José Manuel Regal, poemas

Mirada de Otoño

I

Como un acto de venganza,

cumplido ya un buen tramo de existencia

del ayer al hoy,

           enfilo a todo trapo la recta hacia la meta

con la frente rotunda

para mirar la vida,

las manos como ramas

                               y los labios de óxido.

 

Los dioses y los héroes

ya de nada me sirven,

de tarde en tarde

                         miro hacia atrás

                                para no olvidarme quien soy

y ver de frente

el misterioso espacio del recuerdo.

 

La vida

es un pliego de intenciones que va

                                             a ninguna parte,

pájaros de agua

que anidan en mi corazón sediento,

mientras agonizan los ángeles conmigo,

ahora que sé que existo en vano.

¿Dónde habrán quedado

los garabatos, que en mi infancia,

                     guardé en un cajón cerrado?


II

Lejos de mi casa,

buscando los otoños sin querer alterar

                                 el ciclo de los astros,

me salen al encuentro

pesares antiquísimos,

libros con las hojas sepia

donde acechan los poemas

                          desde cualquier página,

y bandadas de versos

abiertos en canal

               para uso y disfrute de mis ojos.

 

Se me quedaron enquistados

los besos de aquella chica misteriosa

          que ya apenas recuerdo.

 

La sombra de un hueco

de aquellos que se fueron…

y la soledad

donde el reloj despuebla mi horizonte.

 

Atrás dejé

mis ojos ingenuos, con los que miraba

                                      las últimas estrellas.

Fui ladrón de sueños

pero de eso, nunca me arrepiento.

Sigo siendo el mismo:

por donde voy, perpetro silencios;

ahora mi alma ha tocado fondo,

                       pero eso, poco importa.


III

La piel de mi carne lo sabe.

En algún lugar de mi mente

algo me subyuga, me somete,

se desenfoca el mundo

y la luna

es un acento menguado en la confusión

                                                       del cielo.

 

Pregunto por Dios

                             por si alguien le conoce.

Como si la galaxia sangrara

me insinúa su escondite.

Le busco en los acantilados donde rompen las olas,

en los laberintos de arena

                                  de todos los desiertos,

en el rostro tiznado

de mis hermanos mineros

y en las escombreras

          donde tiran los estériles.

Pero nunca en las iglesias.

 

Sigo buscando a Dios

en las cárceles de barrotes oxidados,

en los ojos de los criminales,

en el fisco

y en los labios carnosos de las prostitutas.

Pero nunca en las iglesias.

 

Sigo buscando a Dios

en la luz lejanísima de los planetas sin nombre,

en el acero ruinoso del casco

                                           de los mercantes,

en los periscopios de los submarinos

que desaparecen en el océano

o en las culatas de los kalashnikov.

Pero nunca en las iglesias.

 

Sigo buscando a Dios

en el ajetreo de los bulevares,

en el viento crudo de la estepa

y en el silábico aullido de los perros

                   que ladran a lo lejos.

Pero nunca en las iglesias.

 

Sigo buscando a Dios

en la obstinación extraña

que me lleva y me trae

                        a no sé dónde

          en el ocaso de mi vida.


IV

Huyeron de puntillas los otoños.

Yo sigo en pie

esperando que el último tren

                            recoja mis despojos.

 

3º Premio de Poesía Cruz Roja de Villarrobledo. Premio Virgilio Espinar


Floración

Escucha mi protesta       

porque no eres tú un Dios amigo de los dictadores

ni te influencia la propaganda

ni estás en sociedad con el gánster

ni partidario de su política

Ernesto Cardenal.           

 

A Antonio López Baeza,  poeta, In Memoriam.

 

I

 

Con labios fríos madrugó la muerte

para ver contigo                            

la floración en el corazón de enero,

mientras la luna huye,

se desbocan tus versos en las praderas

                                                           del cielo.

Va contigo

la frescura del alba y los pétalos húmedos

de la flor del almendro de tu infancia.

 

Has hundido

las raíces de tus versos en mi corazón

                                                           de agua,

tus oraciones,

en el crepitar de un leño

donde mataron a un nazareno insumiso;

los lazos fraternos (siempre abiertos)

allá donde se esconde la vida.

 

Como himno perenne,

rosas de laúdes

restañan las heridas de la propia existencia,

cuando aceptas la muerte

                              como siembra de vida.

 

II

 

Hoy escribo tu nombre,

asciendo a tu mirada limpia y luminosa,

a la desnudez del abrazo

                              en el quicio del vértigo.

 

Te miro

y veo el asombro de la niñez ingenua

en las angostas soledades que la noche concede,

la dulzura de la conversación entre naranjos

y la flor nevada del almendro.

 

Herida de mañanas, tu alma

es abrazo y sacramento.

Has abierto los brazos a transeúntes

de voces extraviadas sangrando ausencias.

Derramaste versos, como golpes de lluvia

en una explosión de primaveras,

salmos y plegarias

que se acrisolan en el envés del tiempo

sobre las almas sufrientes de los campesinos,

               los que laboran en los astilleros,

                              los rostros quemados de los pescadores

                                            y en el corazón de los mineros.

 

Hoy escribo tu nombre, hermano,

en un vacío irrespirable

en la desembocadura del miedo,

porque ya has llegado al más seguro puerto.

 

III

 

Humilde, calladamente

                         se fue sin aspavientos

en el paisaje invernal de su infancia.

 

No apagó la luz al irse.

