Relatos de Javier Holmes

Bruma en la fuente de la montaña

El bosque del valle no conseguía abandonar la espesa negrura de la bruma y ceder el paso a la claridad del sol. Era mediodía y los haces de luz solar luchaban contra la niebla intentando irradiar la casita de madera con una gran chimenea adosada que sobresalía dos metros por encima del tejado cobrizo. Ésta, la chimenea, nacía desde el suelo impecablemente empedrada, pero desde hacía varias semanas no salía humo por su oquedad. El viento zarandeaba a su antojo, haciéndolo girar, un molinillo de forja repujada que coronaba la salida del humo inexistente. Dos coquetas ventanas presidían su fachada frontal, como si de dos ojos curiosos se tratase, tras las cuales sendas cortinas de encaje filtraban la claridad del valle. Desde ellas se divisaba, difusamente, dos montañas de ladera pronunciada que aún permanecían con nieve, a pesar de que la primavera se había presentado hacía ya más de dos meses.

Lucía descorrió la cortina de la ventana de su habitación y, como todas las mañanas, apoyando sus codos en la poyata permaneció ensimismada admirando las dos colosales fortalezas que frente a ella custodiaban el valle. Su madre le había prometido que esa misma mañana las dos irían juntas a disfrutar de una excursión a través de una senda salpicada de abetos y gigantes pinos de tronco negro. Además, recogerían arándanos y enebro. Camino a la cumbre de una de las dos montañas, la de perfil menos escarpado, el periplo culminaría en una antigua fuente de piedra alimentada por el agua del deshielo sobre la que, le había contado su madre, se contaban innumerables leyendas. Estaba impaciente y ese día dedicó menos tiempo de lo habitual a la contemplación del bello paisaje que tenía ante sí. Bajó con su cesta de mimbre en la mano ávida de iniciar el viaje y, a la vez, temerosa de que los cúmulos de nubes que habían decidido descender hasta lo terrenal les impidiera acometer su propósito.

El desayuno estaba preparado, como todos los últimos días, en la cocina sobre una pequeña banqueta de madera de no más de treinta centímetros de altura y con tres patas. Un tazón de leche le esperaba caliente y, de rodillas ante él, lo tomó con ambas manos llevándoselo a la boca con ansia. Llamó a su madre, pero el único sonido que recibió por respuesta fue el ladrido de Caín, su perro labrador color canela que jadeaba al otro lado de la puerta esperando poder entrar.

Volvió a llamar a su madre, pero nada rompió el insoportable silencio del interior de la casa. Lucía optó por abrir la puerta a su perrito que, a pesar de ser un cachorro, tenía ya la fuerza de un león y le abrazó efusivamente para regocijo de éste. “¿Dónde está mamá, lo sabes Caín?”. Por respuesta sólo recibió los húmedos lengüetazos de su perrito.

El frío aliento del valle se empeñaba en entrar por la puerta, sin haber sido invitado, e inundaba el interior con una desapacible y fría nebulosa.

Tomó el desayuno, apesadumbrada por la ausencia de su madre, y fregó el tazón. Después lo dejó de nuevo sobre la banqueta diminuta de la cocina para que éste se secase. Su madre no llegaba. No podía estar lejos, el cuenco aún conservaba la leche caliente cuando Lucía había llegado a la cocina, por tanto su madre no tardaría en regresar. Aunque se empezaba a preocupar. Temía que la niebla densa del valle la hubiera desorientado y vagase perdida tratando de encontrar la casa. Miró nuevamente por la ventana pero lo único en movimiento eran las hojas de los árboles que trataban sin victoria de espantar a la niebla y alejarla de sus dominios. Los pájaros revoloteaban en busca de semillas e insectos, pero ese día no se escuchaban sus trinos. Caín la abstrajo de su observación con el ruido de las uñas de sus patas delanteras que maltrataban la madera de la puerta de entrada en un frenético impulso por salir. ¿Había alguien allí?

Lucía corrió apresurada hacia la puerta esperando ver la silueta de su madre al otro lado del umbral. Pero cuando la abrió no vio otra cosa que el silencio y la desesperación ocultos tras la bruma. Allí no había nadie. Ni tan siquiera los pajarillos que, espantados al oír el crujido de la puerta al abrirse, habían huido hacia la alta copa de los árboles desde donde impacientes esperaban el momento de poder continuar con su natural tarea.

