Artículo de Tomás Bernal Benito
El reino estaba en conmoción.
La
opresión llevada a cabo bajo el régimen absolutista de un sistema totalmente
feudal, donde los señores, que eran los propietarios de la tierra y de sus
siervos, ejercían con mano férrea su condición de jueces y verdugos a la vez,
sin que existiese la menor posibilidad de poder apelar contra el arbitrario
dictamen de sus sentencias, desembocó en graves desórdenes que vinieron a
alterar la convivencia pacífica en las comarcas del Bajo Aragón.
Para hacer todavía más gravosa esta situación, un nuevo conflicto vino a sumarse a ella: la imposición castellana, contraviniendo los Fueros Aragoneses, del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, que perseguía y castigaba cualquier fenómeno que tuviera que ver, o así lo creyera, con la brujería.
Año 1537
De la Era de Nuestro
Señor Jesucristo,
Siendo Emperador de
Todas las Españas,
de Occidente y de las
Indias,
el Ínclito,
Don Carlos El Primero
La
iglesia consagrada a Santa María la Mayor, de Alcorisa, desprendía un olor a
cera y aceite. Sus centenarios muros acogían, en el ocaso del día, a Miguel
Guete Seisdedos, pariente de Francisco Guete, cuyo hijo, Pedro de Guete
de Villalobos, se embarcaría años más tarde en una expedición al Nuevo Mundo. Miguel,
con los dedos entrecruzados y la cabeza gacha, permanecía arrodillado sobre el
frío embaldosado, desgranando, en una imperceptible letanía, encadenados
avemarías que imploraban por el bienestar y la salud de su querida
esposa María Ferriol.
Dos pequeñas lamparillas, una en cada
extremo del altar, iluminaban la imagen de una virgen tiritona como
consecuencia del flamear de las llamas.
Cuando finalizó con sus oraciones se
santiguó, se puso en pie y cabizbajo abandonó el recinto sagrado. Una vez fuera
tomó rumbo hacia su barraca, situada en la hondonada, junto a las márgenes del
río Guadalopillo.
La luna, en lo alto, trataba de
imponer su autoridad sobre unas deshilachadas nubes que se paseaban indolentes.
Una ligera brisa arrastró por el sendero hojas dispersas. Su solitario regreso,
tan sólo se veía acompañado por el cantar de los grillos y el ulular de las
lechuzas. El agorero aullido de un perro lejano, le hizo apretar el paso. Al
internarse entre la fronda de los álamos, la noche acentuó las sombras, pero cuando
salió al descampado de su hogar, éste apareció totalmente plateado.
Miguel no pudo evitar el relincho del
roce de la puerta cuando accedió al interior.
La cabaña, de tablazón, disponía por
todo mobiliario de una mesa de madera de caballete, un banco corrido, un arcón
donde guardaban las escasas pertenencias y un viejo camastro en cuyo lecho
agonizaba de fiebre la causa de sus plegarias. A su lado, el pequeño José, un
rapaz de tez morena, ojos negros y rebelde cabello, se afanaba con paños húmedos
en mitigar la calentura de su madre. La luz de un candil mantenía en penumbra
la pequeña estancia.
—Buenas noches, padre —le saludó al
entrar.
—Buenas noches, hijo. ¿Alguna mejoría?
—No padre, todo sigue igual.
María llevaba en tan deplorable estado
varios días. Sumida en una tragedia sorda, sin aspavientos, tan sólo en
contadas ocasiones se agitaba respirando angustiada cuando a bocanadas buscaba
el aire que sus pulmones le negaban.
Miguel reparó entonces en la lumbre
del fuego, que, debido a la escasez de combustible, se consumía lentamente como
la salud de la enferma.
—Ve a por leña, José, antes de que la
habitación se quede fría —le dijo a su hijo mientras removía los rescoldos.
—Sí, padre —obedeció el zagal.
Miguel tomó asiento entonces en la
banqueta vacía.
—María, ¿me escuchas? Si me escuchas,
intenta decirme algo —le murmuró posando sus manos sobre las de ella.
Pero los labios cuarteados de su mujer
no emitieron sonido alguno y, Miguel, cautivo de su propia impotencia, se
dispuso a deshilar el tiempo a su lado.
