José Antonio Fernández, poemas

El tarrito de arena             

El tarrito de arena ya está lleno.

Medio vacío estuvo durante años

vagando por las calles; de repente

la luna iluminó todo el silencio del mundo.

¿Lo recuerdas?. Estábamos tú y yo muy abrazados

frente por frente al mar cuando sucedió el milagro,

y bajo nuestros pies, las olas nos acercaron

el regalo de reyes. Nos besamos.

Y luego ya, después de crepitar

las sirenas canciones de amor puro,

abrigaste tus manos con racimos

de espuma, que ofreciste al firmamento

como dádiva eterna de nuestro compromiso,

-¿lo recuerdas?-  Entonces, nuestros ojos

brillaron tanto como estrellas hubo

aquella madrugada en los cielos.

¿Lo recuerdas?

El firmamento, justo en ese instante,

nos bendijo de savia, y así hasta hoy,

y así hasta siempre.

(A Cata, mi esposa)


No basta

No basta contemplar sus labios de seda pura

ni aun permaneciendo ella con los ojos abiertos

mientras yo la contemplo recostada en la arena

donde un día de abril, por vez primera, ella y yo

nos besamos. Ni es plácida la luz, ni tampoco

plenitud absoluta al alba, verla, admirarme

mientras la mar crepita en su cabello con tintes

de azahar en las calles y la complicidad

absoluta del cielo. No, no basta.

 

En noches de azul pérfido, teñidas de nubes

espesas al caer la tarde en forma de luna

llena, es pesadumbre o abatimiento no ver

ni vislumbrar de cerca o desde el acantilado,

al agua fluir en grano o derramándose a chorros

desde una cumbre blanca y nevada. Como no es

tristeza ni desidia o agotamiento o cansancio,

sino que en esos días no, no basta

con airear el nombre de la luz a la orilla

del silencio, con ella durmiendo lejos, sola

o en la tierra mojada que pregonan los libros

del estante, escritos a tientas o con tinta

de una lágrima en pena.

 

O en tardes de color ocre, tampoco, no basta

tampoco el contemplar sentado sobre una silla

un óleo teñido de colores brillantes

cuando su falda lisa carece del aroma

a jazmín, siendo mayo jubiloso a la orilla

del río. No, no basta. Porque en días como hoy

en que puedo rozar, apenas con estos dedos,

esa butaca donde ayer mismo ella y yo

nos mecíamos juntos y no, no poder verla

ahora, todo sabe, me sabe a Dios hundido

en arenas estériles. Como movedizas.

 

Porque no, que no basta con yo rememorar

a solas y sin ella, su nombre ni aun en días

soleados a bordo de lagos o Danubios

a rebosar de cisnes, entonando unos valses

sobre aguas dulces. Ni basta su voz suave

desafiando a los ecos del violín más virtuoso

desde la cumbre inmensa de los árboles verdes.

 

Basta, sí, acariciarla en los labios y tendida

su cabeza en mi pecho, ella y yo henchidos de paz

después de convertir la madrugada de luna

en un reguero vivo de besos contemplando

el aire y la luz, puros, de la sierra.


Del libro Bajo la sombra de Vicente Aleixandre y otros demonios, galardonado con el XXXVII Premio Nacional Juan Bernier.


Conversación conmigo después de muchos años

Nunca he sido la sombra de mí mismo.
Podría reprocharme mis primeros
versos en un cuaderno de cuadrículas,
y no lo hago. Ni al verme tantos años
atrás en esa foto sepia, tan diferente
a hoy, cuando ni pecaba de cansancio
de siglos o sentaban a mi mesa
a esos tristes e incómodos
invitados de piedra
que murmuran durante el desayuno
que no nos parecemos.
Llueve, pero también llovía entonces
en aquellos renglones del cuaderno de música
sin notas de hace más de cuarenta años,
y no por ello caigo ni caía de bruces
al menor contratiempo.
Sigo sintiendo auténtica pasión
por el mar, y en mi espejo
no hay arrugas
mientras me peino. Canto mal como antaño,
como sigo adorando a Aute, incluso
después de muerto. Escribo y borro, y sigue
habiendo mil tachones entre un verso
y otro. Porque aún hoy -lo confieso- continúo
creyendo en el poema inacabado
poco antes de cerrar
los ojos y quedarme en blanco. Y aunque es octubre,
mis dudas no consiguen
cegarme ni anegarme en los septiembres más turbios
a mitad de cosecha.
Y es que cuando leo hoy aquellos poemas
no me arrepiento, ni cuando me duermo
la siesta en pleno campo
y los paisajes tanto
han cambiado de aspecto
estas últimas décadas. Soy supervivencia
de mí mismo y aún me veo con ganas
de discutir con ese alguien que lleva
mi nombre y tiene mi misma letra,
a pesar de los años.


Llora una bandera sin viento

Llora una bandera sin viento,          
blanca,
canciones de muerte sobre la arena.
El desierto de luz cruje los ojos
y se acuesta de sueño a la voluntad del hombre.

