Un alma inquieta

Carlos Dosel
Relato corto de Carlos Dosel

—Mi nombre no importa. Lo único que importa es que tengo 48 años. No puedo moverme. Tengo una enfermedad que los médicos denominan rara. Desde la habitación del hospital donde me encuentro en mi querida ciudad natal, escribo estas palabras para mi familia y amigos, en un portátil preparado para ello, con un sensor, el cual manejo con la lengua. A ellos les debo los cuidados tan hermosos y preciados que me han dado hasta este momento, crucial para mí. Sé que no he sido un hombre ejemplar. Ni siquiera un buen hombre. He sido ruin y cruel, y aun así, las personas a las que he tratado con desprecio, se han dignado, incondicionalmente a permanecer a mi lado, especialmente mi esposa Amanda y mi gran amigo Jorge.

Parece que fue ayer cuando corría por todo el campo de futbol, golpeando aquel balón. Entonces, mis energías eran otras. Enormes patadas con una fuerza increíble. Todo el mundo me felicitaba. Claro que, eso era cuando tenía dieciocho años, que se dicen pronto. Después vino la beca que me permitió estudiar en la Universidad de Oxford y una vez terminada la carrera, trabajar en el General Community Hospital de Bacon Bridge, una pequeña ciudad a las afueras de Londres. Con el tiempo todo eran palabras de cumplido, enhorabuenas y apretones de manos. Realizaba Operaciones con gran éxito y ganaba mucho dinero. Las enfermeras de planta se daban bofetadas por estar a mi lado, la mayoría casadas con otros médicos, amigos míos. Nunca desprecié a ninguna de ellas. Todas eran hermosas y deseosas de acostarse conmigo. Porque, eso era lo que querían. Debo decir que no soy culpable de que sus maridos no las atendieran como era debido. Al fin y al cabo, lo que buscaban era sexo y ser escuchadas. Nunca se me dio bien escuchar a las mujeres, pero las hacía vibrar en la cama. Se volvían locas conmigo. Se lo notaba en sus rostros desencajados de lujuria y pasión. Entonces, tenía una salud de hierro. Nada podía conmigo. Ni siquiera una fuerte gripe conseguía tumbarme en el sofá o en la cama. Pero, reconozco que las utilizaba. Las usaba como pañuelos de papel. Las despreciaba al terminar de hacerlo con ellas. Sé que no estaba bien aquello. Ahora lo entiendo. Pero ya es tarde para compadecerme de mí mismo. Solo me queda confesar mis pecados y redimir todo cuanto hice. ¡Dios mío, perdóname!

Cuando pienso en mi mujer, ¡oh Dios!, ¡qué mujer. La conocí en uno de mis viajes a Cartagena, mi querida tierra. La tierra que me vio nacer. Vine a dar una conferencia en el Hospital de Santa Lucía, invitado por la Asociación de Enfermedades Raras, ASENRA, son sus siglas. Mi especialidad es la traumatología. Debía hablar sobre cómo afectaba una enfermedad llamada Miopatía Nemalínica en los huesos y músculos del cuerpo. Soy uno de los traumatólogos mejores del mundo, si se me permite decirlo. Bueno...lo era. Pero, ahora estoy hablando de cómo conocí a mi esposa. La mujer más hermosa y buena que he conocido. Después de terminar la conferencia, allí estaba. En la primera fila del salón de actos, mirándome a los ojos y sonriendo como una colegiala. Aplaudiendo con todas sus fuerzas. Yo también la miré a los ojos. Pero mi orgullo no me dejó ver más allá. Solo pensé en desnudarla y tirármela. Al igual que las otras mujeres, solo pensaba en el placer que podría darme su esbelto y maravilloso cuerpo. De cómo agarraría su precioso pelo negro. De la cara que pondría al tirar de él mientras se lo hacía. Eso me excitaba mucho.

