Jorge Moyá Olcina, relatos

Seis palabras

    Con todo el dolor de su alma, Víctor Pérez, de cincuenta y cinco años, no tuvo más remedio que tomar esa trágica decisión. La peor de todas.

    Le dolía terriblemente la cabeza y había llegado al límite de su resistencia mental. Todo lo que le rodeaba en su vida parecía superfluo, sin importancia, fuera de contexto. Ya nada tenía valor…

    Se encontraba sentado a la destartalada mesa de madera que le servía en los últimos tiempos a la vez como comedor e improvisado escritorio, colocada en el centro de aquel minúsculo habitáculo que era su vivienda: un mísero entresuelo en una antigua mole de acero y hormigón ubicada en uno de los barrios más deprimidos de la ciudad.

    A la espalda de Víctor acechaba, insinuante, la presencia del camastro donde en más de una ocasión se sentía tentado de echarse a dormitar y olvidar, con la ayuda de un buen somnífero, por unas horas, a veces por días, la triste y cruda realidad en que se había convertido su vida.

    Pero esa mañana se propuso firmemente que, al acostarse por última vez, el sueño duraría para siempre. Sería eterno. Ya no podía más: las manos le temblaban y una lágrima de desolación cayó por su mejilla.

    Antes de acercar el vaso a su boca para tragar la mortal disolución de arsénico en agua en las proporciones justas, o eso creía según vio en Internet, con el fin de provocar una corta y efectiva transición, recordó en cierta ocasión, siendo él un niño, escuchar a alguien definir, con una cruel ironía, lo que él se disponía a ejecutar: «Un acto de valentía llevado a cabo sólo por cobardes». Pero bien sabía Dios que él había sido en la vida cualquier cosa menos un cobarde: fueron las circunstancias de los últimos años las únicas responsables de abocarlo a esa inmensa desesperación sin futuro, sin compasión alguna…

    Entonces, justo cuando sus labios rozaban el líquido tibio, a su derecha, encima de la mesa, vio el libro. El que había estado leyendo los últimos cuatro días. No era uno de los de su género favorito, lo suyo era más bien la ficción histórica; pero Los ritos del agua, la emocionante novela de crimen y misterio de Eva Gª. Sáenz de Urturi, lo había enganchado desde la primera página. La terminó la noche anterior, pero no hasta el fin. Y es que Víctor tenía una poderosa manía, y no era otra que la de leer los libros de cabo a rabo, con citas, dedicatorias, bibliografía, notas de autor y agradecimientos incluidos. Así era él. Maniático. Perfeccionista a más no poder. Una amiga de la juventud le dijo una vez: «¡Víctor, si es que eres asquerosamente responsable!».

    De modo que, con el desasosiego de quien sabe que aún no ha terminado una tarea inaplazable antes de descansar, dejó el vaso a un lado y cogió el libro —tan sólo prolongaría su existencia unos pocos minutos más, quizás cinco o seis—. Y empezó a leer por la página donde lo había dejado: la 439 de las 448 que componían la novela de esa edición de tapa dura (se la había regalado Miguel, su vecino del sexto derecha, el que trabajaba en Cáritas Diocesana. Miguel sabía de la afición de Víctor por la lectura y la escritura, y también conocía su precaria situación…).

    Y Víctor leyó en voz alta, lo hacía siempre que pretendía que nada lo distrajese. Y decía así:

    «AGRADECIMIENTOS. Esta novela trata de la paternidad y la maternidad. A lo largo de sus páginas se han paseado buenos y malos padres: nocivos, ausentes, indecisos, tiranos, abuelos que ejercen de padres, tías que salvan y sufren como madres… Me ha gustado reflexionar acerca de la decisión consciente que supone para cada uno de nosotros el ser un buen padre o una mala madre […]. Son muchas las personas a las que debo agradecer su apoyo a estas alturas: A mi madre, que…».