Al momento apareció el muchacho, con
varios troncos entre sus brazos. Nada más entrar se apoyó contra la puerta y
con el semblante desencajado los dejó caer al suelo.
—¿Qué haces? Parece como si hubieses
visto a un fantasma.
—Padre... junto al río… En el chopo
gordo —balbuceó.
—En el chopo gordo, ¿qué?
—Hay alguien. Agazapado. Lo he podido
ver... perfectamente.
—¿Estás seguro?
—Como que estamos aquí, vos y yo. Y
madre, por supuesto.
—Atiende el fuego y cierra la puerta —le
dijo cogiendo una hoz que colgaba de la pared, junto a los utensilios de
labranza.
—¿Adónde va, padre?
—A ver qué es esa sombra.
Miguel, nada más salir, se ocultó
entre los árboles y dando un rodeo salió a la parte posterior del chopo de
tronco gigante. Silenciosamente se arrastró entre la broza y hojarasca hasta
descubrir la sombra de una silueta que se encontraba tumbada y de espaldas a
él, mirando hacia su casa.
Miguel surgió de la espesura
blandiendo la hoz por encima de su cabeza y gritando:
—¡Vive, Dios! ¿Qué buscáis aquí?
—Cuartel, por favor. Os lo suplico,
señor. Por caridad.
La rogativa de la sorprendida
noctámbula, fue acompañada por un gran gesto de pánico. Inconscientemente
encogió sus piernas y extendió sus brazos al aire con las palmas de sus manos
abiertas, como intentando resguardarse del inminente peligro que se le venía
encima. Miguel se quedó perplejo, al comprobar que la sospechosa sombra se
había convertido en una chiquilla que no tendría más allá de quince años.
Miguel, bajó la hoz.
—¡Santo Cristo! ¡Qué susto! —exclamó.
—¿Vos estáis asustado?
—¿De
dónde sales, pequeña? —le preguntó sonriendo por el espontáneo comentario.
—De por ahí —señaló temblando hacia
Andorra—. Me he perdido.
—Te has perdido... Te has perdido por aquí
—repitió, antes de tenderle la mano para ayudarla a levantarse—… En fin, no te
voy a preguntar más, no es de mi incumbencia, aparte de que no sería cristiano
por mi parte. Es tarde, si lo deseas te ofrezco mi techo para cobijarte por
esta noche.
—Gracias. Sois muy gentil, señor. Os
lo agradezco de verdad.
Y la luna alargó sus siluetas cual
ciprés de camposanto cuando salieron al claro de la vereda.
—Acomódate junto al fuego —le sugirió
Miguel nada más entrar.
El pequeño José, al verlos, cayó pasmado
de la banqueta.
—Tranquilo, hijo, tan sólo es una
simple caminante que se ha perdido. Dale una piel para que duerma en ese rincón
y ofrécele un trozo de queso con pan. Tendrás hambre, ¿verdad? —se dirigió
entonces a ella, que se hallaba en cuclillas, frente al fogón, frotándose las
manos.
—Sí, señor. Y mucha.
—Pues no es mucho lo que hay, pero al
menos te servirá para aliviar el estómago.
Tras la frugal cena, se acomodaron en
el suelo para pasar la noche. La extraña visitante, cuando detectó los cuidados
que Miguel prodigaba a la enferma, no pudo por menos que levantarse y acercarse
en silencio.
—¿Es su esposa? —le susurró.
—Sí.
—Me permitís.
Y antes de que pudiera contestarle, se
colocó delante de la enferma posándole la mano sobre la frente. A continuación,
le tocó detrás de los lóbulos de las orejas y luego le abrió los ojos
observando sus pupilas.
—No se puede hacer nada más por ella.
Está desahuciada por el galeno. Sólo mis oraciones la mantienen con vida —le
hizo saber el atribulado esposo.
—Eso está muy bien, que mantengáis la
fe, pero también hay otras cosas terrenales que tener en cuenta. Muchacho,
¿conoces la planta del tomillo? —José asintió con la cabeza—. Pues ves a por
ella para preparar una cocción. Mientras, vos, traedme aceite.
Miguel, sorprendido por los
acontecimientos, siguió al pie de la letra sus indicaciones mientras que el
chico salía a la carrera por la puerta.
