Fernando Yélamos, relatos y poemas

Visita a don Antonio Machado en Colliure (Francia)

Era ya tarde de día… y de tiempos. El sol aún tintaba medio pueblo, que, empinado por pinares y viñas, parecía encuadrado por fondos azules de mares y cielos. Yo caminaba lento, mirando pausado. No me extrañó, al verlo así, saber que instantes como aquel deslumbrasen a pintores de otros tiempos. En la parte baja de lo que alcanzaba mi mirada, ya casi mar, el cementerio de Colliure. La visión era de la misma tarde, pero sin sol, sin brillos, sin estridencia, sin palabras. En el minúsculo recinto, silencio y soledades. A la derecha vi una tumba gris, como el gris otoñal de 1939, como el gris más oscuro, si cabe, del olvido de los mandatarios de antes… y de ahora.

¡Don Antonio! De Andalucía vengo a tu lado por mi sendero.

Con sangre roja y sin aguas ni vientos que turben mi anhelo.

Con gemíos tristes y también esperanzados cantos

de Lorca, Alberti y de tantos, tantos, tantos…

Alhambras y alcazabas, puentes y caminos libres de obstáculos.

Tus olivos negrean cada otoño y cuando el invierno inicia sus pasos.

Y cuando llega febrero enmudecen, como de nubes el cielo raso.

Y más soledades rondan; por eso vengo a verte a este tu remanso.

Don Antonio, la tierra es de todos, pero hay dueños,

alambres y penurias a cada paso.

Hay muchos bancos fríos en tardes, casi noches,

de otoños tristes y apagados.

Instantes de los tiempos tuyos,

que son también ahora aquí arrastrados.

Instantes que no se encontraron nunca,

siendo la luna bonita de tus cielos soñados.

Don Antonio, no te dieron, finalmente,

ningún instante en tu tierra, tan de justicia ganado.

Da lo mismo: sigue con tus cantos en tus cielos,

de libertad soñados, y con todo lo aquí amado.

Además, no importa, don Antonio Machado:

¡Vuela donde volaste!,

porque te alumbran reflejos de estrellas,

de mares, de luces, de sueños de Triana

y también de olivos y de tierras castellanas.

Porque, maestro, hay miles de avecillas

que entonan tus cantos.

Parecen saber tus letras, parecen llorar tus llantos.



Resistiendo al vuelo

Es agosto, en Granada y por la tarde, con un calor intenso. Yo, buscando pensión tras pensión, con los bolsillos sin depósitos, como mi médula seca de hierro, y mi anemia que apenas me deja caminar. Mi cuerpo, empapado de sudor, con mi camisa nueva y arrugada, parece querer escapar por cada uno de sus poros. La vida también se me escapa y yo me voy sin querer.

Sigo con la búsqueda de cama. He venido solo a la ciudad vecina con la esperanza de sanar, pero los posibles no son muchos y he de medirlo todo para que den más de sí. Ni los míos han podido acompañarme para no mermarlos. Durante el trayecto tengo que sentarme un poco en un banco de madera, al lado del que veo un árbol pequeño que da una línea de sombra. Me resulta apremiante; no puedo más. Ni las fuerzas físicas me acompañan en estos momentos. Las otras, alternan dentro de mí: por momentos, paso del abatimiento y la desazón a la resignación y la lucha. Ahora estoy en la fase de sacar fuerzas de flaqueza, porque el ánimo lo tengo fuerte.

Saco un pañuelo blanco del bolsillo y me limpio la cabeza, en la que ni pelo queda, solo una escasa pelusilla que se resiste a dejar desierto lo que tan poblado estaba hasta hace muy poco. Luego me seco la cara y… Mis pensamientos querría limpiar de igual forma. Sin embargo, lejos de borrarlos, parece que los alimento al frotarme. Y más y más recuerdos afloran en torbellino. Se precipitan, se atropellan por salir primero. Se me agolpan formando un pelotón abigarrado de luces y sombras, risas y tristezas, músicas y silencios, presencias y faltas. En suma: la vida, mi vida. Los ojos se me han nublado con la humedad de unas lágrimas, no sé si rebeldes o sumisas. Pensé que ni me quedaban ya.

Como si, de repente, el tiempo cobrara más importancia de la debida, siento una mezcla de rechazo, desazón, contrariedad y desconsuelo porque este se me acaba. ¡No puedo partir ahora! Necesito ordenar mis cosas. Me hace falta quedarme con los que quiero un poco más. Siento que solo necesito eso: tiempo, tiempo… Solo un poco más.

