Conversando con las estrellas

Cuento de Navidad de Encarna Recio Blanco

A lo lejos se oían las zambombas, las panderetas, y las luces de neón brillaban con un color azulado iluminando el entorno, pero aquella mujer quería huir de allí, del mundo y de todo.

Escondida entre las sombras de la noche paseaba con aires melancólicos, entre los silenciosos árboles, ahora casi desnudos por el crudo invierno. Hacía frío, mucho frío, ese que cala los huesos  a veces, como ella lo sentía ahora, en el alma.

Sus ojos miraban al cielo sin parar, observando las estrellas. Una, fugazmente la saludó perdiéndose por el horizonte. Entonces, en su cara apareció una dulce sonrisa, a la vez que pedía un deseo.

La noche se vestía con miles de estrellas, que brillaban y parpadeaban, pero en el horizonte oteaban también negros nubarrones que presagiaban tormenta.

De vez en cuando unas estrellas revoltosas y saltarinas le hacían guiños alumbrando con su luz, sus tenues pasos por aquella vereda solitaria.

Aquella mujer, en un momento determinado, empezó a hablar con aquellas estrellas en voz alta, como quien conversa con unas amigas.

 Ellas, agradecidas, empezaron a brillar con fuerza en la noche, cual pequeños soles, haciendo todas un cerco de luz a su alrededor.

¿Por dónde empezar a contaros mis cuitas, le dijo a las estrellas? ¿Por mi niñez? ¿Por mi juventud? o ¿por la madurez en la que me encuentro ahora?

Sus interlocutoras calladas estaban atentas, parecía que hasta los árboles, las cañadas y los mastines, que antes aullaban, habían enmudecido de repente.

 Ni las panderetas, ni los villancicos, ni el viento se oía, ahora todo estaba en el más absoluto silencio. 

El interior de aquella mujer bullía, y sus palabras turbadas a veces, abrían sigilosamente el baúl de los recuerdos, ante aquella concurrencia expectante y silenciosa.

Llegaron a su memoria, de pronto, todos los recuerdos. Iban saliendo uno a uno de su mente en bandadas, como pájaros asustados de sus nidos.

Aquellos que eran buenos y felices, aquellas Navidades al lado de sus padres y de sus hermanas, cuando las viandas eran sencillas y escasas, donde no había lujos ni Reyes Magos, donde la escasez a todos los niveles, pululaba a su alrededor, pero que habían sido las más felices de su vida.

Todos sus recuerdos los fue desgranando con dulces palabras, algunos estaban aún frescos en su memoria: amores truncados, situaciones difíciles, aquellos trabajos tan duros, sus viajes por tierra, por mar y por aire, días de lluvias, de tormentas, de soles y lunas, amores que fueron posibles y los  imposibles.

Una estrella le preguntó ahora con voz metálica, quería saber cómo había podido ella sola con tanta carga, y respondía, dulcemente que con esfuerzo y tesón.

Otra estrella hablaba por ella, otra la censuraba y le decía, un poco alterada lo tonta que había sido en múltiples ocasiones de su vida, en las que había tropezado una y otra vez con las mismas piedras, tal vez, por poner siempre el corazón donde tenía que haber puesto algunas veces la mala leche.

Se armó tal zipizape entonces por el revuelo, que se plantó nerviosa ante aquellas osadas estrellas que la censuraban sin contemplaciones y les dijo de forma enérgica:

— ¡Si habláis todas a la vez, me voy a dormir!

 El tiempo pasaba en aquella tertulia tan animada y se hizo tarde, muy tarde, tanto que la noche asomaba con aires misteriosos.

 Unas campanadas fueron a lo lejos la que le estremecieron, las que daban unas horas intempestivas y nostálgicas. Parecía como si llamaran a duelo.

Como por arte de magia de pronto, se hizo el silencio, un silencio sepulcral que la sobrecogió, y fue entonces, cuando las estrellas, fugazmente, se perdieron por el ancho cielo, sin despedirse de ella. Con pasos silenciosos, sus pasos se encaminaba nuevamente hacia su casa.