No tardé en hablar con ella. Estaba interesada en mis logros médicos. Era apasionada en sus preguntas. Anotaba todo cuanto yo le decía acerca de esto o lo otro. Así fue como, poco a poco nos fuimos conociendo. Todo eran halagos y sonrisas para mí. Día tras día, mostraba un interés en todo lo que yo le contaba de mi trabajo, de mis investigaciones. Tal fue así que llegamos a casarnos. Nuestra luna de miel la pasamos en la casa de la playa, en Cabo de Palos. Al día siguiente, cogimos el avión en Alicante para Madrid y de allí, salimos hacia Roma. Fue un viaje precioso. Pero no supe valorarla como se merecía. Al principio, todo era igual que cuando nos conocimos, pero al poco tiempo, empecé a alejarme de Amanda y a tratarla con frialdad. Cuando sirvió a mi propósito de esposa, volví a ser yo mismo. Cruel e indiferente. Solo pensaba en mi trabajo. En las otras mujeres que deseaban acostarse conmigo. En mi mente se iban asentando las fantasías que me gustaban realizar con todas ellas. Amanda, en cambio solo quería sentirse amada, que la abrazara y le hiciera el amor con pasión y ternura. No pedía más de lo que en realidad se merecía, como persona y como esposa. Recuerdo sus ojos, azules como un cielo de verano en un día despejado de nubes. Su fina barbilla. La misma que acariciaba cuando besaba su boca carnosa y perlada. Aun puedo verla en mi mente podrida. Siempre estuve ciego. Jamás pensaba en ella más que para las labores de la casa y utilizarla como a las otras desgraciadas. Por mi culpa, hice que dejara su trabajo en la farmacia. Incluso llegó a preparar el Interno Residente en Farmacia, en el hospital de la ciudad, pero, inconscientemente y sin que ella se diera cuenta, la fui convenciendo de que lo dejara para estar conmigo. Juntos, sin separarnos. Le dije que las oposiciones solo conseguirían alejarnos el uno del otro. Así que, dejó de estudiar. ¡Dios mío!, ¡cómo me arrepiento de haberla hecho sufrir tanto! De que no haya podido realizar sus sueños. Ahora sé todo el daño que le he ocasionado. ¡¿Cómo hacerle saber lo arrepentido que estoy?!

Al menos, me queda agradecerle todo lo que ha hecho por mí. A ella y a mi gran amigo Jorge que siempre estuvo ahí. A pesar de todas las grandes malas jugadas que le hice pasar en el trabajo, me ha demostrado, hasta ahora, su ayuda incondicional y su lealtad. Querido amigo Jorge. ¡¿Qué habría hecho yo sin tu amparo, sin tu protección?! Gracias, amigo mío. Yo, que en el umbral de mi muerte, casi inminente, reconozco aquí y ahora haberte ocasionado tanta discordia. Cuando hice que te echaran la culpa de aquel error médico en el que me pudo costar la expulsión del colegio de médicos. Entonces, no me pareció tan grave como pensé. Podía perder toda una vida de dedicación, de estudio, de sacrificio. Dispuse todo para que te culparan y lo conseguí. Te inhabilitaron durante dos años. Todo por mi culpa. Pero supiste encajar el golpe. Sabías que yo había sido el responsable de tu sanción pero, aun así no dijiste nada. Aceptaste mis condiciones sin discutir. Tu silencio abala con creces lo extraordinario que eres como persona. No me cabe la menor duda. Y aquella vez que conseguí que fueses el causante de acostarte con la enfermera cuyo marido pedía la cabeza del infractor. Aquel canalla contrató a unos matones para que te dieran una paliza de muerte, y lo consiguieron. Estuviste seis meses hospitalizado con politraumatismos por todo el cuerpo y la pérdida de un testículo. Aun así, preferiste callar. Y todo por la gran amistad que procesabas, la cual yo nunca valoré. Incluso llegué a despreciarte por todo aquello que hacías en mi beneficio. Llegué a pensar que eras un infeliz, un imbécil que se dejaba mangonear por cualquiera. Pero me equivoqué contigo, amigo. Me equivoqué por completo.

Ahora, años más tarde, sigues a mi lado. Espero que cuando leáis esto, especialmente tú, puedas darte cuenta de lo arrepentido que estoy. Gracias a Amanda y a ti, mi vida se ha hecho más llevadera desde que empecé con esta enfermedad.

