El despertador

Relato de Teresa Álvarez Olías

—Vuestro hijo padece un cáncer infantil grave, con pocas probabilidades de supervivencia —expuso el doctor.

Lucía miró a su pareja, Alfredo, temblando de pánico y dolor. Había parido a Luis, su primogénito, dos días antes y las últimas horas las habían pasado ambos muy nerviosos y asustados, esperando la evolución de su pequeño, sometido a distintas pruebas médicas. La más emocionante y entrañable aventura de su vida se había complicado con un desenlace insoportable e inesperado.

—¿Qué debemos hacer por él, doctor?—inquirió Alfredo, porque Lucía no encontraba las palabras, que se ahogaban en su garganta como si no pudiera tragar el mar que se le despeñaba desde el corazón a los pies.

—No quisiera agobiaros con pruebas oncológicas para Luis, pero las precisará y tendréis que combinarlas con amor y dedicación, aunque su vida sea breve.

Lucía no sabía hablar, de repente, pero tampoco moverse. Miraba la bata blanca de ese joven doctor que hablaba de la vida de manera rotunda y anunciaba un posible fallecimiento sin inmutarse, acaso con un ligero temblor en la voz.

Desconocía la indiferencia extrema que, de repente, le inspiraba su compañero,  el hombre que desde hacía  años velaba su sueño y besaba su despertar. Ya no le quería. Tal vez le necesitaba, pero el impulso de deseo que antes nacía en su pecho nada más verle, estaba acabado.

El mundo era ligeramente maravilloso para ambos después de la carrera de derecho que habían compartido, y también tras el master sobre jurisprudencia laboral que habían aprobado con nota muchos meses atrás. Habían solicitado una hipoteca con interés variable hacía tres semanas y estaban ilusionados por haber comprado con ella una espaciosa casa, como tantas otras parejas conocidas, donde su hijo jugara y viviera.

Alfredo y ella habían crecido en Madrid  y estudiado en el mismo instituto, paseando por las frías, en realidad heladas calles durante el invierno, hacia el centro comercial donde los adolescentes de la zona se citaban en pandilla, cada viernes, para contemplar la última película americana más impactante.

—¿Podemos llevárnoslo a casa hoy?

—Por supuesto. Voy a darle el alta. Ha mejorado en peso y reflejos en estos días. Pasa ya a depender de la especialidad de oncología, a cuyas consultas externas tendréis que llevarlo a partir de ahora.

—No quiero que sufra, doctor —consiguió pronunciar Lucía con una voz que  no era suya, sin fuerzas para dar un paso.

—No sentirá dolor. Si llega el caso, y puede no ocurrir gracias al tratamiento, recibirá cuidados paliativos. Ya os explicarán el protocolo en oncología.

Lucía odió semejantes palabras con toda su alma. Desafiaba a ese hombre sin sentimientos, al que no quería volver a ver, a que escuchara lo mismo sobre su propio hijo, si lo tuviera.

Creyó que el sol se había quedado en la sala, olvidando iluminar el mundo, cuando Alfredo la tomó del brazo para recorrer los pasillos del hospital sin sentir nada, sin percibir  sonidos, sin aspirar aire. Subió al coche con Luis y se acurrucó bajo el cinturón de seguridad. Las tinieblas exteriores no le importaban lo más mínimo. Le habían entregado a Luis en su capazo, bien arropado, con su gorrito blanco en la cabeza. Era el ser más hermoso que había visto nunca, un niño que había llegado de algún planeta lejano con su olor a pan cocido con almendras. Ella lo miraba con mezcla de lágrimas y sonrisas, volviendo a su propia infancia.

—Papá, ¿quién ha manchado el cielo con agua sucia?

—En otoño Dios lo ensucia casi todos los días, para después lavarlo con lluvia, Lucía. Ahora vamos a casa de prisa, antes de que empiece a llover.

Su padre entonces era joven, alto, guapo como ninguno, y tenía siempre todas las respuestas a sus inacabables preguntas. Conocía cualquier clave y misterio del mundo y pasear de su mano era aún mejor que comer chocolate blanco entre dos trozos de pan. Solo que ahora no iba a comentarle nada del fatídico diagnóstico de su bebé. No quería hablar con nadie, porque si esa criatura no iba a vivir, ella tampoco viviría. ¿Acaso no era ley de vida que los hijos sobrevivieran a los padres y no al revés?