—¿Entendéis de medicina?
—Algo. Creo que la puedo sanar.
Retiraos por favor.
Y la extraña visitante, tras desnudar
a María, se untó las manos en aceite y comenzó a darle friegas a un cuerpo que
ardía, a consecuencia de la fiebre, como un leño del fogón. Eran unos masajes
vigorosos, pero a la vez delicados, donde los dedos se deslizaban suavemente
por el efecto del lubricante modulando la piel. Ni un centímetro dejó de
recorrer mientras que el sudor que brotaba de su frente se mezclaba con el
aceite que escurría por sus costados empapando las sábanas.
Cuando terminó, clavó la mirada en
Miguel y le dijo:
—Con esto y la cocción de tomillo, mañana se encontrará mucho mejor.
.../...
Y
amaneció un nuevo día. Y los rayos solares iluminaron por igual, tanto el verde
de la huerta como el secarral de una extensa planicie salpicada de zarzas y
herbajes, que con su presencia rompían la monotonía del paisaje.
Pedro y Juan, nombres de apóstoles,
eran dos chicuelos que a orillas del Guadalopillo, con el barro hasta los
tobillos, trataban de llenar una talega de ranas de las que luego darían buena
cuenta una vez sofritas en la sartén.
De repente, algo les distrajo de su
cometido. Allá, en el horizonte, donde el cielo parecía confundirse con la
tierra y acabarse el mundo en onduladas olas marinas, vislumbraron una nube de
polvo que emergía a pasos agigantados por el camino. Con la curiosidad propia
de su edad, ambos corrieron a subirse encima de una pequeña loma, desde la cual
pudieron divisar como los rayos del sol se reflejaban en los aceros que se
acercaban.
—¡Son soldados! —exclamó Juan excitado.
—¡Sí, vienen soldados! —corroboró su
amigo.
Lo primero que pudieron apreciar
fueron las largas picas, terminadas en punta guarnecidas de hierro. En una de
ellas ondeaba una banderola de tafetán azul y anaranjado. Luego aparecieron
ellos, con su relinchar de caballos. Caballos sudorosos por el esfuerzo de la
cabalgada que levantaban piedras y guijarros a su paso, y cubiertos por una
polvareda reseca y menuda. Eran un total de ocho hombres perfectamente armados.
Llevaban las carabinas en bandolera, con las horquillas adosadas. Sujetas a la
cintura se dejaban ver las cargas de pólvora y las balas. Al frente de ellos se
encontraba el que parecía ser el jefe. El único uniformado. Con peto de
armadura, botas altas de cuero, refulgentes espuelas y guantes de manopla. Su
espada, al cinto, dejaba entrever una empuñadura rica en pedrería. Tenía el
cabello blanco, la barba cana y aspecto cansado. Los que le seguían a
continuación, más parecían soldados de fortuna, mercenarios de estómagos vacíos
y ansias de rapiña, que soldados del Emperador.
Gonzalo Remón, un cejijunto hosco de
mirada y tez requemada, con el jubón aflorando por encima de los calzones se
dirigió a ellos.
—Muchachos —les dijo mostrando sus
tiznados dientes mientras se agachaba y con su mano acariciaba el cuello de su
corcel, de cuya grupa colgaban unos pesados grilletes—, ¿tenéis posada en este
lugar?
—Sí, señor. Un poco más adelante, en
el pueblo —le respondieron al unísono.
—Muy bien. Tomad una moneda —les dijo
retomando la posición y sacando una pequeña faltriquera del cinto.
Pedro y Juan, se miraron entre sí, sin
poder evitar el chispear de sus ojos cuando el brillo del metal vio la luz a
través de aquellos dedos de uñas largas y negras.
—Pero antes —les dijo mostrándosela—,
tendréis que hacer un encargo. Antes...
—Lo que mande su señoría —le
interrumpieron ambos a la vez.
—Antes —prosiguió—, tendréis que
avisar a todos vuestros vecinos y decirles que, cuando el sol esté en lo más
alto, se presenten todos en la posada, pues don Alonso de Molina, capitán de la
guardia del Emperador, tiene que hablarles. ¿Lo habéis entendido?
Los chicuelos menearon la cabeza
afirmativamente y cuando la moneda ondeó en el aire, se lanzaron sobre ella tan
rápidamente como lo haría el picado del halcón sobre su presa.
