Matteo Barbato, poemas y relatos cortos


Noche de niebla

La niebla me observa con sus ojos húmedos;

difuminando mi perfil

mezcla el color de la lluvia

con la sequedad despavorida.

Su rostro transparente me acaricia

como la silueta de un sueño

y sus palabras,

sus sudorosos textos, son lágrimas

que lucen en una noche de alma.

El cielo se pigmenta de ceniza

—la vida oscura se asoma desde el llanto—

y mi voluntad dormida hierve

entre vahos y suspiros.


El jardín del Edén perdido

La primavera, enmudecida,

se encierra en el esqueleto de los árboles,

las ramas pierden el peso de sus hojas.

El cuerpo caído vuelve a ser raíz,

oculta su legado desde el silencio.

La andanza del amor simula estos pasos:

esconde el mensaje cíclico del universo.

Hoy es una hoja caída;

su quietud, la nostalgia, mutará con otra mirada.

El otoño es un paseante solitario,

una ráfaga de suspiros que se adueña de un bosque desierto,

una historia de amor,

el vano sentir de haber sido.


Aunque no esté, duele

Gotas de memoria

en mis mejillas dormidas:

caen,

buscan enloquecidas un sendero

como los alterados segundos

que la nombran muriéndose.

La soledad asoma,

trepa los cristales desde oscuras lejanías:

la noche depara un camino de cangrejos.

Está despierta, yace en el vacío de los días,

en los instantes que separan dos latidos

y, sin embargo, acurrucada a mi espalda.

Arranco trozos de su piel

excavando entre la hiel y el sueño:

sus ojos revelan un dolor primitivo,

sus cicatrices abren y cierran las antecámaras del daño,

el duelo me habla con la boca de siempre.

Su sombra se retuerce como eco sobrevivido:

yazgo desnudo en el invierno

y su recuerdo me persigue.


Beber de una botella azul es tragarse la marea

Cierran los bares

y dios es un recuerdo

que se mide por litros

RAQUEL LANSEROS

El vidrio azul de una botella me contempla.

Gota a gota mi noche se vierte en ella.

El cristal vence mi sed,

sus aguas cautivan mis desiertos.

Su templanza me enseña

el equilibrio de un fuego sin llamas;

su resignada condena

me ofrece el castigo y la fuerza

de su enérgica visión.

Brindo a la vida:

la transparencia del cristal me enseña la marea;

oigo una sirena y bebo de sus manos...

Las aguas se liberan en mi garganta

y su embestida milenaria se derrama en mí.

Como río arrasador, abismado en su sabiduría,

canto toda mi verdad al sueño etílico:

la noche se encierra en un bar

y mi vida se vierte en ella.


Remotas cercanías

Sobreviví al parto sin saberlo,

fui un niño hambriento de amor

enfrentado a una mujer

con la sed propia de una niña:

mi derrota fue quedarme sin apetito,

la suya fue romper aguas.

 

Lloró… ¡Su placenta lloró!

Perdió hilos finísimos, alfileres de lluvia,

resonancias que me persiguieron

con sonidos de gotera.

 

Quise olvidar...

el relámpago, la premonición,

la sensación de abandono

que lentamente se abrió paso

como una grieta…

Como una herida.

 

La distancia se acercó a nosotros

con un abrazo que abarcó kilómetros,

y sus caricias vinieron a verme

con el espectro de las nubes.

Tuve ganas de llover

y un sonido (a)temporal

selló nuestro silencio.

 

Tuve otra madre

que se adelantó a su nombre

—me quiso como a un nieto, me trató como a un hijo—.

 

La olvidé, tantas veces como pude,

y con la lejanía esfumó su esencia de madre.

Me dijeron que quiso recuperar su vida

—ahora sé que al encontrarla se perdió—.

Como protesta me negué a vivir:

dejé de estudiar y de jugar,

abandoné mis dibujos,

depuse los pinceles debajo de la almohada

—para que germinaran sueños—,

y esperé…

Su esencia volvía en cada silencio,

en cada lluvia...

 

(...)

 

Años después, y con su alma libre de relojes,

todo era un arrebato de alas bajo su cielo.

