El agujero

Relato de Tomás Bernal Benito

Sonó un portazo. Mi mujer se iba al Pabellón, tenía clase de gimnasia, pero antes me había dejado tarea: tender una lavadora y colocar un cuadro en la pared de nuestro dormitorio.

«Lleva encima del mueble más de una semana», me dijo toda seria, «cuando venga de tomar café con éstas, quiero ver el cuadro ahí puesto, ya te he dejado la marca hecha, para que no pienses»

No se fiaba del manazas, como solía llamarme. No os preocupéis, les dije a mis nietas que me saludaban desde el interior del marco y que por cierto estaban guapísimas, que hoy el yayo os cuelga en la pared. Así que en plan profesional cogí un sobre usado, le puse cinta de carrocero y lo pegué debajo de la equis con lapicero, para que el polvillo y la suciedad cayesen dentro, y con una broca del ocho hice un agujero perfecto. Pero… cuando uno es un manazas, la perfección no existe. Me puse a rebuscar en la caja de herramientas y no tenía tacos del ocho. Pues nada, habrá que ir a la ferretería de la esquina y comprar una bolsa. Y para mi sorpresa, cuando salía del baño de peinarme, un haz de luz blanca salía del agujero. Me costó reaccionar y más cuando empezó a destellar. Me acerqué despacio, hipnotizado por su luminosidad. No me atreví a mirar directamente, por si acaso, así que tapé el agujero con el dedo pulgar y al momento lo retiré, pues lo que sentí fue entre un pinchazo y una quemazón. La huella dactilar adquirió un tono totalmente rojizo. Metí el dedo debajo del grifo y lo que hice a continuación, fue lo mismo que hacen las avestruces cuando presienten peligro, meter la cabeza bajo tierra, así que cogí un trozo de papel higiénico, lo mojé y lo introduje dentro del agujero. La luz se apagó, caso resuelto, pero al instante la bola de papel salió despedida hasta el centro de la habitación. El dichoso resplandor hizo de nuevo acto de presencia, y continuó con sus destellos intermitentes y monótonos. Parece Morse, pensé. Y aunque aquello no dejaba de ser una locura, cogí el portátil y en Google puse: buscar señales de Morse. ¡Alucinante! Eran tres ráfagas cortas, tres largas y tres cortas. ¡La señal de SOS! Algo, alguien, lo que fuese, estaba pidiendo socorro desde dentro de la pared de mi dormitorio, desde aquél minúsculo agujero. Me quedé más perplejo de lo que aún estaba. Entonces reaccioné inmediatamente y cambié la broca poniendo la más larga que tenía. Si hay algo ahí dentro, lo traspaso, y muerto el perro se acabó la rabia, murmuré para mis adentros. Sí, sí, traspasar. Lo que traspasé fue el ladrillo tabiquero. El estruendo me hizo pasar a la que fuera habitación de una de mis hijas. El desaguisado era de foto. Un hermoso escorchón me saludaba, por el que ahora también salía la dichosa luz. Con las mismas intermitencias. Pidiendo socorro. Mi mujer me mata, pensé. Miré el reloj, aún tengo tiempo de subsanar este embrollo, ni tacos ni historias, escayola a tope. Si lo que está ahí, hasta ahora no ha dado mal, hay que recuperar la pared original, deduje desde mi ignorancia ante lo desconocido. Y me puse manos a la obra. Oculté las huellas del crimen, tapando todo correctamente con la ayuda de la espátula, y en nuestro dormitorio coloqué una escarpia directamente sobre la escayola. Luego, con el secador de pelo, hice que fraguara antes el empaste y pinté encima. De esta forma, el cuadro quedó colocado. Con la escoba y el recogedor recogí la escombrera y la tiré a la basura. Y la bolsa de la basura la saqué al contenedor, no quería dejar pruebas.

Mi mujer se quedó totalmente satisfecha con la obra y como tan solo tenía ojos para sus nietas, no notó nada raro. Respiré profundamente. Por supuesto que obvié contarle todo lo que me había pasado.

…/…

Aquella noche nos despertó el ruido. Mi mujer, de sueño ligero, enseguida se incorporó y dio la luz. El cuadro se había desprendido de la pared, había rebotado en su mesilla y se encontraba en el suelo totalmente astillado. Había trozos de escayola por todos los sitios. ¡Pero qué has hecho, manazas!, se encaró conmigo. Como siempre, la culpa era mía. Entonces escuchamos un sonido lúgubre que provenía del agujero. Era una especie de lamento, de gemido pidiendo socorro. La luz invadió el dormitorio: tres destellos cortos, tres largos, tres cortos… Comencé a temblar.

 El sueño de la razón produce monstruos.

Francisco de Goya (Grabado 43, de los Caprichos. 1797-1799)

Primer premio modalidad Relato.  VI Concurso Literario Casa de Aragón en Madrid, San Jorge, 2020. 23 de abril del 2020

Tomás Bernal Benito es miembro de la Unión Nacional de Escritores de España.