Recuerdo aquel día, aquella tarde. Estábamos los tres comiendo en el club náutico del puerto. Después del café, noté un adormecimiento en los brazos. No podía levantarlos. Me fui de allí con la sensación de agotamiento. No podía casi moverme. Tuvisteis que ayudarme a ponerme de pie. Llegamos a casa y me acostasteis. Poco a poco, día tras día, notaba como mi cuerpo se abandonaba en una especie de sueño dulce. Solo quería estar acostado. Necesitaba dormir. Mis manos perdían su fuerza. Una fuerza y un pulso digno de un médico. Empezaron a dolerme las articulaciones y los músculos. Mi rostro perdía expresividad. Dejé de mover la cara, la mandíbula. Me costaba mucho trabajo comer. Casi no podía mover la mandíbula. También recuerdo el momento en que dejé de masticar los alimentos. Una especie de parálisis se apoderó de mi boca. La comida calló encima de la mesa, casi sin masticar. Después de aquello, un tubo hacía el trabajo de meter aire en mis pulmones. Podía oír el sonido asfixiante de aquella máquina, moviéndose arriba y abajo, en un baile monótono y fúnebre. Ya no podía controlar la motricidad de mi propio cuerpo. Era como si habitara en el cuerpo de otra persona. Una mente y un cuerpo diferentes. Desconectados para siempre. Pero, vosotros siempre, al pie del cañón. Siempre a mi lado. Juntos. Conmigo. Dándome los medicamentos para paliar mis dolores, día tras día.

Es por eso que, quiero dejar constancia de todo cuanto aquí escribo. En esta pantalla inerte y fría que me mira como si no hubiese nadie. Pero, todavía soy alguien. Alguien que un día respiraba por sí solo. Que sentía vida en el interior de su cuerpo. Un hombre que llegó a tener en sus manos el mundo entero. Un hombre brillante. Sí, lo sé. Un hombre que hizo mucho daño pero, un hombre, al fin y al cabo. Que pudo sonreír, hablar, gritar...!maldita sea! Sé que tengo que pagar por todo lo que he hecho. Me gustaría ver a mi único hermano. Yo no quería hacerlo, pero él me obligó. Se enteró de lo de Jorge. Él sabía que Jorge era inocente y vino a verme aquella mañana gris donde, un cielo presagiaba lluvia y una desgracia infinita. Me exigía que diera la cara como un hombre. Me gritó. Me dijo que tenía la obligación moral de contar la verdad. De decir que yo era el único responsable de haber dejado en coma irreversible a aquel niño. Solo tenía once años. Vi a sus padres. Llorando a los pies de la cama mientras el cuerpo de aquella criatura, conectada al respirador, movía artificialmente su tórax. En la reunión médica conseguí convencer al resto de colegas de que fue Jorge quien cometió la negligencia. Al fin y al cabo, también estaba allí, conmigo. Hablé con él de lo que había hecho y le prometí que le ayudaría en todo. Incluso le prometí un nuevo trabajo en otro hospital y una gran suma de dinero para cuando le restituyeran la habilitación. Estuvo conforme. La verdad que fui convincente. Si algo bueno tengo, además de ser un excelente médico, es el poder de la convicción, y Jorge accedió a mis súplicas, por mí y por Amanda. No tenía a nadie. Estaba solo. Cuando se enfrentó al equipo médico, aguantó como un profesional y testificó a mi favor. Se culpó de la negligencia y aceptó con resignación la sanción impuesta. Pero mi hermano se enteró de todo. Quería a toda costa que confesara mi culpabilidad en los hechos. Lo empujé sin querer en un acto de arrebato. Cayó por las escaleras. Yo no quería. Fue un accidente. ¡Dios, Dios! ¡Perdóname! ¡Hermano!, ¡lo siento mucho! (lagrimas corriendo por sus mejillas. Sus ojos se mueven a gran velocidad).

Un momento. Creo que oigo unas voces. Son las de Amanda y Jorge entre el murmullo que viene del pasillo. Sí, son ellos. No hay duda. Vienen a verme. Supongo que a darme el último adiós. No quiero ver a Amanda llorar. No lo soportaría. ¡Amor mío!, ¡te quiero tanto! Ojalá pudiera oír de tus labios que me perdonas y que sigues queriéndome como la primera vez que hicimos el amor en nuestra casa junto al mar.

(La puerta de la habitación se abrió con sigilo. Medio cuerpo de mujer asomó por entre el umbral y el marco. Terminó de entrar y otro cuerpo siguió tras ella. Un fluorescente parpadeaba dando un aspecto tétrico a la habitación).