Llora el sol por la ventana, en Oriente;
llora por las puertas y las paredes
como presa de los cuervos con plumas de plata
anidando con la víctima en el pico
sobre los árboles delirantes.

Los ecos de dolor son ya vestidos deshilados
que piden besos
antes de ceder al polvo inconsolablemente.

Y ahora llora la carne herida
y sin dibujos de labios en la cara.

Los trigos se despiden del sol en Oriente

porque no hay hambre de pan
cuando los muertos no lloran ni silencio:
calladas las calle, los niños caen en redondo
como hojas de otoño prematuro.

Alguien, cubierto de cadáveres y rezando
desnuda el amor de los hijos de piel,
pero sólo doblan las campanas
cuando gritan las banderas
nuevas criaturas de polvo.

El desierto, envidiando al mar,
despierta gruesas olas
que bañan, uno a uno,
a cada hombre que retiene el aire para rendir banderas.

                                                      Pero las banderas se ondean
cuando el viento sopla teclados de viento salado y sólidamente oscuro.
Cuando las nubes
llueven sangre, y un millón de cadáveres
son testigos de las manos sedientas
                      y los ojos insaciables.

(Las campanas anuncian el final de la noche:
un millón de cadáveres
lucen los huesos

sobre las olas de arena …¡Un millón de cadáveres!)


Soliloquio

-¿Qué pretendes clavándome
tus ojos en los míos? 
-¿Qué debería ver?

La luna reflejó llena la llama
desde la oculta sombra de aquel único
cuerpo erigido en dos:
como si dos perfiles enfrentados
huyeran del silencio
y procuraran luz desde el confín de la carne.

-¿Acaso debería responderte?
-No hay luz en tus ojos.
-¿Qué pretendes?

Se deslizó del cielo una cinta morada
-¿o fue aquella ventana abierta al océano?-,
y al golpear el suelo, se alertaron
las sombras, y huyeron.

-Enreda entre tus dedos este espíritu
hambriento, como anillo
que promete amor eternamente.
-¿Por qué deshabitarte?

Fue entonces, en aquel
instante, cuando el iris se anudó
a la cinta morada
hasta enlazarse al tiempo, a la luna
y su oscilante péndulo:
como criatura opaca
que se mece a la sombra del pecado.


Paseos por Córdoba junto a Ricardo Molina

Paseo junto al río, mientras veo
en la orilla gastada de barandas,
a Ricardo Molina, contemplando
la algarabía gris de los nenúfares

sin reparar en nadie. No, que apenas
habla, ni de molinos de ni alcáceres;
acaso de los peces de yeso, decorando
la ribera. Memoria de impasible

sortilegio, invisibles naipes al uso
donde apenas repara ni el silencio.
Entonces digo, ¿quién adivinó
el nombre encaramado del poeta

que, de paisano, supo designar
una a una cada estatua donde arrecia
el secreto del alma, entre horizontes
de espuma y versos, y de cara al alba?


Tanto monta

Entre el hombre y Dios, entre Dios y el hombre
trota el potro de las preposiciones.
Como Dios es: en, por, para, desde el hombre,
es el hombre con, bajo, aún, de Dios.

Y sin embargo, pero…¿qué es Dios sin el hombre?
O qué el hombre contra Dios, por ejemplo.

A bien o mal os digo, que si confuso es el trote
entre el hombre y Dios cuando el potro
responde al nombre de preposición,
jamás vocablo enredárame, confundiéreme ni hiciéreme
perder el equilibrio tanto, como ese pero: ese “sucede”
que por más que brinco sigo a dos velas…


Diálogo


    1

Dije: He despertado. Voy tierra adentro,
recobro el ansia de vivir, sentir
a manos llenas la vida. Dormir
es un espejo, un soplo helado, lleno

-un tal vez o un “fuera”, así en pretérito-
donde romper el aliento. Morir.
Dije: - Sin niebla me olvidé de herir
a nadie. Vengo desnudo en alma y cuerpo.

Y acabé hundido: quise hallar al hombre
sin alforjas de polvo, y lo perdí
en las sombras. Busqué a Dios para guiarme

y me golpearon en ambas mejillas.
Quedo solo, entre helechos de ceniza.
Tanto vivir me hizo mudo…

  2
           
Dijiste: No calles. Ven y arremete
contra el dolor –la madrugada oculta
tus manos-. Ven y lucha.
Haz en mis carnes la obra única  -creen

todos tu rendición. Ahora vuelve
la niebla, oh dios de la amarga penumbra.
Golpea o serás semilla de sombra,
gota de sueño ajeno. No huyas. Tente.

Dije: -Mañana seré hombre. Hoy
tengo sueño. Tras la hora más oscura
encenderé el llanto. Ya desahogado

descenderé de nuevo a tu piel. Hoy
tengo sueño. Quedo mudo porque la luna
sopla despacio y apenas queda tiempo.