“¡Mamá!”, gritó al viento. Pero éste tan sólo le devolvió un susurro lejano que no fue capaz de descifrar la pequeña. “¿Dónde estás?”, gimoteó más que gritar. Las lágrimas le empezaban a atenazar sus cuerdas vocales y de su boca sólo se escuchaba la agonía del lamento.

Caín salió corriendo tras un conejo que, despistado, se había acercado demasiado. Sabía que resultaría inútil llamarle así que se conformó con verle alejarse mientras la dejaba abandonada. Se metió de nuevo en la casa olvidando dejar la puerta abierta para que, cuando su perrito color canela regresara, pudiera entrar. Esperaba que no se perdiera entre la oscura sombra que los árboles proyectaban sobre el suelo del bosque. Y siguió pegada a los cristales de la ventana agazapada tras las cortinas de su habitación. Al otro lado del cristal, las nubes jugueteaban entre ellas chocando entre sí a escasos metros de sus ojos, negándole el paisaje con el que todas las mañanas se deleitaba antes del desayuno. La niebla no cejaba en su empeño y provocaba una congoja en Lucía que comenzaba a ser insoportable. Preguntó inquisitivamente a las montañas que en ese momento se le antojaron a la niña dos enormes fresones con la puntita manchada de nata. Pero éstas, al igual que el viento, sólo le correspondieron con un casi imperceptible e indescifrable bisbiseo.

El sonido de una lágrima al chocar contra la poyata de la ventana distrajo su mirada a través de los cristales. Estaba llorando. Se metió en su cama de nuevo y, como hacía las noches en que las pesadillas le asaltaban sin permiso previo, se acurrucó en su cama, bajo la colcha, y cantó canciones. Las mismas que su madre le cantaba cuando era más pequeña. Ya cada vez menos. No recordaba cuando fue la última vez que se las escuchó.

Desde su refugio oyó el ruido de un motor que se aproximaba. Descendió las escaleras apresurada, abrió la puerta, pero lo único que allí había era un pequeño aeroplano que apenas consiguió divisar y que surcaba las nubes en dirección a las dos montañas. Nada más, ni rastro de su madre. “¿Dónde estás mamá?”, trató de gritar desesperadamente, pero su voz ya estaba quebrada por el llanto y su boca sólo expelió un gutural sonido similar a un quejido.

Se acostó de nuevo. Llevaba unos días que le dolía mucho la cabeza y dormía más de lo habitual. La misma niebla que desafiante campaba por el valle, su valle, ahora se había instalado dentro de su cabeza impidiéndole razonar. Y con ella se durmió, abrazada a su muñeca de trapo, temiendo enfrentarse de nuevo a las horribles pesadillas que le acosaban durante la noche.

A la mañana siguiente se sucedió el mismo ritual. Lucía después de contemplar las dos colosales montañas a través de su ventana, bajó y vio su desayuno, caliente, en un tazón sobre la pequeña banqueta de madera en la cocina. El día había amanecido más claro que el anterior, pero la bruma de su interior permanecía dentro de su cabeza. Llamó a su madre, recordaba que le había prometido ir esa mañana de excursión, pero no estaba en casa. Gritó, mas por respuesta sólo obtuvo los ladridos de su perro Caín que arañaba la puerta tratando entrar en la casa. Abrió y le preguntó por su madre. Caín meneaba su colita y agitaba sus patitas contra el suelo. Estaba especialmente revoltoso esa mañana. Se oían voces a lo lejos y más ladridos de perros, pero Lucía estaba débil y confusa. Había tenido sueños horribles de los que no quería acordarse. Sueños que le costaba diferenciar de la realidad. Contempló las impasibles montañas mientras confundía los sonidos que le llegaban con los cantos que su madre le obsequiaba por las noches. Gritos que, poco a poco, se oían más cerca. Ladridos más cercanos. Los dueños de las voces se aproximaban, pero ella ya no los podía escuchar. Su cabeza estaba confusa y los párpados cedían de forma irremisible. Las fuerzas flaquearon como venía siendo habitual en los últimos días y cayó al suelo inconsciente ante los desesperados ladridos de Caín.