Alfredo le estaba preguntando qué quería cenar mientras entraban en casa y ella había respondido con un “nada” apenas audible. La suya se había convertido, de repente, en una vivienda fría y enorme, lóbrega y llena de cristales por fregar y de comida por preparar. Lucía recordaba su niñez, donde mamá tendía la ropa y ella le daba las pinzas una a una. Luego fregaba la bañera y después metía a Lucía con un montón de muñecos de plástico que navegaban buscando la orilla de espuma gracias a sus manos diminutas. Por enésima vez en el día miró las de su hijo: tan perfectas y blanquitas, con sus cinco dedos arrugaditos. ¿Cómo podía estar enfermo ese niño venido de las estrellas? Todos se confundían y enredaban. Quizá habían trastocado las pruebas y no era Luis quien tenía cáncer, sino otro niño cualquiera, un hijo de otra madre que también hubiera parido en el mismo hospital.

—Toma un poco de leche o un flan, al menos, Lucía.

—Se me ha cerrado el estómago, cariño. Le daré el pecho a Luis.

Cariño era una palabra antigua y poco precisa para definir lo que sentía por ese joven con el que convivía, sin vínculos ni contratos. Ya no le quería. De repente sentía la certeza de que no le amaba y nunca más le volvería a amar, porque el amor, si había existido alguna vez, se había disuelto como el azúcar en el té hirviendo: sin dejar rastro, más que un sabor dulzón y almibarado, demasiado empalagoso.

El amor de los hombres era brusco y nada detallista. No les importaba más que su propio placer y su ego desmesurado. A los doce años a ella le gustaba el chico más inteligente y estudioso de la clase. Se llamaba Gustavo y podía hablar con propiedad sobre temas históricos o biológicos. Nadie le hacía sombra. Jamás suspendía una signatura. No le interesaba ninguna muchacha, ella tampoco. Él estaba por encima del bien y del mal.

Luis succionó su pecho con ansia, luchando contra la enfermedad. Cerraba los ojos y apretaba los dedos de su madre en toda una concentración agotadora. Quedó exhausto a los diez minutos y Lucía se sintió desfallecer. Miró a su compañero solicitando ayuda sin soltar una sola frase. Alfredo debía estar asustado, aunque no tanto como ella, que  en las contracciones del parto había llamado a su madre en un “ay” repetido trescientas veces. Querría ser la madre de Luis los noventa o cien años de una vida común, ni un día menos. Alfredo había cambiado el pañal de su hijo y la había acompañado a ella al baño. Últimamente era un hombre amoroso con infinita paciencia. A ella le daba lo mismo. Se acostaron juntos y ella, muerta de cansancio, pesimista y triste, odió la sucesión de imágenes y pensamientos que pasaban por su mente, en una cadena febril de gritos sordos, monstruos, criaturas grotescas y rostros humanos de extrema crueldad. Sintió los brazos de su compañero alrededor del tronco y escuchó la respiración del niño que dormía en la cuna de lado. No entendía nada de lo que estaba pasando, pero el sueño de su hijo más ese abrazo cálido con olor a colonia le hacía bien a su sangre y la tranquilizaba.

Los siguientes días fueron de mareo para Luis. La especialista de oncología  abordó su enfermedad sin omitir ni una sola disposición del protocolo. El niño se quejaba en el llanto y mamaba con desesperación. La familia llamaba por teléfono y se presentaba en casa dispuesta a colocar la ropa, a comprar el pan, a recoger la mesa.

—Lucía, dinos algo. Tu padre te ha comprado pastel de chocolate. Ya tienes seis años—decía su madre.

Esa tarta maravillosa ya no le gustaba. Los recuerdos de antiguos cumpleaños soplando las velas sobre el bizcocho negro la entretenían un segundo, pero ya todo era inútil, fútil, vano.

Luis fue, a partir de ese momento, un lactante risueño, marcado por la medicación y la quimioterapia, con episodios agudos de enfermedad, con cierto retraso de crecimiento, anhelante siempre de jugar con otros niños. El día de su quinto cumpleaños también eligió tarta de chocolate, y escribió la palabra “mamá” en una hoja en blanco, perfilándola en colores. Apenas tenía pelo. Sus padres y abuelos se fotografiaron con él doscientas veces.

Lucía sintió que el mundo cambiaba de rumbo al contemplar esas fotos. El tiempo había hecho envejecer a sus padres. Alfredo sonreía como antes, con el encanto sublime del día en que le conoció. Había mejorado incluso. La llamaba sin palabras desde el confín del mundo con su olor a romero, aquel del principio de su enamoramiento, que la había abducido. Desde el nacimiento de Luis no se había acostado con él. Casi no le había besado. Se había ido limitando a seguirle la corriente, a contestarle con monosílabos, sin discutir, sin opinar. Trabajar, cenar, dormir, levantarse. Alfredo había cuidado de su hijo y de ella con absoluta abnegación, ante el dolor y angustia de sus suegros, conformado con sentirse olvidado, anhelante de una caricia, de una mirada afectuosa por parte de su mujer, de un poco de ayuda para cuidar a su hijo.

