La saeta

Colaboración de Enrique Ordaz Rubio

Los errores son como el tabaco, que a diario nos acompañan y por los míos que han sido graves, me vi un día solo, olvidado de mi pasado y de sus gentes, viviendo como un ermitaño tan solo con mi montaña. Perdido más allá del desmonte, en lo profundo de una barrancada, tiritando de frío y miedo, escribo y me despido desde el interior de mi cabaña.

Durante estos años en soledad, el caracol intraterreno, el espárrago de rodeno, los conejos cazados a lazo y la acelga independiente, han sido por la escasa bondad de esta tierra reseca y amarga, las más de las veces, las miserias que me han mantenido: me estoy aún por agradecido, pues ni estas burdas comidas merezco; tales fueron mis pecados que de no ser como es tan misericordioso nuestro señor el altísimo, mi propio hígado debería de haber comido.

La soledad es como una cárcel que no cura, pero castiga y aleja de la gente pía la incómoda compañía de aquellos sátiros que, como yo, aborrecen por defecto de la harmónica compañía. Traicionando a mi familia, así como a la mejor compañera que jamás tuviera la sucia alma mía, movido por la hambrienta envidia, un día forcé de mi hermano a la criatura que él más quería. Descubierto el engaño mi hermano juró negarnos y su compañera, por mí deshonrada, arrojó al río su vida.

Quiero olvidar y no puedo las suciedades de mi pasado y por eso es por lo que destilo y bebo los anises y la mandrágora, la belladona y el beleño; estos mejunjes mezquinos, que me sorben a cada sorbo, han hundido mi cabeza en el estercolero donde encontré mi alma: las sombras me acechan, la nada me habla, las sombras me miran y el pasado, aguanta. No duermo más que a ratos, no vivo ni despierto, ni matarme siquiera puedo pues nací ya en parte muerto.

A las tres de la madrugada de esta no pasada noche recién finada, un  murmullo multitudinario se acercó a mis oídos para arrancarme de mi irregular y endeble sueño de enfermo y al abrir la puerta de mi cabaña y asomarme helado de frío a la montaña, pude ver aterrado una santa compaña: cuatro sombras de hombres graves, vestido  de luto y que sin pies andaban, sostenían los cuatro pilares de un palio, bajo el cual, un obispo todo hecho de huesos, con la cadencia pesada y segura de un buey maduro se balanceaba. Siguiendo a esta espectral pesadilla, en marcha procesionaria, una no menos aterradora banda, con sus discordes metales y su atronadora caja, interpretaba una saeta desconocida, que sonaba como sonaría la muerte si a la música y no al rapto se dedicara. Se detuvo frente a mí la parada, cesando la saeta macabra, tan sólo timbales y caja continuaron, con sus redobles en suspensión, aquel aullido que era su marcha. El alma del libertino es como la leña de un pino muerto, que de llama pasa a ceniza por carecer de la ascua agradecida, de la brasa continuada que igual calienta que cocina y como en mi pecho la nada anida, por ser mi corazón la mera mecánica del aceite grana, por no tener fe, por no creer en nada, resultó que esta santa compaña, ante mis ojos aparecida, derribó con violencia mis nervios de cabeza perdida…

Casi desnudo y magullado me he descubierto el alba, encogido entre la verdura espinosa, arropado bajo un rocío de escarcha y ya de nuevo en mi cabaña, compongo este texto y albacea, que la escopeta ya espera en mi boca para terminar, lo que mi madre pariéndome empezara.

Enrique Ordaz Rubio es miembro de la Unión Nacional de Escritores de España.