Me costó entenderlo:

hubo días que quise borrarlo todo...

Recobrar el olvido, olvidar lo recordado...

 

Ahora la lluvia es nuestra melodía

cuando callamos escuchándola detrás de los cristales.

Mi madre volvió, su sonrisa derribó el silencio…

 

(…)

 

La soledad de un niño quiso volar libre

y en un abrazo azul madre

encontró las alas.

 

Elogio de lo absurdo

La sonrisa burlona de un semáforo en rojo,

una mariposa resistiéndose al silencio

con un susurro de alas,

los días adormecidos a ras de un sueño,

el camino de la hiedra,

la visión temeraria de unos ojos abriéndose al futuro,

el insomnio de la luz,

el temor de las olas antes del impacto:

proposiciones,

disparates,

ocurrencias...

 

Confabulan a mis espaldas,

me aferran,

me invaden con su vocación de sombra:

su matriz se esconde tras la piel curtida de mis humos

y su derrame intencionado

es una hoguera íntima que no se extingue.

 

─ ¿Quién eres? ─preguntan unas voces,

cuando todo el mundo me llama por mi nombre.

 

Soy la quimera detenida de un peatón,

vinilo desgastado de un camino de memoria,

materia gris en el manto triste de una nube,

promesa de vértigo,

pretérito imperfecto sin afán de mañana,

sombra despierta a la espera de un albor merecido,

ser de agua y sal, oculto entre las olas.

 

Un GPS enajenado se sitúa ante mí cuando me pierdo:

la locura me ciñe mitigando la tristeza

y el bolígrafo cumple con su misión catártica.

 

Escribo y la somera verborrea del pensamiento

se inmola desde la altura del poema.


Algún día, cuando me busques                                              

Yo no escribo (…)

sólo soy herida que habla

BEGOÑA ABAD

 

Quiero olvidar su avance,

observar cómo se agrieta la piel del tiempo,

sentir ligero el fardo de los años

y descubrir cómo acunar las primaveras

con el alivio del pasado.

 

Pasan los días y llegará el olvido

con su patrón de páginas blancas,

con su memoria hueca

y sus territorios perdidos:

me alcanzará un torrente perpetuo e invisible…

 

Pronto se irán las fotografías y los recuerdos,

pronto te irás, melancolía.

 

Su lejanía llegará como un océano

profundo y sin aguas,

será un silencio sempiterno:

mi cuerpo se descompondrá en lluvias secas,

dormirá en el lecho de un río de eternidades.

 

Quizá, por un momento,

serás testigo de mi débil existencia,

de cenizas abandonadas y sin nombre,

de viejos afanes enterrados por la historia,

del esfuerzo de salvar lo que me pertenecía.

 

Algún día, cuando me busques,

me encontrarás en la esencia de los versos,

en la memoria de hojas desgastadas,

en ese reflejo tuyo que nunca quise perder.



En el patio

 

Qué extraña se ha vuelto la existencia:

tú sonríes en el pasado

y yo sé que vivo porque te oigo llorar

ANTONIO GAMONEDA

 

Tus pasos pesarosos trazan líneas,

dibujan círculos invisibles

en un patio poblado de sonrisas.

 

Tus piernas diminutas huyen

—caminas como un juguete de cuerda—,

giran en torno a tus temores,

a unos miedos que te persiguen,

—o quizá seas tú quien persigue esos monstruos—.

 

Las preocupaciones te ahogan,

tus labios callan,

usas máscaras en lugar de palabras.

 

Tengo un mal presentimiento,

pequeño como tu edad

y grande como tu ausencia:

me aterra la idea que esos males crezcan junto a ti.

 

 (…)

 

Pasan los días y las palabras duermen

—cada día me llega tu silencio—,

palpitan sin voz como silbidos,

se agarran a los labios mientras te pierdo.

 

Me quedo con llagas en la piel

y con los lirios de tu juventud en la mente:

me dueles como un juguete roto,

como un patio vacío, sin risas y sin niños.

 

Intento hallarte en mis versos,

rezo sin voz para que me oigas

mientras juegas al escondite.