A veces

A veces creo no tener edad ya para escribir versos.
Que a través de las rimas -lo confieso- hay veces que me pierdo:
bien empeñándome en que Dios sea o no cierto;
bien buscándome en ese tú donde tantos días ni yo mismo  siquiera ahí permanezco;
bien rebelándome contra ese silencio que tanto detesto;
bien riéndole las gracias no sé cual niño muerto.
Lo confieso, es cierto. Siento vergüenza -ahora que lo pienso-
de mí mismo, y sí, confirmo que no tengo edad
ya para jugar con las rimas.

Y es que vivir no perdona.
Sin ir más lejos anoche volví a darme de bruces con un mendigo.
Pero a diferencia de entonces, en esta ocasión no tuve sueño.
Como entonces, se despertó el susodicho, confuso,
pero en lugar de sonreírme sin nadie dentro,
se me abalanzó para clavarme un tremendo insulto en la mandíbula.
Paradójicamente,  y creyéndome más débil que él,
me disculpé sonrisa en boca
y me perdí corriendo hasta la taberna más cercana.
Después de varias horas,
cuando creí tener la cabeza
lo suficientemente entumecida,
me despedí de los presentes
y con tanto disimulo que casi me engaño a mí mismo;
a renglón seguido me refugié en una hoja de papel
hasta afilar toda astilla posible con la que arañarme el alma.
Creyéndome más desdichado que nadie,
con más ecos de dolor que nadie revotándome en las venas que cualquier semejante,
sonreí satisfecho, poema al ristre...Hasta este amanecer,
que caí en la cuenta de que no había nadie dentro,
ni mendigo ni dios a la intemperie.

Y porque vivir no perdona,
creo ya inútil escribir endecasílabos
o encerrar lo evidente -aunque duela al más cursi- en conceptos
de parcial significado, siendo como creo serlo,
un poeta de tantos, con solapa y bombín inadecuados.

(Y es que digo: ¿para qué hacer música de los miedos?
¿Para qué engendrar un silencio dolorosísimo
e impalpable, tan profundo, que nadie conoce
-ni yo mismo-¿
¿Qué sentido tiene
tratar de hallar lo desconocido a través de un verso?)
Y porque me sé miserable,
o callo o me sincero, que va siendo hora de saber
que un poema en nada se asemeja a una cruz -sirva o no
para redimir por ejemplo al desprecio-;
he de saber de una vez por todas -que ya voy teniendo edad-
que de nada sirve deletrear un soneto:
porque sabed -y así me entero-
que hay hambre en la calle;
que de sed, muertos;
que no sonríen los mendigos en arte menor
por ejemplo.
Sepamos por vergüenza
que si sobran elegías de bella rima y confusas metáforas,
en el fondo,
nuestro alrededor está sembrado de rastrojos,
de tanto sueño como nos acecha.

Y no es una amenaza.


Carta a mi hermano

Aunque he sido ciego
-y según me han dicho
probablemente seguiré siéndolo-,
he decidido enviarte mis manos.
No le digas a nadie,
ni a ti mismo,
que están cortadas de raíz:
cuenta la intención.
No olvides dejarlas correr libremente
entre tus ropas
como hilos teñidos de seda
que no procuran otra cosa
que descubrir agujeros al uso
o remiendos a medio desprender
que ayer, míos, desenterraste.
O quizá zurcir los rotos.

Tal vez esté ciego,
y manco,
y cojo.
Pero es mejor de ese modo:
no tener
cuando no he sido
antes de volverme polvo.

Aunque sea ciego,
no me culpes:
sólo soy uno de todos.
Permíteme que ablande tu almohada
antes de irme lejos
para que sueñes conmigo.

Despídeme de mí mismo.
Pero no me abraces.
Enciende mejor tus ojos
y dame aquel guante blanco colgado en la pared
-mira dónde señalo-
Dime ahora adiós con mis propias manos
pero sin apartar los ojos:
es fácil perderse siendo nadie.
Cuando esté lejos puedes quedártelas
como tuyas.
También los ojos y los pies.
Donde voy no necesito nada.
Ahora dime hasta nunca.
                                                 Tu hermano


Pero el mar

¿A qué hundir los pies en ese horizonte
inhóspito o mar estéril de arena?
¿A qué extenderse frente
a mis ojos
como un espíritu que se diluye
para acabar proyectándose luego
a ras del cielo, así,
como contemplativo?
¿O qué fue de aquellas dunas de arena
floreciendo en el suelo
como rosas de duda
o deslizándose minuciosamente
hacia la noche pura?
¿O qué de aquella luna
implacable
saboteando de azul las aceras?

Pero el mar.

Mar como rescoldo de luz o estatuas
de sal sacudiéndose de las olas:
desde le seno profundo
a la superficie: como promesa
gravitando desde el hueso del dátil.
Como oasis circundando el planeta
con hambre es cada esquina.

Pero el mar.

El mar rendido al hombre
como serpiente piadosa que tiende
pan al hambriento desde
el eco de una palmera invertida.

Pero el mar.

El mar sin más.


José Antonio Fernández García está galardonado con el escudo de oro de la Unión Nacional de Escritores de España.