Un día más tarde, en la cama de un hospital de edificio antiguo, recubierto de piedra granítica, una niña de siete años se recuperaba en una cama de barrotes metálicos y colchón desgastado. El tablero sobre el testero de la cama informaba de su cuadro clínico: anemia como consecuencia de haber pasado más de un mes tan sólo alimentada por la leche que sobre un tazón le dejaban todas las mañanas. En una pequeña mesilla, junto a la cama, había un periódico. En el titular de la primera página rezaba: “La niña que fue rescatada ayer en la pequeña casa de la montaña, la de madera con la gran chimenea de piedra, se recupera favorablemente. Se cree que salió con su madre de excursión por una ruta de difícil accesibilidad. Eligieron mal el día y cabe suponer que una densa niebla les invadió durante la travesía, en lo más alto de la ladera, y ambas perdieron el rumbo. Lamentablemente la madre ha aparecido muerta en la fuente de piedra, probablemente se golpeó en su cabeza con los muros al acercarse a beber agua. Quizá por un desafortunado tropiezo ante la falta de visibilidad. Se cree que la niña volvió a la casa y se refugió en ella confusa como debía estar. Aún se desconoce cómo pudo llegar sola de vuelta y cómo se ha alimentado durante estos días. ¡Misterios de la naturaleza! Lo que sí se conoce con certeza es que su perro, de raza labrador, todas las mañanas acudía al pueblo solicitando auxilio. Hasta que dos vecinos le siguieron, pasado un mes del fatal suceso, y dieron con la niña en estado de inconsciencia ante la puerta de su casa.”

El médico que la estaba atendiendo decidió tomarse un momento de asueto, cerró la cortina para que el incipiente sol no turbase el descanso de la pequeña y se sentó en la silla aledaña a la cama. Cogió el periódico y pasó las páginas distraídamente sin mostrar demasiada atención a la letra impresa. En la cuarta hoja del diario, un pastor declaraba haber visto una manada de lobos por la zona, probablemente estaban criando ya que las lobas venían acompañadas de varios lobeznos. La noticia urgía a los poderes públicos a organizar una batida para hacer desparecer tan dañino animal, al cual convenía erradicar de la zona decía el redactor con saña. El doctor se levantó, acarició la cara de la pequeña Lucía que aún estaba muy débil y continuó su ronda de visitas satisfecho por la evolución de su paciente.

Esa misma mañana, la loba gris con motas blancas que habitualmente se venía distrayendo cautelosamente de la manada, visitó la casita de madera y se introdujo en ella a través de la ventana trasera que habitualmente permanecía abierta, como venía haciendo desde hacía aproximadamente un mes. Comprobó con satisfacción que el tazón que había dejado el día anterior estaba intacto y lleno de su leche ya fría, y supo que el encargo de aquella mujer cuya silueta se confundía con la niebla, estaba ya concluido.
Un mes antes, estaba cazando con la manada cerca de la fuente de la montaña y una figura indefinida surgida entre la negrura de la bruma, le rogó que guiase a la pequeña niña hasta la casa de madera en el valle y que le cediera parte de su leche. No pudo negarse a ello. Ella también era madre.

Ahora podría dedicarse íntegramente a su camada, su misión había acabado.

FIN


Es sólo un día más

Para mi madre y mi esposa,
para todas las madres y esposas.

El sol castigaba con toda su crudeza el asfalto de la gran ciudad. Amenazaba inmisericorde a todos los ciudadanos que habían tenido la osadía de permanecer durante la canícula estival en ese temible horno en que se convertía Madrid los calurosos días de agosto. Desde la ventana ya se observaba el incipiente tráfico matinal de la arteria madrileña que atravesaba la capital. Nada hacía presagiar que ese día fuera a ser diferente del anterior, ni de todos los anteriores de esa anodina semana que ya había atravesado su ecuador.

Manuel Moro salió de su casa como hacía todos los días laborables, a las ocho en punto, recién desayunado y con el nudo de la corbata tal y como su esposa, Mar, le anudaba antes de salir. Como era habitual, durante su descenso hasta la planta baja en el ascensor, se ocupaba de aflojar un poco la tensión que éste ejercía sobre su cuello y, además, se desabrochaba el último botón de la camisa. Había engordado y aunque el médico no le consiguió alarmar con su diagnóstico, a pesar del empeño que puso, en breve se plantearía reducir la ingesta de calorías. Sobre todo las derivadas del alcohol, pero eso sería más adelante. La puerta del ascensor, como era habitual desde hacía un par de meses, se atrancaba al abrirse y precisaba de una ligera ayuda, lo cual le incomodaba e irritaba. Ese día se sentía demasiado cansado y esperaba ansioso la llegada del fin de semana, pero aún era jueves. Perduraban en su cabeza los acordes del grupo Tequila con la característica voz de Alejo Stivel, cuya música habían escuchado en la radio que reposaba en un estante de la cocina, acompañándoles a Mar y a él durante el desayuno. Mientras el ascensor descendía, se escuchaba a sí mismo tararear el estribillo de Es sólo un día más.

