Voayer

Relato de Gonzalo Gala Guzmán

Esta mañana emergía en el seno de un calor asfixiante, ese calor que secaba la garganta y aceleraba los latidos del corazón. Me levanté, obedeciendo a un hábito prolongado, como siguiendo una liturgia y una vez fuera de casa, dejé que mis pies me llevasen por las calles. Descendía unas escaleras que conducían al reino subterráneo que los vivos habían usurpado a los muertos. Poblado con pasos impacientes, empujones, voces desagarradas por el estruendo de los trenes, la gente tenía prisa para partir hacia cualquier otro sitio. 

Como de costumbre, elegía una silueta entre todas y la seguía. Si se detenía, yo me situaba detrás de ella. Si, impacientemente, deambulaba, la imitaba. Podría seguir a esta silueta durante toda una eternidad, en todos sus rodeos, doblegarme a sus caprichos, dirigir mis movimientos o mi inmovilidad a las decisiones nacidas en una cabeza extraña. Aunque tarde o temprano, se cerrase una puerta entre nosotros.
Al principio reinaba la confusión, un estremecimiento de carreras desordenadas, una bruma sonora, el delirio del rótulo de los indicadores del metro, hasta que la silueta que fijaba mi mirada deshacía tranquilamente el nudo de incoherencias para extraer el hilo adecuado. “Andén 5”, veía a lo lejos. 

Llegó el metro, subimos y el tren reanudó la marcha. Busqué un asiento en el que pasara desapercibido para luego mirarle con seguridad. Ahora que estaba sentado lo examiné con atención. 

Le miré y le sonreí, pero generalmente no me veían. Mis ojos se posaron, entonces, en el maletín, apoyado en sus rodillas. Me estuve fijando con curiosidad y una imaginación desbocada, tanto que mis pensamientos estuvieron a punto de hacerle desaparece en la multitud. El hombre al que estaba siguiendo se levantó. Yo me levanté también y ante la puerta me situé tan cerca que mi mano rozó su chaqueta. Subimos a la superficie y el hombre me obligó a cruzar una calle muy transitada, bordeamos un jardín, pasamos cerca de un café, donde, bajo las enormes sombrillas de la terraza, la gente aligeraban parte de ese calor bebiendo. Un hombre alargó su brazo desde una de las mesas y le saludó con un grito.

- ¡Manuel! 

Ahora ya tenía un nombre. El sabía adónde había que ir, conocía la meta, llevaba el itinerario en su mente. Ya no se trataba de seguir una calle al azar, de girar a la derecha o a la izquierda siguiendo algún capricho. Las calles habían dejado de ser intercambiables, se ajustaban unas a otras, seguía un plan establecido por aquel hombre, mientras dejábamos atrás la estación, las casas ennegrecidas con chimeneas, para instalarnos en un paisaje nuevo. Un jardín con un sendero, en donde un perro ladraba alegremente, a cubierto de los árboles. Esto exigía cierta distancia. Se dejó caer en el suelo, cara al cielo, las manos bajo la cabeza y una brizna de hierba entre los dientes. Me parecía estar viendo a un joven soñador que hubiese envejecido súbitamente, sin saberlo. 

Un segundo más tarde, el hombre se había vuelto a su ruta.  Seguíamos andando, él silbando alegremente; yo,   un poco separado de él, silencioso, como distraído. Le miro por el rabillo del ojo. Un hombre que seguía su camino, respiraba su aire. Un hombre en su mundo, un mundo a su medida puesto que se sentía cómodo en él. 

Hasta que digo, para mí mismo: “Ya hemos llegado”. Una casa grande, un portal impresionante que sin duda debían cerrar cuando llegaba la noche. Mis dedos alcanzaron la puerta, antes de que se cerrase a su paso. Nos acogía entonces una gruesa alfombra en el recibidor del bajo, una escalera ancha y la misma alfombra cubriendo los peldaños. Veinte peldaños hasta el primer piso… la barandilla era suave y lisa. En el rellano uno tropezaba con el brillo opaco de tres puertas cerradas. Veinte peldaños más y la misma alfombra conducían al segundo piso. Poco antes de llegar al cuarto, me detuve para dejar paso a una mujer que bajaba. Entre tanto, el hombre seguía escaleras arriba.  La alfombra roja iba acabándose. Pisé el decimosétimo peldaño del sexto y último piso y, al mismo tiempo, levantaba la cabeza. El hombre al que seguía se plantó en la meseta del rellano y fue a una de las puertas que brillaban menos. Abrió y cerró una de ellas, cuando desapareció, aunque pudiera oírle tras el tabique:

- Cariño, ya estoy en casa. 

En seguida, me dominó un malestar, ¿por qué esas divagaciones cotidianas en la calle? ¿qué podían hacer por mi todos aquellos con quienes me cruzaba? Cada uno llenaba por completo su propio universo y yo me arrastraba humildemente tras ellos. Luego, para demostrarme a mí mismo que era simplemente una cosa inconsciente, me esforzaba por odiarles, a sabiendas que ese odio no existía, que aparecía como cuando se encendía una lámpara en medio de una ruina desvastada por el tiempo, necesitada de ese resplandor para creer que estaba habitada, que tenía un significado. Pero tampoco sabía conservar ese sentimiento. Escapaba de mí como todo lo demás. Sólo podía seguir vagando por ahí, como un simple espíritu en busca de un milagro.