.../...
A
la hora citada, los alcorisanos se encontraban frente a la posada, encabezados
por fray Bernardo, que se ciñó el cáñamo de su hábito cuando hizo acto de
presencia don Alonso de Molina.
—Me presentaré —comenzó a hablar con voz
grave apoyado en una de las vigas de madera que sostenía la entrada—, me llamo
Alonso de Molina, soy capitán del ejército del Emperador y estos son mis
hombres. Venimos de Zaragoza, siguiendo los pasos de una fugitiva, la Chica
Juana, escapada de la cárcel de la Aljafería.
—¿Qué grave delito cometió la tal
Juana para que haya originado que hombres tan pertrechados iniciaran tan larga
persecución? —preguntó el fraile alzando la mano.
—La Chica Juana —le respondió el capitán achicando los ojos—, fue hallada culpable del mayor crimen jamás cometido contra Dios, la Santa Madre Iglesia y el género humano. La Chica Juana fue acusada de brujería. Fue probado ante el Tribunal de la Santa Inquisición que ejerció sus poderes de bruja en beneficio propio, que echó «mal de ojo», que envenenó el cerebro de los hombres con los que mantuvo contacto carnal y.… no me voy a extender más, pues de todos es bien conocido como actúan los acólitos de Belcebú. Sólo os diré que todos sus horribles crímenes fueron demostrados y que por ello fue condenada al fuego expiatorio de la hoguera, al igual que su vecino zaragozano mosén Juan Omella, que fue quemado en auto de fe por nigromante. Pero la Chica Juana, sirviéndose vilmente de subterfugios —carraspeó—, consiguió burlar la vigilancia a la que era sometida y logró huir. Sabemos que no puede andar muy lejos, pues dos pastores de la vecina Andorra detectaron ayer su presencia en los alrededores. Así que, a partir de ahora, os conmino a todos a que ayudéis a la Santa Iglesia en su captura. Esta persecución no puede, ni debe, ir más allá. Sólo la muerte puede purificar su alma y es voluntad del Señor que muera. Yo únicamente soy el instrumento, el brazo ejecutor. Buscadla y traédmela, de lo contrario, pondremos patas arriba vuestra aldea y ¡ay de aquél que ose ayudarla!, pues si se comprueba tan grave delito, tanto su familia como sus descendientes serán desterrados del lugar, sus bienes embargados, se colgará el sambenito en la puerta de la iglesia y su nombre será borrado para siempre de los archivos parroquiales. ¡Temed la justicia de la Santa Inquisición, a quién Dios guíe y asista! Y ahora, ¡marchad!
.../...
Miguel
entró en su hogar hecho un puro torbellino. Frente a él se encontraba su
esposa, ostentando una visible y mágica mejoría, tomando un caldo caliente en
una escudilla que le había preparado la Chica Juana. Su sanadora. La misma que
ahora tenía que arrojar a los leones. Sí no lo hacía se exponía a ser
excomulgado, y aquello era un riesgo tan sumamente terrible que de ninguna de
las maneras estaba dispuesto asumir.
Así que, armándose de valor, le dijo:
—Muchacha, te tienes que marchar.
—¡Miguel! —exclamo María desde el
lecho.
—Los soldados del Emperador están aquí
y la buscan.
—¿Don Alonso de Molina está en la aldea?
—preguntó la moza.
—Sí, en la posada, y así se ha
presentado.
—Escóndela... en el monte —le dijo su
mujer en medio de un aparatoso ataque de tos.
—Por favor, no habléis —le recomendó
la Chica Juana—. No os conviene. Estáis muy débil, todavía. Debéis descansar.
—Yo... no puedo, María. La persigue la
Santa Inquisición. Si nos descubren, el castigo será terrible. De nada servirá
que te haya... resucitado. Perdóname, Juana, porque no sé si lo que estoy
haciendo es lo correcto. Esta familia te agradece mucho lo que has hecho por ella,
pero te tienes que marchar. Lo entiendes, ¿verdad? Será lo mejor para todos
—concluyó mirando al suelo.
—No os aflijáis, señor. Lo entiendo.
Yo soy la que os tengo que estar agradecida por la buena acogida que me habéis
dispensado, sin conocerme de nada.