Sigo esperándote desde la sombra

—borrosa es la visión desde las lágrimas—,

mido con caricias las distancias

—durante años apenas pudimos mirarnos—;

observo, una y otra vez, esa fotografía

que se agrisa y que refleja nuestros ojos…



Es tan grande que su soledad me llena      

Una débil afonía se dispersa en el aire:

me queda el sonido volátil de su voz

y el estúpido intento de atraparlo entre las manos.

Observo su fotografía,

la sonrisa congelada,

el rostro de una infancia de aguaceros,

la historia y el laberinto de una plegaria mojada

−solo puedo susurrarle al oído

cuando le hablo en silencio−.

 

Su presencia,

insondable y fugaz,

es un socavón que se repite

en un sendero de sinsentidos.

Su mundo no me pertenece,

las emociones quiebran,

mi bandera se la lleva el viento

y él, huérfano de un mundo padre,

es el km 0 y el desolado rugir de mi cielo.

 

Enredo unos versos tibios al aire

con el desasosiego que silabea su nombre

y la sombra,

su devastador eclipse,

deslumbra mi universo.

 

Es tan grande que su soledad me llena...



Volver


Aún te pienso

con el rostro de siempre

JOSÉ ÁNGEL VALENTE

 

El pasado revive en sus calles,

mi avance se pierde en su memoria:

un camino de imágenes

revolotea por las avenidas de mi mente.

 

Mis dedos hurgan en las estrías del tiempo,

se abren paso a través de los muros

de una casa de antaño

—confundo estoicamente lo que soy

con el ruido fantasmal de los recuerdos—.

 

Mi abuela, ama de casa,

me espera con la comida enmohecida;

mi abuelo, marinero,

sigue evocando las travesías de su barco fantasma;

mis amigos, de visita,

me reciben alegres

pese a la distancia de nuestras biografías;

mis padres atesoran la infancia del tiempo en la mirada.

 

Contemplo la expresión ensimismada del pasado…

Soy el turista de un pretérito imperfecto:

su lluvia finísima

regresa sin tocarme,

su caricia se aleja

sin marcharse.

 

La humedad del puerto transpira en la piel

y el paseo marítimo me carcome

con su barniz color melancolía.

 

Vuelvo a mi ciudad natal:

llevo mi tierra a cuestas

—sigo añorando el mar—,

soy sarcófago de su alma oxidada,

cuerpo ausente entre vosotros.


Recuerdos de arena y sal

Recuerdo estar frente al mar

entre el son de las olas

y el vaivén de la conciencia,

en un territorio sin fronteras

hablando con su melodía sin verbo,

oyendo resonancias que sobreviven a las distancias.

 

Recuerdo el sol desnudo caerse

y el mar de sombra vestirse

en un bucle de amor que acariciaba mis pies

en un paseo de orilla y luna.

 

Recuerdo agradecido

los pensamientos escurridizos que volaban con la brisa,

los abrazos abandonados al agua

y la transparencia de la calma;

aquella blanca espuma

que te cubría con sus huellas,

y la marca de tus pies

que la mano del mar borraba junto a la orilla.

 

Recuerdo de aquellos días de amor,

tejidos y después desechos

como el olor del mar,

aquel cántico de aguas sedosas,

aquellas canciones de sentimientos y estrellas,

aquella espiral de cielo y marea

que suspiraba silenciosa.

 

Y hoy

vestido de agua y de recuerdos,

—como si me bañase en su literatura—,

entro en el abismo de una mirada sin idiomas,

en la biblioteca del corazón de las aguas,

llena de rincones y respuestas,

 y vuelvo a recordar 

 cómo el mar me bautizó al amor

junto con la sal de su tierra.


Saudade   

Siento que lo nuestro existe,

aunque no pasó nunca.  


Extrañas cercanías 

 

A la memoria de mi abuelo

 

El recuerdo se esconde

en la sombra de los días

y cada noche es un ojo infinito,

negro y sin párpados.

 

Su mirada,

un centinela incómodo,

escribe en el aire tu memoria 

y los astros,

puntos ensimismados e imposibles,

manejan la cartografía de mis sueños.

 

Eres la luz,

esperando al otro lado de la vida,

la no-presencia

que susurra escondida cuando el viento

pasea su nostalgia.