Manuel, antes de salir, había dado un beso de despedida a su esposa, como era lo acostumbrado. Uno sólo pero cargado de cariño. Había cogido su maletín de cuero marrón en el que no había papeles, sólo la manzana que Mar le había preparado a modo de tentempié. Se había asegurado de que su esposa no le observaba cuando abrió el armario, donde estaban custodiadas las chocolatinas, para meter dos de chocolate con almendras en el maletín.  Y se dispuso a comenzar la jornada laboral con más desánimo de lo habitual en él.

Ya en la planta baja, consiguió abrir la puerta del ascensor para lo cual hubo de emplear un poco más de fuerza que el día anterior. Le había costado. A su regreso pasaría por la casa del presidente de la comunidad de propietarios para quejarse de la falta de mantenimiento. Una joven de no más de veinte años, con rostro bello aunque vestimenta desafortunada, esperaba en el rellano que daba acceso a la escalera. Le cedió el paso para que él saliera del ascensor. No la conocía de nada, pero su rostro no le era extraño. Y continuó su camino de todos los días hasta la entrada del metro, a unos cincuenta metros de su casa.

Sus sesenta años aún no le pesaban sobre su espalda lo suficiente como para percibir en su cuerpo el preludio de la vejez que, a menudo, acostumbraba a adelantarse con su premonitorio advenimiento. Lo había visto en alguno de sus amigos y vecinos. Eso sí, algunas arrugas en su cara ya le avanzaban que el tiempo había posado sobre él su amenazante diestra. Pero lo peor era la memoria. Ya no recordaba con la misma precisión con la que acostumbraba a sorprender a su familia y amigos, de lo cual solía vanagloriarse. Y esta vez era una más, su memoria le traicionaba de nuevo mostrándose insuficiente. Estaba seguro de que esa joven se había cruzado en su camino en algún otro momento, pero no recordaba cuando y, cada vez que eso le sucedía, le invadía un desasosiego del que le costaba deshacerse. Unos minutos antes, aún en su casa, el espejo alto con marco dorado que ocupaba casi todo el recibidor, le había devuelto la imagen de un caballero de sienes plateadas, que es como eufemísticamente se llama al pelo canoso, y con un porte que envidiaban bastantes de sus compañeros. Pero su cabeza no era la misma.

La edad le había obligado a abandonar parte de los vicios que había ido acumulando pacientemente a lo largo de su vida, pero aún conservaba alguno de ellos. Todos los días, en el bar de la estación de metro de Plaza de Castilla y antes de salir hacia los juzgados donde trabajaba desde hacía ya casi cuarenta años, gustaba de tomar un café con leche y un plato de churros recién hechos, nunca más de tres. Y si bien no todas las mañanas, algunas sí se decidía a acompañar el café con un chupito de orujo del Bierzo del que solía decir que era su perdición. De eso su esposa Mar no sabía nada. Esperaba que con el último churro, que aún andaba en tránsito a través de sus conductos gástricos, le llegase el recuerdo que le había atenazado durante los diez minutos de transporte en el suburbano que había precedido a su desayuno. Pero no fue así, ni tan siquiera ayudando la digestión de los churros con el espirituoso néctar leonés, llegó el recuerdo de la joven con la que casi tropezó cuando salía del ascensor.

Estudió derecho en Valladolid, en un tiempo ya muy pretérito, pero no llegó a concluir sus estudios. Una joven morena, de ojos redondos y castaños y una dulce sonrisa que presidía de manera perenne su rostro, le distrajo de su objetivo. De no haber sido así, en vez de mover papeles de una estantería a otra a capricho del secretario judicial, él estaría impartiendo justicia en una de las engalanadas salas de los juzgados. Pero esa reflexión, recién iniciada su sexta década, ya carecía de sentido. Su sueño de ser togado se había enfriado hacía ya unos lustros y ahora, cuando cerraba los ojos, el sueño era otro. Se veía agarrado de la mano de su esposa caminando con sus pies descalzos por la playa, mientras el susurro de las olas les llevaba por el indefectible camino a la senectud. Y para que nadie le tildase de melifluo sin razón, deseaba en esa playa ver reflejada su imagen y la de su esposa, sobre el mar iluminado por la oronda luna.