    Al llegar aquí, Víctor levantó la vista del papel impreso y la fijó en la pared desconchada de color beige claro que tenía frente a él. Y a Víctor le vino a la memoria su infancia, y en especial su madre: cómo fue criado por ella, mujer luchadora de carácter decidido. Le podía haber tocado en suerte una persona tímida, pasiva, indiferente…, pero no. Tuvo la mejor madre que se podía tener en una infancia vivida sin un padre. Y no porque el padre hubiese muerto, no, sino porque los abandonó a ambos cuando Víctor tenía sólo dos años. El hombre salió de casa abrazado a su última compañera habitual, que no era otra que la bebida, a la que se dio unos ocho meses antes de que él naciera. Por lo visto lo suspendieron de empleo y sueldo acusado de una posible negligencia médica (era un prestigioso cirujano), y aunque luego se demostró que obró según la buena práctica, el daño a su reputación ya estaba hecho. Sus colegas, de ese y de otros hospitales de la ciudad y de los de fuera de ella, le dieron la espalda durante el proceso. Tener amigos para esto. Aún no era mayor, pero tampoco joven, aunque sí con esa edad incómoda y fronteriza para que el buen hombre ya no tuviera ni la suerte ni la oportunidad de encontrar otro trabajo como aquel; y su marcado carácter competitivo no aceptó, en esos días de solicitudes de ofertas, envíos de currículums y derrota, el apoyo incondicional y el amor sin fisuras de su mujer, que trabajaba a turnos como cajera en un supermercado del barrio. Y es que así era ella, casada con un afamado cirujano, y que cuando tuvo la oportunidad —en tiempos de bonanza, los de las vacas gordas— no quiso dejar su digno empleo, que le requería levantarse a las cinco de la mañana con el fin de recibir el camión de los yogures o el de las patatas fritas, y quedarse a bajar la persiana pasadas las diez de la noche, después del cierre de caja. Quería ser ella, sentirse independiente. Así era su madre, Sofía, perseverante hasta el fin, por y para su hijo.

    Desde que tuvo memoria, Víctor recordaba que fue su madre quien le leía cuentos por las noches al llegar ella a casa, después de que marchara el abuelo que había estado cuidando al nieto durante todo el día. Fue su madre quien le compró sus primeros tebeos; quien le regalaba libros infantiles, y después juveniles, en sus cumpleaños y santos (sólo en esas dos fechas señaladas, pues la economía familiar no daba para más desde la huida del padre); y recordó con nostalgia que ella, su madre, era su Baltasar particular cada 5 de enero por la noche, hasta que se acabó la inocente magia de la ilusión...

    El joven Víctor superó el B.U.P. y el C.O.U. con creces, mucho mejor de lo que esperaba. La pasión por la lectura que le inculcó su heroína se transformó en emoción por escribir. Y fue durante su segundo curso de universidad, mientras estudiada asignaturas de arquitectura, que terminó de escribir su primera novela…

    Víctor meneó la cabeza. Apartó la vista de la pared color crema, volviendo al funesto presente. Se le hacía tarde. Había programado quitarse la vida antes de la hora de la siesta: no deseaba ablandarse ni que caducase la mortal determinación.

    Bajó la vista de nuevo al papel… Siguió leyendo:

    «A toda mi familia […], porque en ningún momento dudaron de este éxito. […] Una de las mayores satisfacciones que puede tener una escritora es convertirse en profeta en su tierra».

    A Víctor entonces le invadió el resentimiento. Resonaron en su interior las voces de seres amados —amigos y familiares— que susurraban primero entre ellos y luego le hablaban a las claras: «¡Qué locura! Mira que abandonar los estudios… ¡con dos cursos aprobados! Escribir… ¡habrase visto! En lugar de convertirse en afamado arquitecto, ganar un buen sueldo y respetable estatus social, pues nada, el chico prefiere ser escritor. Si es que es demasiado joven para saber lo dificilísimo, qué digo dificilísimo… ¡lo imposible! que es ser “alguien” en ese mundo. Claro, se cree que juntando palabras con cierto sentido podrá llegar a ser un J.J. Benítez, un Michael Ende o una Ana María Matute».

