La despedida

Capítulo de la novela de Salomé Ortega titulada “Perdí las estrellas”

“Con el corazón alegre, los pensamientos son deliciosos… Cuando el chocolate se mezcla con el azúcar” me decía mi abuela, “incorpórale un toque de canela en el puchero, la densidad del humo flotando en el aire mientras hierven los cálidos vapores de la leche, perfumados de especias dilatan la memoria”, luego se acercaba al jardincillo de matorrales y cogía un ramillete de tomillo para la codorniz, y los aromas pedaleaban en el aire; sacaba de la alacena unas tortitas de matalahúga y ponía en mi boca una cereza con unas gotitas de anís. Repartía sorpresas y golosinas de dioses, tocinitos de cielo y mazapanes. En el bolsillo de su delantal siempre llevaba alguna almendra garrapiñada para endulzar cualquier refunfuño o enojo infantil. Atesoraba el júbilo de los niños, nos inventaba silencios cuando contaba historias, y nos pasaba la mano por el corazón entusiasmado.

Siempre vestía de negro ¡tantos lutos a sus espaldas! Tendía la ropa con un barreño azul en la cadera, blandeaba las sábanas sobre los rosales. Avanzada la tarde las recogía con alguna tijereta sombreando en el embozo. Olía a verano y a ropa limpia, olía como la nada, a memoria y a olvido.

El agua corría por mis pies entrelazados de briznas de verdor tumbadas por el leve remanso de la corriente, dentro había reflejos y brillos de soles rutilantes, los caballos oscilaban sus colas crispadas, se  estremecían sus vientres cinchados y cabeceaban en un intento fallido de  espantar a los tábanos y a las moscas que zigzagueaban en el fluir rufo de la sangre. Mientras se oía el desgarro de las cañas en el eco del barranco, una voz a la deriva nos pedía volver a casa. La llamada de mamá, nos reunió a todos, determinada como estaba nos comunicó la noticia: -nos vamos a Madrid. Y así un día de primavera abandonamos el verde infinito de los trigales, el destello del primer sol tropezando en  las cumbres cárdenas y en los olivares. Volver a empezar, lejos de los tomillares y de mi columpio atado a un almendro, colgando de un ramal con una espuerta de pita. Un nuevo latido en nuestra historia. Echaría de menos adormecerme en la siesta con la lira de las moscas en las tardes de silencio. En mi corazón de niña sentí que perdía las estrellas.

Llegó el día de decir adiós, mi abuela lloraba. -Escribid en cuanto lleguéis, os he puesto un saco de almendras para las niñas y albahaca para ahuyentar a los mosquitos, y unas cadenitas relucientes como los campos de abril, y un caminito de vuelta, por si necesitarais romero o hierbabuena o simplemente volver a por el silbido del viento. Luego mi padre, elegante como siempre, con la mirada perdida en el cobijo de la nostalgia, abrió la puerta y un vértigo de luz blanca entró en el recibidor. Los resplandores del sol me cegaron, dejé mi rinconcito de llanto y los sollozos de la despedida que inflaban el aire, y salí corriendo al exterior a llenarme de espacio, de alburas flores reventando los almendros. Me colmé de luz antes de marchar.