Afortunadamente su empleo era lo suficientemente cómodo como para poder retornar a su hogar apenas transcurridas siete horas desde el inicio de la jornada. De nuevo cogía el metro y como siempre que podía, se sentaba con la cabeza recostada en la ventana dejándose mecer por el movimiento del vagón que a esa hora solía actuar como bálsamo tranquilizante y le provocaba un dulce sopor. Sonaba en la megafonía el nombre de la estación que precedía a la suya y en la que debería apearse y abrió los ojos, se había quedado traspuesto. Miró hacia la ventana y el negro del túnel en el que el tranvía se encontraba le devolvió su propio reflejo. ¡Y el de la pasajera de atrás!

Volvió la cabeza inmediatamente y sólo vio el asiento vacío, pero estaba seguro que la imagen que le había devuelto el cristal de la ventana, era la de la joven con la que se había cruzado en el ascensor. ¡No podía ser! Unas gotas de sudor perlaban su frente, pero no por el calor del interior del vagón, que la compañía de transportes había tenido a bien combatir con un eficiente equipo de aire acondicionado. No, el calor era consecuencia de lo que había visto, o por lo menos había creído ver. Su corazón golpeaba con sus latidos dentro del pecho y tardó aún unos minutos en ceder el frenético ritmo. Recordaba haber leído en algún artículo de periódico que las alucinaciones podrían ser un síntoma de algo más serio, y se prometió acudir al médico en cuanto sintiera fuerzas para hacerlo, pero no sería ese día. Y por supuesto se prometió no decir nada a Mar, preocuparla innecesariamente en nada le ayudaría.

Después de ejercer presión sobre la puerta de doble hoja que de nuevo se había vuelto a atorar, salió del ascensor y entró en su casa. Mar estaba sentada en el sillón que había en el salón, de tela marrón raída por el uso y por la edad, con la televisión encendida pero muda, y con un libro asido entre sus manos. A pesar de las feas gafas de pasta negra que necesariamente llevaba durante sus ratos de lectura, estaba aún más hermosa que cuando la conoció. Llevaba meses tratando de armarse de valor y proponerle comprar unas gafas nuevas con un diseño más moderno, pero no sabía cómo enfocar la propuesta. Quizá optase por regalárselas él, pero sabía que se podía meter en un proceloso lodazal del que podría salir enfangado. Mar parecía sentirse cómoda con sus gafas de pasta negra.

La miró, no le había oído entrar, y recordó la primera vez que se vieron, fue en la cafetería de la facultad. Él estaba estudiando cuarto curso de Derecho, aunque arrastraba alguna asignatura de años anteriores, ella había iniciado sus estudios, también de Derecho, ese mismo año. Mar andaba escasa de dinero y se acercó al grupo donde él estaba para pedirle los céntimos que le faltaban para tomarse un café y un bollo. Aunque más tarde le reconoció que sólo fue una excusa para aproximarse a ese apuesto alumno de cursos superiores, el cual desde hacía unos días acudía silencioso por las noches a su habitación, a través de su ventana, y le robaba los sueños.

Un año después se casaron y, después de tantas décadas de matrimonio, nunca había dejado de pensar que esa había sido su mejor decisión en la vida. La naturaleza les había privado del placer de tener descendencia, pero el amor que ambos se profesaban parecía ser suficiente para mantenerse vivos y cargados de esperanza ante el siempre incierto futuro. Se acercó y la besó con ternura en su mejilla distrayéndola de la lectura que tan absorta la tenía. Cuando su mirada se posó en él y le obsequió con su amable y sincera sonrisa, pensó de nuevo que estaba preciosa.