    Tan sólo la madre estuvo a su lado en medio de tanto barullo, de tanta confusión, de tanta duda interna provocada por los amargos mensajes del exterior. De nuevo su madre. Su madre, la que pocos años antes de todo aquello le regaló aquel ejemplar de El Principito de edición especial; la que se hizo el carnet de la biblioteca municipal para sacar al hijo los libros que le mandaban leer en el instituto; la que cuando Víctor aprobó con nota la Selectividad le compró ese Inoxcrom plateado tan chulo con el que comenzó a escribir sus primeros cuentos bien hilvanados y sus primeras e insinuantes poesías con las que impresionar a esa chica que tanto le gustaba: la que se sentaba a su lado en el aula de la universidad, la del pelo castaño, corto y preciosamente ondulado, la que vestía anchos jerséis de lana gruesa y gafas de montura de pasta de color ámbar a juego con el iris de sus hermosos ojos.

    Amaya…

    Un atisbo de amargura se adueñó de Víctor, agachó la cabeza y amagó un llanto, porque…

    No fue aquella chica con quien al final acabó casándose: ella tuvo que regresar a su ciudad, a cuatrocientos kilómetros de distancia. Las notas de las evaluaciones no le acompañaron y sus padres la llevaron de vuelta para estudiar contabilidad. Y las relaciones a distancia ya se sabe…: en esa época no tan lejana en la que no existían teléfonos móviles ni vídeo-llamadas, tan sólo el encanto de las cartas donde se saboreaban, con adoración y mariposas en el corazón, las palabras escritas de la persona amada… Pero todo eso también se acabó: «Dicen mis padres que qué hago yo escribiéndome con un chico que ha dejado la carrera para ser escritor —le decía ella, por teléfono—. Que qué locura es esa. Pero no te preocupes, Víctor, que yo te quiero, ¿vale? Encontraremos la manera de estar juntos. Ya lo verás…». Sin embargo, las recepciones de las cartas de amor se espaciaron en el tiempo, hasta llegar a ser inexistentes o vacías de contenido y de ternura enamorada. Y el teléfono góndola sólo le hablaba en pitidos intermitentes cuando la llamaba. O una voz de hombre al otro lado que le decía, cortante: «No está en casa, mi hija acaba de salir. No llames más que ya lo hace ella. Adiós».

   Y se cansó. Se cansó de no ver su letra, de no escuchar su voz. Y creyó que sería mejor dejar su historia ¿de amor? que seguir sufriendo por no saber nada de ella. Dejando ese capítulo de su vida sin acabar. O puede que con un «continuará» que él sabía sin lugar a dudas más que finito.

   Y entonces, intentando olvidar, hizo de tripas corazón y se dedicó en cuerpo y alma a los sistemas de ecuaciones de ene incógnitas y a las integrales dobles y triples, a las perspectivas caballeras, a los cálculos del hormigón armado, al estudio de los materiales de construcción y a empaparse de la historia y estética de los edificios más emblemáticos del mundo.

   Un buen día, al cabo de los años, el aplicado estudiante en que se había convertido Víctor Pérez le llevó a su madre el título deseado y ella lo recibió con un abrazo de oso, seis sonoros besos en la mejilla y una mirada que lo decía todo: «Ahora haz lo que te dé “la santa gana” y no hagas caso a la gente, ni a tus tías y abuelos, aunque sean quienes me han ayudado con tu carrera». Pero la semilla de la duda de años anteriores, de personas que ahora eran ajenas a su vida cotidiana, y que algunas ya ni estaban, hacía tiempo que germinó y enraizó fuertemente en su interior.

    Así que aparcó su ilusión de crear historias escritas y probó suerte en Forjados y Proyectos S.A (Forprosa), dedicando los siguientes años de su vida, unos cuantos, a pisar barro, llevar planos enrollados bajo el brazo, un casco que ponía sobre la bandeja trasera del coche con logotipo de empresa seria, y a pasar mucho tiempo hablando por un primer teléfono móvil parecido a un compacto adoquín negro de tapa abatible y retráctil antena manual. Gozó de un tiempo de gran prosperidad en que consiguió ahorrar una buena cantidad de dinero en una cuenta corriente y conoció a la que sería su mujer. Su mujer…: Lucía, abogada. Distinta a Amaya. Su mujer, con la que tuvo un noviazgo divertido, ajetreado. Diferente a Amaya. Su mujer, con la que no albergó dudas, pues no le hacía pensar, lo dirigía hacia donde ella quería y él se dejaba llevar: estaba muy ocupado con el trabajo que le exigía casi todas las horas del día. Lucía era guapa. Era no, es. Es guapa, muy guapa, aunque ya no se vean.