Hace un año, por primavera, el tiempo, la vida se quebró para mí en dos mitades: una, la vivida hasta entonces; la otra, la que empezaba en ese preciso instante. Estaba en la consulta con mi médico y me dio la noticia de vuelo y de muerte.

―José, ya sabe usted que tenía un pólipo grande en el colon ―miró los papeles y titubeó un poco―. Pues… han venido los resultados. Es un cáncer.

―¿Un cáncer, doctor? ¿Y puedo morirme?

Sentí que todo me daba un vuelco y que pendía de un hilo, como si me hubieran dejado caer por un espacio vacío, sin asideros. Me vino una sensación de desamparo que no sabría describir bien, como cuando de niño sentía miedo, mucho miedo. Aunque entonces siempre aparecía alguien que me daba seguridad y lograba que volviera la calma. Pero en ese momento no ocurría tal cosa. El tiempo parecía haberse paralizado. Ya no era el niño aquel y nadie ni nada apagaba mi pavor, ni me devolvía la seguridad como entonces. Estaba solo frente a algo inconcebible.

―Todos moriremos algún día ―me dijo. Gesticulaba con la cabeza y no se atrevía a sostenerme la mirada demasiado rato―. Hasta que llegue, hay que luchar.

Hay que luchar… He vuelto a recordar ese instante que partió mi vida en dos. No olvido los ojos de mi médico, llenos de dolor y humanidad. Y me veía a mí mismo también, como si fuera una tercera persona, desvalido, perdido, solo, muy solo, y muy asustado.

Sigo sudando en la calurosa calle granadina, sentado en el banco de madera, luchando por esa línea de sombra que me regala el árbol, luchando para que la vida me ceda, también, una línea de luz. Los pensamientos siguen aflorando y vuelvo a recordar que, días después de la noticia de muerte, las siguientes palabras que escucho alrededor son de vuelo rápido: el cáncer se ha extendido por todos los rincones de mi cuerpo. Poco se puede hacer por mí. Esto es lo que percibo en cada paso que, para atajar mi mal, se afanan en dar las numerosas personas que estoy descubriendo que me quieren o se interesan por mí. Y yo necesito hacérselo saber a ellos también. Con todos sus desvelos, reparo en que se me escapa la vida sin haberles dicho tantas y tantas cosas…; tan pequeñas, tan grandes. No puedo irme, no puedo irme todavía.

Sin darme cuenta, me encuentro tumbado en el banco, empapado y sin fuerzas. Si bien tengo que seguir: mis hijos, mi casa, mis préstamos… Señor, yo no soy de muchos dioses, pero no puedo morirme ahora. ¡Ahora no!

Aguardo en Granada, en una pensión que por fin he encontrado, a que mañana mis médicos intenten que mejore para que pueda vivir un tiempo más con los míos. Para que siga con mi vida que, de tanto vivirla, no supe que se me iba sin notarlo. No puedo permitirme morir. Déjame, Señor, un tiempo más para que pueda ayudar a mi familia.

El calor es fiero en la posada, tan fiero como la fiera que quiere devorarme por dentro. Pero la vida es tan bonita… Y me voy a la Alhambra por ver si su belleza deslumbra mis sentidos y me hace olvidar. Aquí, a sus pies, cegado por su hermosura, aunque solo por un instante, olvido mi pena. Sin embargo, enseguida continúa mi pensamiento de vuelo.



Te buscaré

Te buscaré
en las mil miradas de la noche,
en los sonidos cansados,
en los tacones rotos
y en los chillidos de las cuevas.
Te buscaré en la noche…
Sigo escuchando
quejidos de guitarras y taconeos.
Si observo más,
veo miradas de tiempos cumplidos,
sonrisas y susurros.
Veo amor por encima de cielos…
Desde los ventanales del Albaicín,
aunque es de noche,
a lo lejos, allí arriba,
veo montañas blancas;
más hacia abajo,
la Alhambra iluminada.
Un poco a la izquierda,
cuevas y gentío…
Da igual donde mires,
blancos y rojos
se mezclan con diversidad de colores.
Hermosas ventanas de Granada,
por donde tú pasabas.
El ventanal más bello: el Albaicín,
por donde tú pisabas,
que, como yo, llora en la noche
desde que no estás.