No llegó como un tsunami
I
No llegó como un tsunami.
Sigilosamente ávida, sin estruendos
ni
gestos
que delataran su presencia,
ni olor a carne quemada,
sin
ritos mortuorios.
Pasó en silencio
en los columpios invisibles del viento
apaciguado
y los miró a los ojos,
de
frente,
temeraria
nombrando uno a uno
y
señalándolos con el dedo.
Los tocó suavemente;
un roce ligerísimo bastó para matarlos.
Les susurró al oído
como lo hace la vieja ramera
con
un joven inexperto
hasta arrastrarlos al hondo de su vientre;
la muerte los besa con descaro, una y otra
vez,
con sus labios de seda.
¿A dónde ir, -dijeron-
si han desvalijado la esperanza?
¿Dónde podremos esconder
nuestros
propósitos?
El hambre nos clava su arpón
en
el estómago,
como lluvia de fuego se incrusta
en nuestros miedos.
No vino de visita;
más bien la bestia creció en su aposento
y
miró a los ojos
de
los desheredados,
los miró de frente
como mira un juez severo al condenado
para inyectar la savia de ponzoña,
se diluya en las venas,
en las páginas del alma;
gotas de dolor
y tizne sus rostros de lepra sangrante
hasta encerrarse en la espesura
de
la noche.
Llegó temprano.
Se vistió de gala
para confundir al alba con la niebla,
la luz con el helio,
la noche con la muerte.
Y los miró de frente
como se mira a los reos sin historia
para inocularles
las últimas dosis de virus de sida,
arrastrarlos a la confusión de la sombra
donde los ladridos
son voces mortecinas que apenas si se oyen
hasta dejarse desvanecer en el olvido.
No llegó como un tsunami,
puedo decirlo bien alto.
Sé que los miró
como mira el tigre a su presa
y deambula en sus alrededores
hasta dar un último
y
certero zarpazo;
se guarece muy cerca de sus casas de lata,
en los callejones sin fondo,
en las plazas vacías,
donde el reloj puso punto final
a las prisas de los lunes
y las nubes de polvo
rocían con sus ásperos dedos
el último suspiro de la tarde.
Y ahora que reconozco sus gestos
sus perfiles se agrandan por momentos.
Vienen a mí, a nosotros,
al regazo que anhelaban en el norte.
Traen la nostalgia,
las primaveras rotas, como lastre,
a
sus espaldas
y la poesía en las rayas de las manos,
vienen con la lluvia
en la ribera del miedo,
el temor eterno a no sentirse hermanos
de
los tojos,
a desangrarse en la canícula de agosto.
Con mirada fría,
apareció con movimientos toscos,
silenciosos gestos,
casi
imperceptible
disfrazada de otoño
y sin embargo…
los
miró a los ojos.
Algunos
-los más valientes-
huyeron con su hogar a cuestas
hasta perderse en las aguas del estrecho.
Ya no me quedan nombres
ni gestos
ni
palabras
ni
verbos que den movimiento
a
mis ideas,
ni sueños para prestarles un instante.
Otros alcanzaron la costa
agotados
tristes,
derrotados,
ebrios de sal y el alma quemada.
Miran por última vez el sur
-para
no perder el norte-
donde habían enterrado sus heridas.
No llegó como un tsunami, creedme,
pero
toda África palideció al ver su rostro.
II
Al otro lado corre un ancho río.
Manuel
Padormo.
Al otro lado,
donde la serenidad del sol monta
movimientos
imposibles,
los puentes de los ríos
están tendidos en paisajes invisibles,
los trenes
pararon sin remedio
en el sueño de las vías muertas,
los libros
reposan en estantes inalcanzables.
Allí
nunca se pone el sol
sin que la carcoma meriende su porción
diaria.
Ya no quedan árboles que acaricien el
paisaje,
ni bosques,
ni
memoria
en
la conciencia de dioses del norte.
Al otro lado
sierras mecánicas descarnan
las
últimas voluntades vegetales,
antes de arrancarles
las noches frescas de su savia.
Péndulo de la nada en madrugadas
vacías,
abandono de ser quienes son,
-o
quienes han sido-
antes de partir
el último sobreviviente a colonizar el norte,
a pedir limosna.
III
Pan y paz
para el sur
y palomas que atestigüen
la promesa.
José Manuel Regal García es miembro de la Unión Nacional de Escritores de España.