    Lucía era guapa… pero no como Amaya…, que no se podía decir que fuera tan atractiva como Lucía pero era bella. Muy bella. Amaya sí que era bella.

    «¡Pero qué estoy haciendo!». Había pasado una hora sumido en esos recuerdos. ¡Cuán dolorosos! Y no podía ser: tenía un fin cierto. Retornó la vista al vaso y sintió una repentina náusea acompañada de fugaz escalofrío. Así que agarró las tapas del libro apretándolas fuertemente hasta casi sentir hormigueos en las yemas de los dedos. Echó un vistazo y le quedaban un par de párrafos. Debía acabar de leer. Tenía que acabar de saber el fin, saber acabar:

    «Por último: a mis hijos […], porque me estáis aportando mucho más que cualquier adulto…».

    Los hijos… Su hija… Giró la cabeza hacia la única ventana de la habitación. Una nube gris, que para nada tenía la pinta de ser pasajera, ocultó el sol, y al rato le llegó un tronar lejano. Y el crepitar inmisericorde de gotas intermitentes sobre el cristal.

    Noa era su vida. Le habían puesto ese nombre porque a su mujer no le gustaba el suyo propio, aunque a Víctor le pareciese bonito. Pero Noa también le gustaba. Y como Lucía estaba empeñada, pues el padre, o sea, Víctor, se dejó llevar una vez más.

    Padre e hija se adoraban y llevaban su complicidad a todas partes. En un principio, Víctor experimentó como un alivio, y hasta una bendición, el haberse quedado sin trabajo cuando llegó la crisis económica del 2007: pudo dedicarle a su hijita el tiempo que no disfrutaron cuando él trabajaba de seis de la mañana a diez de la noche, todos los días, incluidos muchos fines de semana.

    Entonces se dedicó en cuerpo y alma a su hija de cuatro años y a ese libro escrito en segundo de carrera al que le restaban mil y una correcciones. Sabía que sería necesario un grandísimo esfuerzo, pero no quiso agobiarse y se lo tomó con calma. Sobre todo, quería estar con su hija.

    Pero su mujer, Lucía, no lo veía de la misma manera.

    Todo comenzó a torcerse irremediablemente cuando ella consiguió sacar por fin la plaza de fiscal de menores, un puesto y un sueldo fijo para toda la vida, e inexplicablemente, sin saber muy bien por qué, le atosigaba a perdigones, sutilmente, «por tu bien y por el de la familia», le decía. «Necesitas trabajar en algo serio, cotizar. Búscate un empleo que te permita escribir en tus ratos libres, algo que aporte fondos a la economía familiar», le decía. «¿En mis ratos libres? ¿Aportar a la economía familiar dices? —replicaba él—. ¡Pero si llevo puesta la misma ropa de hace cinco años, si no salgo ni a tomar un café cuando tú estás en el juzgado y Noa en el cole! Sólo hago que ahorrar, y limpio la casa y preparo la comida. Tenemos a Noa y nos tenemos el uno al otro, tú y yo, y nos queremos, ¿no? Porque, nos queremos… ¿verdad?». Y Lucía apartaba la vista sin saber Víctor muy bien qué respuesta se formulaba su mujer en la cabeza.

    Diez años después la respuesta, que reclamaba entonces, ahora Víctor ya la tiene clara. Como el agua. La implacable fiscal de menores en quien se convirtió Lucía se hartó de tener un marido de ilusiones y sueños inmaduros, bohemios, según ella. ¡Qué pensarían sus compañeros de profesión, sus colegas a los que tenía que presentar en las fiestas de empresa al padre de su hija, ese arquitecto fracasado, sin trabajo, que cuidaba de la casa y llevaba a su hija al cole! Y, entonces pasó lo peor, diez años después, la hija, su Noa, se fue a vivir, cómo no, con la madre, y con la ropa de marca, con los móviles Aifons y las vacaciones con amigas del insti por todo lo alto, a tutiplén, etcétera.

    Víctor apartó la vista de la lluvia que azotaba el cristal de la ventana y terminó de leer: «Y a ti, mi querido y añorado abuelo, por continuar presente pese a haberte ido, por tantas veces que me has sonreído […] desde esa foto de mi despacho y me has susurrado con tu voz ronca: “Déjate de hostias y sigue adelante”».