Luces de la ciudad  

 A la memoria de Charlie Chaplin

 

El amor no puede explicarse, 

vive de un lenguaje mudo 

cuando los ojos tienen voz.

 

El color de la vida  

Vuelve la brújula del tiempo, 

se agrieta la piel

abriéndose al pasado, 

penetra en mí

la luz de lo que fuimos. 

Hago sintaxis de memorias, 

mezclo las pérdidas 

y los pronombres posesivos, 

vierto las palabras, 

reúno los celos y las caricias,

descubro los silencios soleados

de las fotografías.

El presente es un momento ínfimo 

que muere sin despedirse, 

la libertad,

un fracaso lleno de futuro. 

Somos sombra sin piel,

silueta de aire y silencio,

sueños entumecidos, 

susurros oxidados, 

tristeza de unas nubes 

que aguardan su llanto para mañana.

Nos queda el abrazo 

y la lentitud, 

la libertad de entregarnos 

al color de la vida.


Lo sagrado y lo profano 

Fantasías confitadas de algodón,

pensamientos en duermevela 

que se elevan a la altura de las nubes,

voces en almíbar, 

ecos divinos que trazan su legado.

Nuestra mente se relame,

la memoria de la carne

segrega sus carencias,

y el vientre ávido se enciende 

aproximándose al eros:

la sensualidad desenfrenada

nace como promesa de futuro,

es un sismógrafo interior infestado de sirenas,

los impulsos laten 

y buscan a tientas la llama del temblor.

Buscamos lo sagrado 

desde la oscuridad del precipicio

y, tras el esfuerzo, 

tras el dolor, 

segregamos la luz 

con el rocío que brota desde los ojos.

Somos ángeles caídos:

el pecado,

nuestra culpa más codiciada,

reluce con descaro:

nuestro cuerpo se hace hoguera.  


Un disparo de fuego rubio 

Las nubes se abren a la luz 

y yo cierro los ojos imaginándola:

entro en un territorio ávido de domingos, 

en un atardecer inmóvil que observa,

en un instante detenido

que el espejo del mar embellece,

en una tarde anaranjada

que funde sus colores 

con la belleza dorada de su pelo.

 

Caminamos de la mano

y nuestros pasos van hacia el mar, 

hacia la comarca del deseo,

hacia el roce codiciado 

(para atendernos con caricias). 

Es tarde, pero no existe el tiempo: 

atesoro como eterno

el aroma del instante mínimo,

me dejo ceñir por el consuelo de su pecho,

me rindo al magnetismo de su boca, 

soy siervo del juego hambriento de sus labios.

 

La pasión furtiva me vence y me desnuda,

el cuerpo marino,

sedoso y sediento,

nos cautiva: 

sus manos anhelan el tacto de la carne… 

su vaivén barre los inviernos 

y las olas enredan nuestros ojos. 

 

Acaricio su propósito: 

puedo asir su cuerpo húmedo 

sabiéndome a salvo de toda lluvia;

puedo detener el tiempo deleitándome,

de algún modo cohabitarla, 

iluminar su boca oscura 

y descubrir el pecado,

desvestirla del deseo atrapado entre sus piernas 

y hacerlo mío.

El agua se hace fuego,

el placer nos funde en uno,

luego nos abandona.

 

Ahora lo sé:

después de la cumbre 

—de su mirar—

todo es efímero.


Desde la orilla                   

Locura de olas y recuerdos

en vaivén repetido,

desenfreno interminable,

dicha que no llega...

El recorrido extenuado

se rinde al polvo de la orilla.

 

Observo la lucha,

el intento de resurrección

de unas emociones trituradas y escondidas

bajo el océano,

la derrota de los barcos naufragados

y de unos amores perdidos en su vientre,

el olvido de las hogueras mojadas

— los fuegos extintos esperan en tierra firme,

las heridas vivas laten en mar abierto—,

la memoria de cicatrices

que trazan líneas de dolor

a lo largo de una geografía

que se extiende como el recuerdo...

 

El mar continúa mezclándose para olvidar

— las aguas viven de llantos—,

sigue custodiando la historia

en sus profundidades,

la de unos labios

húmedos y sin nombre

que esperan ser rescatados.