Su corazón manso y limpio

               creció más allá de las palabras.

Ya duermen las flores

en su corazón de óxido,

la deuda de la vida

               se instaló en sus labios

en ciclo perenne, donde termina

y empieza la herida primitiva.     

 

Un ascua adormecida,

que alzó palabras a la luz

más allá de la urgencia de la carne.

Se fue como un apátrida.

Aquí dejó intactos, sin miedo a la penumbra

la cultura popular, que tanto quiso,         

la no violencia, la objeción insumisa,

movimientos obreros y el trabajo en los suburbios.

Y los versos místicos de un cura obrero.

 

IV

 

Quedó una melancolía inaudible, sin ti,

en las bocas abiertas del silencio.


Poema ganador del IX Concurso Internacional "María Eloísa García Lorca", convocado por la Unión Nacional de Escritores de España.



No llegó como un tsunami


I

 

No llegó como un tsunami.

Sigilosamente ávida, sin estruendos

                                                 ni gestos

que delataran su presencia,

ni olor a carne quemada,

                    sin ritos mortuorios.

 

Pasó en silencio

en los columpios invisibles del viento apaciguado

y los miró a los ojos,

                              de frente,

                                       temeraria

nombrando uno a uno

                              y señalándolos con el dedo.

 

Los tocó suavemente;

un roce ligerísimo bastó para matarlos.

Les susurró al oído

como lo hace la vieja ramera

                                       con un joven inexperto

hasta arrastrarlos al hondo de su vientre;

la muerte los besa con descaro, una y otra vez,

con sus labios de seda.

 

¿A dónde ir, -dijeron-

si han desvalijado la esperanza?

¿Dónde podremos esconder

                    nuestros propósitos?

El hambre nos clava su arpón

                              en el estómago,

como lluvia de fuego se incrusta

en nuestros miedos.

 

No vino de visita;

más bien la bestia creció en su aposento

y  miró  a los ojos

                              de los desheredados,

los miró de frente

como mira un juez severo al condenado

para inyectar la savia de ponzoña,

se diluya en las venas,

en las páginas del alma;

gotas de dolor

y tizne sus rostros de lepra sangrante

hasta encerrarse en la espesura

                                       de la noche.

 

Llegó temprano.

Se vistió de gala

para confundir al alba con la niebla,

la luz con el helio,

la noche con la muerte.

Y los miró de frente

como se mira a los reos sin historia

para inocularles

las últimas dosis de virus de sida,

arrastrarlos a la confusión de la sombra

donde los ladridos

son voces mortecinas que apenas si se oyen

hasta dejarse desvanecer en el olvido.

 

No llegó como un tsunami,

puedo decirlo bien alto.

Sé que los miró

como mira el tigre a su presa

y deambula en sus alrededores

hasta dar un último

                    y certero zarpazo;

se guarece muy cerca de sus casas de lata,

en los callejones sin fondo,

en las plazas vacías,

donde el reloj puso punto final

a las prisas de los lunes

y las nubes de polvo

rocían con sus ásperos dedos

el último suspiro de la tarde.

Y ahora que reconozco sus gestos

sus perfiles se agrandan por momentos.

Vienen a mí, a nosotros,

al regazo que anhelaban en el norte.

Traen la nostalgia,

las primaveras rotas, como lastre,

                                                 a sus espaldas

y la poesía en las rayas de las manos,

vienen con la lluvia

en la ribera del miedo,

el temor eterno a no sentirse hermanos

                                                 de los tojos,

a desangrarse en la canícula de agosto.

 

Con mirada fría,

apareció con movimientos toscos,

silenciosos gestos,

                              casi imperceptible

disfrazada de otoño

y sin embargo…

                              los miró a los ojos.

 

Algunos

-los más valientes-

huyeron con su hogar a cuestas

hasta perderse en las aguas del estrecho.

Ya no me quedan nombres

ni gestos

          ni palabras

                    ni verbos que den movimiento

                                                 a mis ideas,

ni sueños para prestarles un instante.

 

Otros alcanzaron la costa

                                        agotados

tristes,

                    derrotados,

ebrios de sal y el alma quemada.

Miran por última vez el sur

                    -para no perder el norte-

donde habían enterrado sus heridas.

 

No llegó como un tsunami, creedme,

pero

toda África palideció al ver su rostro.


II             

 

                                                 Al otro lado corre un ancho río.

                                                                                 Manuel Padormo.


Al otro lado,

donde la serenidad del sol monta

                                       movimientos imposibles,

los puentes de los ríos

están tendidos en paisajes invisibles,

los trenes

pararon sin remedio

en el sueño de las vías muertas,

los libros

reposan en estantes inalcanzables.

 

Allí

nunca se pone el sol

sin que la carcoma meriende su porción

                                                           diaria.

Ya no quedan árboles que acaricien el paisaje,

ni bosques,

          ni memoria

                    en la conciencia de dioses del norte.

 

Al otro lado

sierras mecánicas descarnan

          las últimas voluntades vegetales,

antes de arrancarles

las noches frescas de su savia.

Péndulo de la nada en madrugadas

                                                 vacías,

abandono de ser quienes son,

          -o quienes han sido-

antes de partir

el último sobreviviente a colonizar el norte,

                                          a pedir limosna.

 

III

 

 

Pan y paz

para el sur

y palomas que atestigüen

                              la promesa.


José Manuel Regal García es miembro de la Unión Nacional de Escritores de España.