    Un fogonazo en su cabeza y una congoja en el corazón. Esas seis palabras restallaron en la mente del arquitecto de extraviadas ínfulas de escritor. Sólo seis. Tan sólo. Se olvidó del abuelo de la autora y pensó en su madre. La que le hizo amar la lectura y la escritura, la prosa y la poesía, la que estuvo a su lado tanto en las ilusiones y alegrías como en las dificultades y sinsabores de aquel primer amor único y verdadero de sonrisa eterna y gafas de pasta de color ámbar; su madre, la que le confortó cuando su mujer lo dejó, la que le aconsejó en las decepciones con su hija Noa, la que cuando perdió hace dos meses su Inoxcrom amado, le regaló un nuevo bolígrafo, esta vez un Parker, algo casi anacrónico en estos tiempos modernos de procesadores de textos y ordenadores portátiles. Su madre, la que le hizo la gran putada de abandonarlo a su suerte porque ella se murió… Repentinamente, sin esperarlo… hace un mes… De un ataque al corazón. ¡Dios! La echaba tantísimo de menos… Y entonces pensó que era la madre la que le susurraba al oído esas palabras, la que desde algún hermoso y sereno lugar le recordó que aún le quedaba algo por hacer…: terminar de leer ese libro y esas seis palabras.

    Su madre, la hermosa Sofía, que le decía esa misma frase en un susurro, pero con aplomo.

   Y fue entonces que Víctor Pérez Jordá lo tuvo claro y, por primera vez en muchísimo tiempo, sonrió.

    Decidido, se sonó los mocos con un clínex arrugado. Después se levantó llevando el vaso en la mano y se dirigió hasta el fregador para tirar la ponzoña por el desagüe. Cogió otro vaso, nuevo, reluciente, y lo llenó de agua clara. Del cajón de los cubiertos sacó la caja del ibuprofeno600 y tomó una pastilla para esa jaqueca que no le abandonaba y que hubiera terminado con él, a buen seguro, antes que el arsénico. La tragó ayudándose del agua limpia y entonces fue hasta un cajón olvidado del que sacó el antiguo borrador de aquel libro escrito en segundo de carrera. Se sentó de nuevo en la silla destartalada frente a la mesa multiusos, y se hizo la firme promesa de no mirar la cama hasta que no hubiese terminado de corregir definitivamente, dejándolo listo para que su vecino del sexto, el de Cáritas, se lo pasase sin prisa, poco a poco, a Word. Listo para enviarlo a los correos electrónicos de las editoriales. Y así, empeñado en esa ardua tarea, lo hizo…

Actualmente, este año en que nos encontramos de 2051, los docentes de todo el mundo siguen poniendo a sus alumnos, como ejemplo de talento, esfuerzo y superación, al laureado escritor de ochenta y seis años, Víctor Pérez Jordá, tras dejar este a un lado, unos treinta años atrás, aquella demoledora crisis personal.

    Y en casi todas sus conferencias impartidas acerca de su vida, el mismo Pérez Jordá asegura que la clave de su éxito se lo debe al recuerdo de su madre, que creyó siempre en él y se lo dio todo: el Amor… Y a una frase de seis palabras que apenas llenaba un renglón... Sólo seis palabras... Seis.


El club de Alejandría

    Los tres amigos, descansando cómodamente sobre la mesa, mantenían una animada conversación por saber quién de ellos era considerado como el más importante para la sabia mujer que pronto haría su aparición en la sala de estudio.

    —Oye, tú, Ingo, siempre me he preguntado de dónde proviene tu nombre. Mira que es raro… —quiso saber el cálamo, ese utensilio, similar al lápiz moderno, que utilizaban en época antigua.

    —Pues, para que te enteres, tubito de caña —contestó irónica la aludida—, resulta que soy la hija de Ingenio Grande y de Creatividad de Obras, por eso me llaman Ingenia Grandes Obras, y resumido: Ingo. Soy ese halo que inspira a los grandes pensadores, científicos y sabios. Estoy a su lado aunque ellos, en este caso ella, no me vean. Así que imagina si soy importante. ¡Puedo volar a través del espacio y del tiempo!