—Baja por la arboleda hasta el río y sigue el curso de su cauce ocultándote entre la vegetación. Así los podrás despistar. Siempre estarás en nuestros corazones, muchacha. Que Dios te acompañe.
.../...
Al
día siguiente, cuando Miguel se encontraba enfrascado en sus tareas agrícolas,
le sacó de su abstracción el sonido de un trotar proveniente del camino vecino.
Se trataba de Alonso Paradiñas, montado en su borrico. Alonso era un siervo
como él que trabajaba las tierras pertenecientes a la Orden de Calatrava, tres campos
a las afueras del pueblo.
—¿Dónde vas con tanta prisa? —le
preguntó Miguel apoyado en la azada.
—¿No te has enterado? —le gritó aquél,
sin hacer mención de parar.
—¿De qué?
—Están quemando a la bruja. ¿No ves el
humo? Parece ser que la han descubierto los chicos escondida en el río.
Miguel reparó entonces en la columna
de humo que emergía del centro de la aldea. Sin pensárselo dos veces, arrojó la
azada al suelo y salió corriendo detrás de Alonso. Cuando llegó a la plaza del
Mercado, se quedó petrificado por la apocalíptica visión. La Chica Juana
permanecía encadenada a una estaca, en el centro de una siniestra hoguera que
habían preparado los soldados del Emperador.
La aldea entera se hallaba congregada
alrededor de la pira observando con pavor, y a la vez con fascinación, el
sufrimiento atroz de la joven.
Pedro y Juan, nombres de apóstoles,
los niños que habían descubierto a la supuesta bruja cuando cazaban ranas en la
orilla del Guadalopillo, se abrazaban jubilosos celebrando su hazaña y haber
sido recompensados tan generosamente por don Alonso de Molina. Un Alonso que
asistía al siniestro espectáculo con gesto impasible, como si aquello no fuera
con él.
El humo del fuego se introducía por
los pliegues del vestido de Juana y brotaba a través de su escote y bocamangas.
Después de largos minutos de cruel agonía y antes de fallecer asfixiada, más
que por el efecto devorador de las llamas, sus ojos se posaron por unos
instantes en los de Miguel en un claro gesto interrogativo. Y Seisdedos entendió
perfectamente la pregunta, pero no supo contestarla: ¿Por qué...?
El rugir de las llamas se mezcló con los cánticos emitidos por fray Bernardo, implorando por el descanso eterno de su alma.
.../...
Miguel,
en el interior de la iglesia, rezó y rezó, hasta acabar con todos los salmos de
las Sagradas Escrituras.
—Perdón, Señora. Tuve que hacerlo, no
tenía otra salida —se culpaba frente a la imagen de la Virgen —. No me quedaba
otra salida...
Miguel se sentía culpable por la
muerte de la muchacha y pleno de remordimientos no cesaba de repetirse que, si
la hubiese escondido, tal y como le había sugerido su esposa, quizás ahora se
encontraría con vida. A partir de ese momento tendría que convivir para siempre
con tan aborrecible recuerdo. No había posibilidad de olvido. Ese sería su
horrible tormento: la llama de la memoria prendida en él, hasta su eterna
condenación.
De vuelta a casa, cuando se internó
entre los álamos, la clara luna se oscureció de repente. Unos fatídicos
nubarrones se apoderaron de la noche arrastrados por un gélido viento. Miguel
agilizó el paso al escuchar un batir estremecedor de tablas proveniente de su
barraca, y cuando llegó a ella, atónito, contempló como salía por el ventanuco,
y se esfumaba en el aire, la silueta nebulosa de un espíritu cadavérico que le
sonreía. A su alrededor, un halo de estrellas chispeantes le acompañaban.
Cuando todo aquello se desvaneció en lo alto, la noche retomó su calma y una
luna brillante iluminó el cielo.
Al entrar en casa, su mujer yacía en
el lecho, fría como la escarcha, con las manos cruzadas sobre el pecho. Su hijo
se encontraba sentado en un rincón, aterrado, iluminado por la blanca luz de la
luna. Una luz de cirio. Una luna de muerte.
El desconsuelo le impidió gritar y sus
ojos se nublaron mientras la angustia atenazaba su corazón.