Luis aprendió a andar a sus doce meses y a hablar a los veinticuatro. Los análisis de sangre empezaron a mejorar en resultados ostensiblemente un invierno gélido, como el mes en que nació, coincidiendo con unas canciones que su madre había empezado a cantar mientras le bañaba, y con la lectura que ella le declamaba cada noche, tras suceder a su padre en la labor de hacerle dormir.

—Léeme a mí ese cuento, Lucía. Ahora que Luis está dormido. Me encantaría que me hablases, que me tocases, que me quisieses —imploraba Alfredo.

Había tenido tanta paciencia y se había esforzado tanto, ella lo empezaba a evaluar, que resultaba vergonzoso seguirle ignorando. Por la ventana abierta, la luna llena esculpía en plata los rincones del mundo.

Lucía tomó el libro de cuentos y lo abrió al azar, advirtiendo que el miedo por la amenaza de la muerte de su hijo se le iba deshilachando entre los dedos. Su sangre empezaba a correr por las venas y su cerebro anhelaba una tregua. Todo quería volver a estar en su sitio. El tiempo en común que les quedara a Alfredo, a ella y a Luis, tan incierto como el fluir del río o la brisa, bien valía una muestra mínima de agradecimiento. Se acercó a su pareja, dispuesta a recibir su rechazo o su indiferencia. Su corazón tintineaba.

—Quiero cambiar, Alfredo. Quiero compensarte por todos estos años insulsos. Si Luis y tú sois tan fuertes, yo me sumo a vosotros y os dedico mi vida.

Desde entonces, Lucía inició ese  acercamiento a Alfredo sin pensar en las consecuencias naturales.

—Vamos a tener otro hijo. Y no sé si podré abarcarlo todo.

Pero su madre sí pudo en su momento. Sí asumió las mil tareas del hogar y la nueva maternidad multiplicada por cuatro. Sí sonrió ante los inciertos pero ilusionantes retos de traer una nueva vida. Que no se le olvidara.

La primavera estallaba en flores por todas las laderas, alargando los días y templando el amanecer. Lucía reunía referencias de sus padres, de su compañero, de su hijo, y tragaba saliva, temiendo las cargas del futuro, el exceso de trabajo, la incertidumbre ante las circunstancias nuevas, y sobre todo el repunte en la enfermedad de Luis, que había soportado al menos cuatro empeoramientos de su latente dolencia.

La hipoteca de su casa seguía adelante, igual que la dedicación de Alfredo. Si él albergaba en su corazón alguna crítica sobre la intendencia de su hogar no tenía argumentos con los que discutir. La apatía de ella variaba por momentos y por jornadas. En realidad el ansia y la tristeza se combinaban con la ilusión de ver el rostro de ese otro ser que crecía en ella.

—Tengo mucho miedo, Alfredo, de que nuestro nuevo bebé tenga también problemas médicos.

El pánico era denso, negro, incomprensible y mordía en el pecho cada vez que Lucía se detenía a pensar, a recoger a Luis del colegio, a acostarse sabiendo que la noche revolvería su cerebro sin piedad.

Sus padres, Alfredo y el mismo Luis eran tan valientes que ella no tenía lágrimas bastantes para agradecérselo, pero sentía el flujo de amor que proyectaban, en realidad se sostenía en el mismo, como una tabla de salvación que alguien lanzara en un naufragio.

—Mamá ¿cuándo viene el hermanito?

—Es una hermana, Luis, y ya le falta poco. Está creciendo y va a nacer cuando tenga fuerza. ¿Vas a quererla?

—Claro, mamá, ya estoy deseando jugar con ella.

Lucía no supo indicarle que pasaría tiempo hasta que sus dos vástagos jugaran a perseguirse, a correr, a reír, a reinventar la existencia con recortes de papel, a dibujar y pintarla de mil colores. 

—¿Cenamos, Lucía?

Alfredo sonreía desde la puerta como si contemplara el paraíso.

—Sí, vamos a cenar. Y mañana será otro día.

Mañana volverían las golondrinas, el valor, la salud tal vez, el amor de pareja, la adoración del principio de su relación, pensó Lucía. Para afrontar los días que vinieran solo tenía que abordarlos, recordar el amor y la valentía de sus padres, mirar de frente al futuro y estar unida a Alfredo.

La vida había encontrado entre sus rutinas cotidianas un asidero para despertar el amor. Había aportado una luz cercana. Valía la pena confiar en el futuro, abrir los ojos y afrontar el reto de disfrutar de la felicidad.

FIN

Teresa Álvarez Olías es vocal honoraria de la Unión Nacional de Escritores de España.