    —Uy, mira esta —intervino el papiro—. Pues yo también puedo viajar a través del espacio y del tiempo. Si me tratan y conservan bien, los mensajes e interesantísimos textos científicos que nuestra amiga escriba sobre mí, se podrán transmitir a generaciones venideras y llegarán a los confines del mundo.

    —Sí, sí, ya, rectángulo delgaducho —bromeó la pluma dirigiéndose al papel—, pero si yo no te acaricio expandiendo la negra tinta sobre ti, formando palabras y oraciones, tú te quedarías en blanco por los siglos de los siglos.

    —¡Dejad ya de discutir de una vez, que está a punto de venir y hemos de estar dispuestos para ella! Aquí, la única realmente imprescindible para la mujer a la que servimos soy yo, esa mezcla de intuición, inspiración y pensamiento crítico. Que sepáis que la última vez que fui a visitar a Venus, pasando antes por la Luna (porque recordad que, como ser etéreo y abstracto que soy, puedo trasladarme más allá de nuestro firmamento), el planeta me dijo, en secreto y al oído, que vio a nuestra sabia señora observándolo con suma atención utilizando ese instrumento al que los humanos llaman astrolabio, y que ella les ayudó a mejorar.

    —¡Qué me dices! —exclamó el papiro— ¿Y qué te contó Venus que hizo después ella?

    —Pues que estuvo así un buen rato, mirándole con sus grandes y expresivos ojos ambarinos —contestó Ingo—, dibujó una amplia sonrisa complacida en su rostro, y fue hasta esta mesa a anotar algo sobre tu superficie.

    —Es verdad, es verdad —dijo el cálamo entusiasmado— ¿Acaso no lo recuerdas, amigo papel? Yo sí. Me tomó entre sus dedos, me introdujo en el tintero y trazó multitud de números que componían operaciones aritméticas y también tramos de líneas curvas, formando varios círculos y elipses sobre tu piel sepia. Lo que hizo fue extraordinariamente preciso y hermoso a la vez…

    —Yo jamás podré verlo… —musitó con cierta tristeza el papel—. Soy como un rostro sin una superficie de metal pulido a la que mirarse.

    —Pero siempre podrás oírlo… —le contestó Ingenia Grandes Obras, imprimiendo ternura a sus palabras—, porque siempre habrá alguien a quien nuestra querida maestra lea en voz alta lo que en ti haya impreso. Yo, sin embargo, nunca sabré qué se siente al saberse tocada, acariciada, por sus manos, pues siempre seré invisible para ella, como el soplo de viento que mueve sus cabellos… Así que, a pesar de mi sabiduría, en cierta manera os envidio…

    Ante estas últimas palabras los tres amigos quedaron en silencio, pensativos. Un silencio que se extendió a todo lo largo y ancho de aquella espaciosa estancia repleta de armarios recubriendo sus paredes y en los que se disponían rollos y libros en todas y cada una de sus baldas. Cuatro amplios ventanales intencionadamente ubicados del este al oeste de la gran habitación, que mantenían iluminado el espacio desde que el sol aparecía y desaparecía, dejaban en esos momentos penetrar la luz tenuemente anaranjada de esa última hora en las hermosas tardes de Alejandría, previas al inicio de la primavera.

    El cálamo, al tiempo, rompió el silencio:

    —Escuchadme bien: dejemos de lloriquear. Al fin y al cabo, cada uno de nosotros somos imprescindibles para ella dentro de nuestras limitaciones. Ingenia, tú eres invisible pero representas esa fe fuerte e inquebrantable que infunde a la gran filósofa, matemática y astrónoma que es nuestra amiga, la inspiración necesaria para sentirse segura y determinada en su camino, en la defensa de sus ideas. ¿Acaso no fue ella quien dijo: «Defiende tu derecho a pensar, porque incluso pensar de manera errónea es mejor que no pensar»? Pues eso. Y tú, amigo papel —continuó el lapicero de cuña en punta—, ¿qué sería de mí si tú no existieras? ¿Dónde plasmaría ella sus ideas, sus cálculos, sus descubrimientos? ¿En las paredes, en el suelo, o quizás en aparatosas tablillas de arcilla endurecida como hacían los antiguos sumerios al comienzo de la escritura? Puf, qué tontería. Yo, humildemente, soy el instrumento, ese hilo conductor del que se sirve para transformar la idea en realidad física y tangible, en mensaje. Así que os invito a que dejemos de quejarnos y sintámonos todos igualmente importantes.

