura que significó la actitud de los “ismos” de aquella época con todo lo anterior llevó a un camino sin salida, afanados por encontrar una nueva vía en la depuración extrema de elementos humanos en la obra de arte.

En España los de la generación del 98 proponían una regeneración que de manera más filosófica recogía Ortega y Gasset acerca de cómo debe ser la obra artística de todo tipo. No parecía que lo tradicional chocara con las tendencias más modernas procedentes de Europa. Simplemente parecía que fueran caminos distintos que, en ocasiones, hasta se complementaban.

En 1915 Franz Kafka en su “Metamorfosis” puso de relieve lo deshumanizadora que era la sociedad de su tiempo tan materialista e individualista colocando a su personaje en una actitud de inacción absoluta ante la falta de valores humanos en la sociedad de su entorno, ofreciendo una gran metáfora con varios significados con los que podemos reflexionar adecuadamente sobre dicha cuestión humana y social y su derivada teoría artística.

En 1925 Ortega y Gasset ponía el dedo en la llaga con su obra “La deshumanización del arte” demostrando que es imposible una obra de arte absolutamente desprovista de elementos humanos.

En la obra de su contemporáneo Antonio Machado el poema consigue transustanciar en imágenes poéticas extraordinarias el acompasamiento del ritmo anímico y sentimental del poeta con el del paisaje y la naturaleza por él evocada.

Con Miguel Hernández y García Lorca y otros más en sus posteriores etapas como Pedro Salinas y Rafael Alberti volvían a hacer de sus poemas obras en las que lo emocional se desborda por todos lados produciendo una nueva corriente de rehumanización de la literatura y las artes. Corriente “rehumanizadora” que no renuncia a la imagen poética como así lo declararon en sus principios la generación esta de 1927 al hacer de Góngora su primer mentor como ejemplo de creación literaria por las altas cotas de calidad a las que llegó tan insigne autor clásico con el empleo de la metáfora y de la imagen poética en sus obras.

Así pues, la imagen poética siempre y por siempre, que debe hacernos mirar incluso con nuevas relaciones los términos de nuestro léxico español para la forja de nuevas modalidades y procedimientos de creación literaria con la consecuente capacidad de transmitir valores humanos.

Y además con el añadido de que no es verdad como se ha dicho hasta la saciedad que una imagen vale más que mil palabras. Gran error para matar la imaginación y el pensamiento porque, aunque la imagen es impactante, si no poseyéramos la palabra nadie sabría lo que está viendo, como decía Carlos Fuentes, “sin el lenguaje todos seríamos ciegos”.

Pero la palabra poética es más aún, porque trata de valer para todos los que sean mínimamente sensibles, aunque no lleguen a conocerse nunca; la palabra de un buen escritor agujerea los siglos y nos transmite un mensaje cuya emoción es válida y fresca trescientos o cuatrocientos años después.  Nótese cómo las Coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre nos avivan el seso y nos despiertan el alma al contemplar cómo se pasa la vida y se percibirá la fuerte emoción que nos causa, incluso planteándonos el sentido de nuestra existencia.

Quizá mirar el pasado sin propósito futuro de poner a prueba nuestra capacidad para asumir lo que el arte puede proporcionarnos en lo sensible y en lo intelectual, sea como mirarnos en una especie de cuadro de Dorian Gray, en el que sin remedio vemos lo decadente de nuestros sistema de valores actuales y / o anteriores, mientras que por sentirnos jóvenes y conformistas en nuestro interior echamos una canica al aire no haciendo nada por asumir nuestros riesgos  y pensemos como el “zorrillesco” personaje don Juan Tenorio “Cuán largo me lo fiáis” . Nada más absurdo, pues que el tiempo será el que nos verá a nosotros en el cuadro ya aviejados y sin virtudes ni belleza y quizá no tengamos tiempo para reaccionar humanamente sino que más bien notemos un salvaje instinto de conservación biológica que nos motive a romper el cuadro y nuestra realidad.