José Manuel Regal, poema

No llegó como un tsunami


I

 

No llegó como un tsunami.

Sigilosamente ávida, sin estruendos

                                                 ni gestos

que delataran su presencia,

ni olor a carne quemada,

                    sin ritos mortuorios.

 

Pasó en silencio

en los columpios invisibles del viento apaciguado

y los miró a los ojos,

                              de frente,

                                       temeraria

nombrando uno a uno

                              y señalándolos con el dedo.

 

Los tocó suavemente;

un roce ligerísimo bastó para matarlos.

Les susurró al oído

como lo hace la vieja ramera

                                       con un joven inexperto

hasta arrastrarlos al hondo de su vientre;

la muerte los besa con descaro, una y otra vez,

con sus labios de seda.

 

¿A dónde ir, -dijeron-

si han desvalijado la esperanza?

¿Dónde podremos esconder

                    nuestros propósitos?

El hambre nos clava su arpón

                              en el estómago,

como lluvia de fuego se incrusta

en nuestros miedos.

 

No vino de visita;

más bien la bestia creció en su aposento

y  miró  a los ojos

                              de los desheredados,

los miró de frente

como mira un juez severo al condenado

para inyectar la savia de ponzoña,

se diluya en las venas,

en las páginas del alma;

gotas de dolor

y tizne sus rostros de lepra sangrante

hasta encerrarse en la espesura

                                       de la noche.

 

Llegó temprano.

Se vistió de gala

para confundir al alba con la niebla,

la luz con el helio,

la noche con la muerte.

Y los miró de frente

como se mira a los reos sin historia

para inocularles

las últimas dosis de virus de sida,

arrastrarlos a la confusión de la sombra

donde los ladridos

son voces mortecinas que apenas si se oyen

hasta dejarse desvanecer en el olvido.

 

No llegó como un tsunami,

puedo decirlo bien alto.

Sé que los miró

como mira el tigre a su presa

y deambula en sus alrededores

hasta dar un último

                    y certero zarpazo;

se guarece muy cerca de sus casas de lata,

en los callejones sin fondo,

en las plazas vacías,

donde el reloj puso punto final

a las prisas de los lunes

y las nubes de polvo

rocían con sus ásperos dedos

el último suspiro de la tarde.

Y ahora que reconozco sus gestos

sus perfiles se agrandan por momentos.

Vienen a mí, a nosotros,

al regazo que anhelaban en el norte.

Traen la nostalgia,

las primaveras rotas, como lastre,

                                                 a sus espaldas

y la poesía en las rayas de las manos,

vienen con la lluvia

en la ribera del miedo,

el temor eterno a no sentirse hermanos

                                                 de los tojos,

a desangrarse en la canícula de agosto.

 

Con mirada fría,

apareció con movimientos toscos,

silenciosos gestos,

                              casi imperceptible

disfrazada de otoño

y sin embargo…

                              los miró a los ojos.

 

Algunos

-los más valientes-

huyeron con su hogar a cuestas

hasta perderse en las aguas del estrecho.

Ya no me quedan nombres

ni gestos

          ni palabras

                    ni verbos que den movimiento

                                                 a mis ideas,

ni sueños para prestarles un instante.

 

Otros alcanzaron la costa

                                        agotados

tristes,

                    derrotados,

ebrios de sal y el alma quemada.

Miran por última vez el sur

                    -para no perder el norte-

donde habían enterrado sus heridas.

 

No llegó como un tsunami, creedme,

pero

toda África palideció al ver su rostro.


II             

 

                                                 Al otro lado corre un ancho río.

                                                                                 Manuel Padormo.


Al otro lado,

donde la serenidad del sol monta

                                       movimientos imposibles,

los puentes de los ríos

están tendidos en paisajes invisibles,

los trenes

pararon sin remedio

en el sueño de las vías muertas,

los libros

reposan en estantes inalcanzables.

 

Allí

nunca se pone el sol

sin que la carcoma meriende su porción

                                                           diaria.

Ya no quedan árboles que acaricien el paisaje,

ni bosques,

          ni memoria

                    en la conciencia de dioses del norte.

 

Al otro lado

sierras mecánicas descarnan

          las últimas voluntades vegetales,

antes de arrancarles

las noches frescas de su savia.

Péndulo de la nada en madrugadas

                                                 vacías,

abandono de ser quienes son,

          -o quienes han sido-

antes de partir

el último sobreviviente a colonizar el norte,

                                          a pedir limosna.

 

III

 

 

Pan y paz

para el sur

y palomas que atestigüen

                              la promesa.


José Manuel Regal García es miembro de la Unión Nacional de Escritores de España.