El escritor que languidecía en la más absoluta soledad

Martin J. Schneider
Le conocí un día en un jardín, por pura casualidad. Estaba sentado en un banco de madera, apurando los últimos rayos de sol aquella tarde de otoño. A sus pies yacía una alfombra de amarillenta hojarasca que revoloteaba caprichosamente, aventada por una leve brisa. Una cuartilla se escapó de sus manos y vino hacia mí. La cogí casi al vuelo y encaminé mis pasos hacia él, para entregársela. Sin poderlo evitar leí algunas líneas; era un poema que estaba escribiendo y recuerdo sus primeros versos:

 “…Se me ha muerto el alba estremecida
entre gemidos de dolor sin esperanza..”

Parecía un encuentro predestinado. Estuvimos un buen rato hablando; en sus ojos había ese infinito poso de tristeza que dejan los años, cuando ya el martillo del tiempo está dando sus últimos golpes. Su voz era pausada y dolida, pero tenía ese acento de sosiego que se madura en el alma, cuando vida y resignación se han unido fuertemente y caminan juntas, inexorablemente, hacia la última frontera.

Me dijo que habría estado escribiendo sin cesar, desde sus años jóvenes, aunque sus libros inéditos eran montones de folios que dormían en la paz de cualquier rincón, allá en su humilde casa. Le animé a publicar aquella obra, sin duda voluminosa, para que no se perdiera su voz ni su acento Me miró esbozando una helada sonrisa y dijo que ya era demasiado tarde, que ya nunca alcanzaría a ver la totalidad de su creación, ni sus libros de poemas, plasmados en letra impresa. Había decidido que murieran con él y solo ansiaba tener fuerzas suficientes para prender la hoguera un poco antes de que sus ojos y sus sentidos quedaran para siempre insensibles al mundo. Intenté animarle, infundirle esperanza, enaltecer su autoestima y prometí volver cada tarde a aquel jardín para compartir con él los últimos rayos del tibio sol de otoño…

Pero no volví a verle más. Aquel viejo banco de madera quedó desierto para siempre. Ignoro si aún seguirá en algún recóndito lugar de su humilde y desconocida casa rumiando sus desdichas, dejando caer sobre el papel unas lágrimas de tinta que nadie nunca leerá; tampoco sé si se habrán hecho realidad aquellos versos que recuerdo y habrá partido ya junto al alba estremecida, entre gemidos de dolor sin esperanza.

Martin J. Schneider