Un gran día

Artículo de Encarna Recio Blanco

Hoy puede ser un gran día...

Ya lo dijo Joan Manuel Serrat en una bella canción que tarareo mientras me voy a la ducha adormilada. Hacía mucho tiempo que no cantaba por las mañanas, pero esta me parecía especial sin saber el motivo exacto.

Bajé a tomarme mi suculento café, el que tomo a diario en una cercana cafetería, antes de repasar mi abultada agenda, (hoy tengo demasiadas citas, reuniones, visitas; veremos a ver si puedo hacerlo todo).

Mientras lo tomaba observé a un grupo de mujeres que también y con gran algarabía estaban en la cafetería. Hablaban todas a la vez mientras desayunaban. No podía entender lo que decían, porque daban gritos como si estuvieran en el futbol; los gritos siempre me han asustado y más, a estas horas de la mañana, en la que el cuerpo no puede ni con el alma.

Hablaban de chismes, de famosos, de telenovelas, de fritos y de asados, además las veía tan desliñadas, con unas pintas a esas horas mañaneras que me dieron ganas de empezar a lavarlas y a maquillarlas.

Dejé de prestarles atención, no merecían que mis pupilas vieran esos desastres nada más empezar el día. Pagué mi café y salí corriendo.

El día me pareció un poco gris, las mañanas de otoño no me gustan mucho, se desperezan entre esas brisas lánguidas  de la  melancolía,  pero me puse en positivo y cogí las llaves del coche, la agenda, el móvil, la cartera pensando en cuántas cosas nos atan. ¡Dios mío! Queriendo ser libres y tenemos tantas ataduras, que cada día nos hacen más esclavos.

¡Qué atasco me encontré en la calle! Pensé que no llegaría a mi destino a la vez que miraba a los viandantes que, como yo, esperaban impacientes a que el semáforo se pusiera en verde: unos sudaban la gota negra, otros hablaban por el móvil, algunos diciendo  improperios  adormilados y otros hablando solos.

Pues yo no pienso ni correr ni ponerme de mal humor, hoy puede ser un gran día.

Tranquilamente, dejaba pasar a los que tenían prisa, pero la gente me pitaba, me insultaba mientras repetían la letanía de «Mujer tenías que ser», y sin quererlo me vi envuelta en la marabunta de la ciudad que a estas horas rugía como la tormenta.

Miraba tras los cristales de mi coche y me preguntaba  por qué en toda la mañana no me habría encontrado con una cara que tuviera la sonrisa puesta: ¿Se habrán perdido todas? Pensé esbozando una sonrisa en mi cara.

Y mira por dónde, al aparcar mi coche, vi en un banco de aquel jardín algo que me estremeció: un hombre sin edad, con una barba blanca y florecida que portaba un equipaje un tanto deslucido, sin embargo llevaba en su cara una amplia y preciosa sonrisa.

Pensé que pediría una limosna y me acerqué a él para darle mi pequeño óbolo. «Buenos días» ­—le dije—.

«Muy buenas, linda señorita» —me contestó—, y me mostró el banco para que me sentara con él. No podía rechazar aquella invitación y aunque tenía mucha prisa por terminar mi trabajo, algo me decía que tenía que parar.

Empezamos a hablar de muchas cosas, yo le preguntaba, él me respondía, como si nos conociéramos de toda la vida.

Me contó su historia (que sería muy larga de narrar en esta pequeña reflexión): él era un ser libre,  no tenía  casa, ni coche, ni cartillas de ahorro, ni llaves, ni prisas, pues él solo tenía el sol por las mañanas, el aire para respirar todos los días, y que como los pájaros, siempre se obraba el milagro, para poder comer diariamente. Leía los libros que por el parque se encontraba tirados en la basura, y dormía en aquel banco que la luna arropaba cada noche.

No podía levantarme de aquel banco,  lo intentaba pero pegada y quieta como una estatua de sal seguía oyendo hablar a aquel hombre, y somatizando lo que decía con sus cálidas palabras.

De un bar cercano me traje unas empanadillas y unas latas de refrescos, compartimos la comida como si fuera aquel banco, el mejor restaurante del mundo y el mejor banquete al que  me hubieran invitado.

Se hacía de noche y  de pronto me di cuenta que todo lo que tenía que hacer  ese día reposaba tranquilamente en mi agenda. Tenía que despedirme de mi amigo. Cuando le di mi mano, él las retuvo y me besó tiernamente en las mejillas.

Me dijo que viviera, que la vida era muy corta, que él dejó atrás el poder, el dinero y las ataduras para poder vivirla con alegría, y sintiéndose libre de por vida. Que no creía en la justicia, ni en gobernantes corruptos, ni perdonaba la guerra, ni atinaba a comprender, por qué los niños siguen muriendo de hambre. Que él siempre iba buscando la paz y dándola.

Por un momento estuve tentada a seguirle cual Lazarillo; a punto estuve de dejar el coche, las llaves, el móvil, la cartera, las citas y acompañarle en su peregrinar, o quedarme en aquel banco con él, con aquel hombre, que era libre como el viento, con muchos horizontes abiertos, con los Cielos por techo, y con la luna por compañera, y, sobre todo, con la mas encantadora de las sonrisas de felicidad que yo había visto en mucho tiempo.

Sus ojos me estremecían de tal manera que si no fuera porque ustedes me llamarían loca, les diría que aquella mirada, aquellos ojos…no eran de este mundo.

Por eso hoy he querido compartirlo con todos vosotros, y si alguna vez os encontráis a algún vagabundo en cualquier banco, de cualquier jardín, pensar que tal vez, no sea un vagabundo.

En mi confortable casa, con todas las comodidades del mundo empecé a pensar en aquel hombre, que sin tener nada…lo tenía todo.

¡Sí, hoy, ha sido  un gran día para mí!