Llega el invierno

Llega el invierno
 
con su abrigo frío

y los enamorados

sonriéndose

se desnudan

para combatirlo.


Elba

Te iba a nombrar,

como la isla donde mi vida comenzó a brillar,

aunque nunca llegue a poder amarte:

un seis de marzo tu ausencia

desvaneció mi sueño.

Iba a enseñarte ese mar

que me llenó de esperanza,

ese cielo y tierras que me dieron la vida,

pero solo me queda musitar tu memoria,

la de una mirada muda 

y sonrisas piadosas,

perdido en el vaivén de las olas

que hipnotizan tu frágil recuerdo.

Hoy tras años de soledad renovada,

náufrago en mis pensamientos,

sigues aquí cobrando vigor en mi vida,

sigues amarrada a mi soledad..


En el silencio

No sé

si es sabiduría,

verbo callado

o calma aparente.


No sé

si es afán de búsqueda

o huida eficaz.


No sé

si es una ofrenda divina

—eterna e inmóvil—,

un lugar intransitable

o una certeza inmaterial.

A veces pienso que el silencio

es una respuesta necesaria.


Así enmudezco:

el alma fluye

y se abandona al aire manso

y al ardor del océano,

a su presencia indescriptible

y al movimiento certero

de su vaivén.


A veces el silencio me habla

con su altavoz —el viento—

y su boca —la marea—

me besa en la orilla

y mi vida se baña en unas aguas

que aclaran mis porqués...

Soy como perro fiel que nada en su sueño,

me fijo en la verdad azul del mar.

Quizá dejarse respirar, abandonarse a un constante vaivén

de entrega y posesión,

sea la respuesta.



A veces agrada que nos hiera

Adivinanza Invisible a humanos panoramas, dueño de la pasión y soberano de las almas, guerrero implacable y sensual impostor...

Es apocalíptico, idílico en sus batallas, poético en sus derrotas, proviene de la vida antigua y su futuro es el recuerdo eterno.

Camina sin pausas y perdura más que el hombre, revive en una palabra de dos sílabas, grande como el universo.

Sus cárceles son aposentos dorados, su malogro es un edén perdido: después de Eva todo hombre le busca a través del pecado.

Llega a los hemisferios de nuestra conciencia gracias a las curvaturas de su afán, nos arropa con su vértigo y se esfuma en el crepúsculo si soñamos con su llegada. Su condena es un silencio que nos persigue omnipresente, su dicha es una geometría que se mide con caricias.

Somos suyos: su esfinge anida en el pecho y se ancla en la memoria de unos días que ya no volverán. Somos esclavos de sus abrazos llanos y buscamos la chispa de sus besos de pólvora: somos una muchedumbre de corazones rotos a la espera de estallar, paseamos por los precipicios del volcán hasta que Cupido llegue a salvarnos.

Nuestros cuerpos ansían su felicidad y... le regalamos como ofrenda todas nuestras sonrisas en un arcón de esperanza.

Y...  no nos importa el precio de la herida avalada con llantos, ni las promesas incumplidas remendadas con inundaciones de letras tristes: todos ansiamos la borrasca impetuosa de sus aguas, la tierra prometida de sus versos, el soplo ligero de su brisa, hasta que nuestros latidos expectantes y desbocados, enloquezcan en el infierno de sus impulsos.

Somos mendigos sedientos del manantial del amor: cuando falta la resonancia vibrante de su estrépito, falta el fulgor de su poderío. Amor, amor todopoderoso, todo es amor, la vida es sentimiento.

Contemplo el eclipse de la blanca esfera de la noche, espero un alba repleta de promesas, rezo al todopoderoso sentimiento y a su morada gitana para suplicarle el secreto de su esencia. Pero solo creo que si hoy existiera Cupido sería un asesino y yo le pediría morir de su mano con la promesa de bailar con su olvido. Porque lo que nunca dice un poema es que ser valiente es enfrentarse a la herida que volverá a derrotar mi pecho y que el amor, ese AMOR bendito que preside nuestras almas es tan noble que a los vencidos les deja atesorar sus reliquias.

Matteo Barbato es miembro de honor de la Unión Nacional de Escritores de España.