    Entonces, los tres compañeros de fatigas llevaron a cabo un esfuerzo sublime. El cálamo comenzó a moverse desde la esquina de la mesa donde se encontraba, hasta el centro de la misma, allá donde estaba el papel, al tiempo que este levantaba una de sus esquinas sutilmente en un intento por abrazar a su amigo. Ingenia, por su parte, se desplazó sobre ellos velozmente, de un lado a otro, provocando una suave brisa que los arrulló a ambos.

    En ese preciso instante, las dos grandes hojas de madera del estudio se abrieron súbitamente y la mujer, de la que instantes antes hablaban, entró con determinación aun con los impedimentos propios de la edad, haciendo volar los pliegues de su túnica acompañando al rápido avance de sus pasos. En el acto, el cálamo volvió a rodar hasta su posición inicial, el papel se dejó caer apresuradamente sobre la tabla e Ingo dejó de moverse para acudir solícita y leal al lado de su admirada amiga. Para la mente atenta de la científica, aquellos sutiles movimientos no pasaron desapercibidos, quedó quieta por unos instantes frente a la mesa, con la vista puesta sobre ella, y al cabo de unos segundos, les dedicó una sonrisa cómplice, susurrándoles:

    —Queridos amigos, os doy las gracias por estar siempre ahí, dispuestos a servirme. Quiero que sepáis que llegan tiempos difíciles y no sé cuántas estaciones más podremos estar juntos, en esta amada habitación en la que tantas horas hemos pasado, entre estos pergaminos, rollos y libros que contienen tanta sabiduría e inquietudes de quienes en ellos plasmaron su conocimiento. Entre ellos, yo… —La señora dirigió su mirada entonces hasta el ventanal más orientado al oeste. Encaminó hacia él sus pasos vacilantes. Ingenia la siguió. Y las dos se asomaron. La mujer apoyó las manos en el alféizar y elevó su rostro al cielo. La luna llena de marzo comenzaba a iluminar pausadamente con su manto de luz plateada los tejados de la parte de la ciudad que se extendían frente al edificio. La noche se presentaba sin nubes, y los astros y planetas que tanto habían sido observados por la erudita se mostraban en toda su plenitud, con total claridad.

   Ella cerró los ojos y suspiró. Pensó que ojalá los hombres que en sus respectivos ámbitos gobernaban la ciudad, llegaran a un acuerdo, y los graves disturbios y enfrentamientos acontecidos en los últimos días, debido a sus luchas por ostentar el poder religioso y civil, se vieran abocados a un fin pacífico mediante el raciocinio, la bondad y la empatía…

    Alejandría, la célebre y hermosa urbe que debía su nombre a uno de los mayores conquistadores de la historia, la ciudad donde ella, filósofa, matemática, astrónoma, instructora, había nacido, no se merecía eso.

    Abrió los ojos y, a pesar del resplandor de las llamas del fuego destructor que se elevaban en la distancia sobre las plazas de algunos barrios, unido a los gritos lejanos de las turbas enloquecidas, se obligó a albergar cierta esperanza.

    Más tranquila, la mujer entornó los postigos y se giró, acercándose de nuevo hasta la mesa. Prendió la mecha del candil con la llama de la vela de la pequeña palmatoria que le gustaba mantener siempre encendida y se sentó con gesto cansado pero erguida en su querida cátedra. Cogió su amado cálamo dispuesta a dejar escrito, sobre esa preciada cuartilla de papel virgen, su último descubrimiento, antes de marchar a su casa para descansar. Pero de repente se detuvo, le pareció escuchar un algo, un rumor, un bisbiseo continuo como el sonido de las olas calmadas del mar sobre la orilla de la playa… Intrigada, agudizó el oído y prestó atención… Y no le cupo ninguna duda. Eran tres voces conocidas, cercanas, que le susurraban al unísono:

    —Hipatia… ¡Gracias, Hipatia…! Hipatia de Alejandría…

    E Hipatia les correspondió con una sonrisa.


Jorge Moyá Olcina es miembro de la Unión Nacional de Escritores de España.