Poemas de Ana Vega Burgos


Tarde de gatos

Llueve afuera, en la tarde que agoniza
sin esperar que el mundo se detenga.
Ya no voy a salir. Cierro mi puerta
para quedarme aquí, como mis gatos
que ronronean envueltos en ceniza
soñando con el juego eterno que aguarda su momento
-pájaros de menudos huesecillos
que se deshacen en sus bocas ávidas-.

No volveré a salir. Tengo la piel ardiendo,
pero esta tarde melancólica
enfría mi aliento en nubes de nostalgia.

Nostalgia gris y azul como volutas de humo
con sabor a prohibido y a bebidas amargas.

Sabor a cigarrillos que no fumaré más;
los tacones de vértigo rodando por las piedras; 
orgullosa la nuca, la melena enredada:
negra, feroz, revuelta…
la ansiedad de una vida que ayer se nos gastaba
-tan tiernos, tan ingenuos,
 los ojos puros, ciegos-
y la aspirábamos a grandes bocanadas.

Confundidos las piernas y los brazos.
Doloridos, tirantes
los tendones, en danza extravagante.
Labio. Lengua. Colmillo.
Contorsionista. Amante.
Arrancando a la fuerza, con uñas afiladas,
música de las tensas garras 
de las entrañas.

Ahora, llueve afuera.
Y yo estoy dentro, acurrucada, chica.
Como una niña que nunca será niña.
Como una vieja que nunca será
                                                      nada.

El alma de la tarde se hace noche sin prisa.

Llueve. Sobre las ramas
del manzano del huerto brillan con luz de plata
telarañas de seda.

Llueve sobre el silencio. Solo queda
 el perfume de un sueño
de lo que nunca fue, pero pudo haber sido.

(…pasa un paraguas rojo herido en sus varillas…)

Huele a tierra mojada.
                                     (¿Recuerdas...?)
Evocadoras,  lentas,
caen las estrellas, negras.

Negras
               como mis lágrimas.



Cementerios azules

Algunos no llegaron. No les culpes.
Algunos se quedaron en las arenas blancas,
bajo un sueño de luces en la noche serena
y una esperanza que se fue transparentando
como una estrella en las orillas muertas.

Algunos no llegaron. Yo sí voy a llegar.
El corazón no engaña.

Treparé sobre dunas y sobre peñas negras
aunque deje la piel en los escollos.
Miraré cara a cara a los peces payaso
y reiré hasta llorar y desangrarme.

El corazón no engaña.
Yo sí voy a llegar, lo juro, madre.

La tierra prometida está esperando
con sus escaparates rompiendo cada hebra
de miedo o de pobreza.

Las noches no son negras, me dijeron.
Hay colores, y risas, y el motor de los coches
no gruñe ni amenaza. No hay bombas en las noches
como aquí. Ni es tan roja
la sangre, ni es tan negro
el futuro, ni lloran
las madres abrazadas al cadáver terrible
del hijo que ya nunca volverá a dar un beso.

Algunos no llegaron. No les culpes.
Algunos se quedaron enredados
entre las colas verdes, engañosas
de las sirenas del Mediterráneo.

Yo no sé nadar, madre, pero tú no me sufras.
Ya trepo por las costas, ya estoy entre la gente.
(Ya te lo dije, el corazón no engaña).
Pero… Nadie me ve. O quizá me ven todos,
                                                                          no sé.
Ya estoy aquí.
                          Te echo de menos.

Se me llenan los ojos de semáforos
en rojo para siempre. Recuerdo otras ciudades
que se quedaron ciegas, y sordas, y murieron.
Paredes
que ya no tienen cuadros, ni fotos, ni recuerdos.
Paredes
que ya no serán blancas ni caldearán los pechos
de los que no llegaron.

Tengo hambre y hay comida, te lo juro.
En los contenedores hay comida
y viejos esperando a que nadie los vea
para agarrarla con manos engarfiadas.
Y niños. Y algún perro abandonado.

Hay comida y dinero, y las risas atruenan
y la música aturde, y las voces golpean.

Duele, madre. Tal vez por eso algunos
no llegaron.

¿El corazón no engaña?
No les culpes.

El mar que ves azul es un gran cementerio
en el que los cadáveres incómodos no flotan.
Nadie empuña una pala para enterrarnos, madre.
Basta con no mirar, o mirar a otro lado.

Y si me arrojo al mar con una piedra de algas negras
atada a los tobillos,
no me culpes.
El corazón sí engaña.

No me faltan las fuerzas, no lo creas. Es mentira.
Me falta la esperanza.