Ahora la noche gruñía, la tormenta atronaba y el vendaval crecía.

 Llegó chorreando de agua por todo el cuerpo y aterida, se quitó la ropa para entrar en calor. Detrás de los cristales de sus grandes ventanales veía como el aguacero arreciaba y el aire silbaba una melodía aciaga.

Sus ojos divisaron de pronto en aquel banco frente a la iglesia un bulto de carne humano, un ser tirado como fardo en el muelle de una estación sin trenes y sin destino. Un hombre aguantaba el aguacero, impasible.

En ese instante, un escalofrió recorrió su cuerpo y se paralizaron todos los recuerdos en su mente: las estrellas, el viento, la noche, la Navidad, las panderetas y la animada conversación que había mantenido con las estrellas. Su cabeza

ya no tenía  más cabida sino para pensar en aquel ser, que se debatía entre la miseria, la soledad y el desamparo.

 ¿Estaría borracho? pensó, ¿famélico? ¿Exiliado? o tal vez fuera ¿un vagabundo?

Mil preguntas, sin respuestas arrasaban su alma mientras sus ojos seguían fijos en aquel hombre. Su corazón ardía de rabia y de impotencia, mientras miraba aquel espacio donde un  ser humano se debatía entre la tormenta de aquella tenebrosa noche.

A ésta misma hora musitaba entre dientes, seguramente habría muchos hombres saboreando manjares en hoteles de cinco estrellas, con trajes de fiesta celebrando la Navidad, en viajes de recreo, en grandes mansiones y con mil lacayos, sin ninguna preocupación, bien abrigados, sin pensar en el recibo

de la luz, mientras esto, estaba ocurriendo, en el banco de aquella solitaria plaza.

En voz alta, como si siguiera hablando con las estrellas aquella mujer, se revelaba contra los mandatarios de un mundo deshumanizado y cruel.

El mundo seguía girando impenitente, sin que muy pocos se parasen a pensar en estos hombres que, tal vez, tuvieron mala suerte en la vida, o que optaron, simplemente, por ser libres, quedando atrapados en el laberinto de la noche sin luna.

Bajó temblorosa los escalones de su casa, con un paraguas y un bocadillo para mitigar el hambre que tal vez tendría, y para resguardarle de la lluvia.

Aquel hombre había desaparecido de aquel banco, siendo presa de la infernal noche, de la misma manera que desaparecieron todas las estrellas del cielo.

No podía sentarse a la mesa aquella noche de Navidad, no podía tomarse la suculenta cena que tenían preparada, y huyendo de aquella pesadilla sin más, se fue tristemente a su alcoba.

Sentada en la cama, abatida, cansada y triste, juntó sus manos sobre el pecho, como lo hacía cada noche cuando era una niña y hablaba a solas con Dios, y en voz alta hacía una oración especial. En aquel ruego pedía por este hombre, y por tantos otros seres humanos que seguramente estaban corriendo su misma suerte, tirados en las frías aceras en una noche como la de Navidad. Decía en voz baja:

— ¡Señor…! para ellos no existe el árbol de Navidad, ni el turrón, ni el champán, ni las compras en grandes almacenes.

Ni saben, ni les importan si la bolsa sube o si baja. No quieren saber de gobernantes corruptos que solo vociferan palabras huecas  en atriles en atriles llenos de flores de papel.

Ellos solo quieren, Señor, tu ayuda en éstas difíciles situaciones. Esta noche que bajas a la tierra en un mísero portal de Belén, haz que estén a tu lado y quítales el frío de sus cuerpos. Que tu calor de amor les caliente el alma. Amén.

Quiero dormir, musitaba. Soñar con la Paz, con la Solidaridad y olvidarme de recuerdos, de estrellas y de lunas. Silenciosamente volvió a guardar sus recuerdos en su dorado baúl.

Otra noche será, otra noche, susurraba con los ojos semi cerrados. Cuando no oiga la tormenta, ni vea a un ser humano tirado en la acera, ni sea Navidad. Cuando retorne la conversación que tenemos pendiente las estrellas, mis recuerdos y yo.