Dios había puesto a prueba su virtud y
le había fallado.
El castigo estaba servido.
Tenía que purgar su grave pecado.
.../...
Durante
varios días se mantuvo en oración y ayuno pensando cual sería el mejor modo de
espiar sus culpas, hasta que finalmente dio con la solución.
La primera que lo vio, al abrir el
ventanal para airear la casa, fue la mujer del panadero. Inmediatamente ésta
llamó a su marido, que salió a la calle limpiándose las manos de harina en el
mandil.
—¿Adónde va Seisdedos? —le
preguntó.
—No tengo ni idea.
—¿Y qué es eso que lleva a la espalda?
—¡Una cruz, mujer! —exclamó—. ¿Es que
no lo ves o qué?
—Eso es lo que me había parecido.
A continuación, se les añadieron,
desde sus respectivos portales, dos viejas de ropones negros murmurando entre
ellas con gesto condescendiente que, si a parte de la María, no habría perdido
también la cordura aquel pobre desgraciado.
En otro ventanal, una comadre mostró
su nariz de aguilucho y ojos de búho.
—¿No es ése el de la María? —preguntó
a voz en grito.
—Pues claro que sí. Es el Seisdedos
—le respondió Jaime Baquerizo, un labriego que acababa de incorporarse al
grupo.
En una esquina, el posadero, se
rascaba la enmarañada barba en actitud pensativa. Jerónima Soriana, una manceba
entrada en carnes, se sonó las narices mientras meneaba la cabeza de un lado a
otro dando muestras de no entender nada de lo que estaba sucediendo.
Y fue tal la algarabía que se montó,
que hizo salir de la iglesia al propio fray Bernardo.
—¿Se puede saber qué pasa? —preguntó
curioso.
—Padre, allí, en el monte Calvario, es
Miguel —señaló con un dedo extremadamente delgado Francisco Gatona, un
alcorisano flaco y espigado como vara de Moisés.
—¡Pero adónde va ese hombre! —exclamó
el cura echándose las manos a la cabeza.
Miguel, ajeno a todos comentarios que
estaba generando, subía penosamente, entre pedruscos y matorrales, la empinada
cuesta del Monte Calvario, portando a hombros una pesada cruz que había
preparado con dos gruesos troncos atados con una cuerda. Unos pasos más atrás
le seguía su hijo, arrastrando por el suelo un pico y una pequeña escalera.
El frescor de la mañana, mezclado con
el aroma que desprendían a su paso la aliaga y el tomillo, les hacían más llevadera
la subida.
Abajo, los zagales de las ranas fueron
los primeros que se decidieron a subir tras ellos. A continuación, lo hizo fray
Bernardo, murmurando Dios sabe qué. Presos de curiosidad les siguieron las
mujerucas y el posadero. E igual que la miel atrae a las moscas, la gente salió
de sus hogares abandonando sus tareas domésticas y del campo, y en lenta
peregrinación comenzaron la ascensión.
Miguel, al llegar a lo alto de la
cima, se limpió el sudor con la manga, inspiró un par de veces y tomando el
pico cavó un agujero en la tierra. Cuando lo tuvo concluido introdujo parte de
la cruz en él y la enronó apretando el firme. Luego se subió a la escalera,
apoyó los pies en un saliente que para tal efecto había preparado y se sujetó
con los brazos al travesaño pidiéndole a su hijo que lo maniatase al mismo.
Cuando éste así lo hizo, se quedó mirando al cielo y tras implorar perdón, su
cuerpo se venció víctima del cansancio.
Pero antes de cerrar los ojos, aún le
dio tiempo de contemplar como todos sus paisanos, con fray Bernardo al frente,
se postraban de rodillas ante él conteniendo el aliento. Y antes de cerrar los
ojos, aún le dio tiempo de contemplar como todos sus paisanos, con fray
Bernardo al frente, inclinaban sus cabezas dentro de un silencio solemne, y se
santiguaban.
Era un viernes de cuaresma.
Alguien, en ese momento, hizo sonar el
redoble de un tambor.
Comenzaba la tradición.
Primera Edición Concurso de Relatos Cortos de la Comarca del Bajo Aragón (España).
Primer
Premio.
Alcorisa, 4
diciembre 2015.