—Vaya, parece que estaba entretenido en su ordenador. —dijo la mujer con desprecio. Serena. Era Amanda, la esposa de aquella alma perdida que se mostraba postrado en la cama. Sin moverse, sin hablar. Consciente. Ocupando un lugar en aquella sala.

—¿Podrá oírnos? —dijo el hombre. Era Jorge, el mejor amigo de su marido. Se situó en el otro lado de la cama. Opuesto a ella.

—No. No lo creo. A estas alturas habrá perdido ya la audición. Es imposible que pueda escuchar nada.

—¿Estás segura? —insistió Jorge.

—Sí. Además. ¡¿Qué importa ya?! Me trae sin cuidado que nos oiga. No creo que pase de esta noche.

—No debiste darle aquel fármaco. Tenías que matarle. Aun no comprendo cómo ha podido llegar a esta situación. Tampoco se merecía esto, Amanda.

—¿No se lo merecía? ¿Con todo lo que me ha hecho sufrir? ¿Crees que merecía una dosis de veneno fulminante y ya está? Este hijo de puta no merecía morir como cualquier mortal. Debía sufrir como he sufrido yo. ¡¿Todo lo que me ha hecho pasar y aun dices eso?! ¡¿Has olvidado lo que te hizo?! ¡¿Todas las putadas que te ha hecho?! Pues yo no he olvidado ni una, Jorge. Te lo puedo asegurar. Quiero que padezca sufrimiento el mismo tiempo que me hizo padecer a mí. Y disfrutaré toda la fortuna que amasó en vida y me negó. La disfrutaremos tú y yo, juntos.

—Pero, ¿de qué estás hablando, amor mío? ¿Qué quieres decir? —pensaba aquel cuerpo casi inerte. Sus ojos cobraron velocidad.

—Lo sé, Amanda, pero, a mí me da lástima. No creo que nadie merezca esto, ¿sabes? —musitó Jorge con gran pavor.

—No me digas eso ahora, Jorge. Tú también estuviste de acuerdo con mi plan. De todas formas, sabes perfectamente que mi intención era matarlo rápido. El preparado que hice en el laboratorio debía ser mortal e indetectable. Algo debió salir mal. Creo que, su cuerpo no lo asimiló correctamente como debía. Así que, tuve que administrárselo todos los días, en pequeñas dosis.

—Sí, lo sé, Amanda. Sé perfectamente que estábamos de acuerdo con matarlo. Pero, ¿crees que hicimos bien llevando a cabo este plan? ¡Mira cómo lo dejamos! ¡Por el amor de Dios! ¡Somos tan culpables como él! ¡Y lo sabes!

—Jorge, no es momento de sentimentalismos. Sabes que era un gran hijo de puta. Nos hizo la vida imposible a ti y a mí. Por Dios te lo pido, no me vengas ahora con ñoñerías.

Jorge bajó la cabeza. Recapacitó un poco y calmó sus ánimos.

—Lo sé. Perdona, cariño. Pero, el verlo así...no sé. Y esta luz, ¡Dios! ¡Me pone de los nervios!

—Mira. Piénsalo de esta forma. Si llega a morir el mismo día en que le dimos el medicamento disuelto en el agua, en aquel restaurante, a la hora de hacerle la autopsia, imagina que, hubiesen encontrado algún resquicio del veneno en su cuerpo. No había seguridad al cien por cien de que no dejase restos. Hubiesen sospechado de mí y luego, la policía hubiese llegado hasta a ti en las investigaciones posteriores. Es mejor que haya sucedido así, créeme.

—Sí. Tienes razón, amor mío. Como siempre pensando en todo. Bueno, ya todo está hecho. Ahora estaremos juntos. Tú y yo. —Jorge se acercó tímido a la mujer para besarla.

—Espera. Voy a darle la dosis. —Sacó una jeringuilla del bolso y la inyectó en uno de los tubos que mantenían con vida a aquel cuerpo moribundo.

Sus ojos desorbitaron por un momento. A pesar de saber que merecía todo cuanto había oído su mente y su alma, su corazón no pudo aguantar el golpe. De repente, aquellos párpados se cerraron para no abrirse nunca más.