Eran las siete de la mañana del deseado viernes cuando sonó el estridente pitido del despertador, por quinta vez esa semana. ¡Un día más! Su sueño no había sido dulce, no conseguía recordarlo claramente, pero estaba seguro de poderlo calificar como pesadilla, una horrible pesadilla. Olía a café en la cocina. Mar entraba a trabajar más tarde que él en una tienda de moda a media jornada y eso le permitía a su esposa tener la satisfacción de preparar el desayuno todos los días laborables. Del ágape matinal los fines de semana se ocupaba él. Le gustaba a Mar verle engullir rápidamente su tostada mientras éste no paraba de mirar su reloj de pulsera temiendo llegar tarde a los juzgados, y le gustaba también anudarle el nudo de la corbata. Eran muchos años cuidando de él, y así esperaba siguieran siendo muchos más, cientos.

Los viernes las cosas se veían desde otro prisma. Habían hablado la tarde anterior de ir a pasar el fin de semana con la hermana de Manuel que vivía en Valladolid, su ciudad natal, en la cual el aire tenía otro color y otro sabor. Quizá, si el calor lo permitiese, podrían pasear en barca por el río Pisuerga como ya hicieron en otra ocasión, e incluso podrían cenar todos juntos en una de las bodegas de Fuensaldaña, pueblo limítrofe que tanto le gustaba. La imagen de unas mollejas al ajillo regadas con una jarra de vino clarete, como así pidieron la vez anterior, le estaba estimulando sus glándulas salivares y con creces le compensaba los escasos doscientos kilómetros que, por la Autopista del Noroeste, separaban la coqueta ciudad castellana de Madrid. Su hermana era afortunada.

Subía por la escalinata que daba acceso a los juzgados, en la Plaza Castilla, cuando escuchó su nombre confundido con el bullicio que ya se había formado a pesar de lo temprano que era, volvió la cabeza y no vio a nadie conocido. O mejor dicho, sí que reconoció a quién vio. Allí estaba, era ella, la joven del ascensor. La misma que no le abandonó durante la pesadilla que de forma insistente le había asolado durante toda la noche. Ahora recordaba su sueño, un largo sueño donde sólo estaba él, la joven, y la Nada. Tan sólo acompañados por la negrura del silencio.

Caminó hacia ella, quería verla de cerca y probablemente hablarle, mas no pudo. Dos agentes de la guardia civil que accedían a los juzgados custodiando a un muchacho de tez oscura con las manos esposadas a la espalda, se interpusieron en su camino obligándole a un quiebro en su trayectoria. Cuando levantó la vista, ya no estaba, se había esfumado.

¡No podía ser!, algo no estaba funcionando bien en su cabeza. De nuevo el sudor acudía a su frente, se sentía confundido. Tomó la firme decisión de pedir cita para su médico de cabecera al cual le solicitaría ser visto por un especialista. Le aterraba la idea de que su mente, hasta ese momento siempre preclara, se estuviera ajando consecuencia de la edad.

Subió apesadumbrado las dos plantas que le separaban de su oficina, y ya sentado en su silla, apoyó los codos sobre su cabeza y dejó que una lágrima resbalase por su mejilla. Tomó el teléfono y llamó a Mar, quería escuchar su voz. Saldría de casa hacia la tienda en la que trabajaba en apenas unos minutos y necesitaba decirle que la quería y, también, que la necesitaba más que nunca.

No podía trabajar y tampoco tenía ganas de intentarlo, un fuerte dolor se había instalado en su cabeza con posterioridad a la imagen de la joven por la mañana en el vagón del metro. Ni los dos analgésicos que había tomado le habían conseguido disipar la neblina que le obnubilaba la mente. Saldría a tomar un café; o mejor dicho, un vino blanco fresco acompañado de una tapa. Felipe, el camarero de la cafetería le conocía sobradamente y le dispensaba un trato del que no gozaban ni los mismos jueces del edificio. La veteranía tenía pocas ventajas, pero esa era una.

Se sentó en una de las mesas de la cafetería y pinchó con un tenedor su porción de tortilla sobre la que reposaba paciente un pimiento de padrón, ambos con su destino unido por un palillo. Y la vio, estaba allí, en la cafetería, con las manos apoyadas en la barra esperando ser atendida por Felipe. Volvió a mirarla, era ella. Llevaba una falda muy corta azul, blusa blanca y zapatillas de deporte rosas. El cabello, rubio, recogido por una coleta atada con un lazo azul. Su rostro era anodino y difícil de recordar. Pero él la recordaba. Se levantó y lo más tranquilo que pudo se decidió a andar los escasos diez metros que le separaban de ella. Aún no había pertrechado su estrategia y por tanto no sabía cómo abordarla. Se paró a medio camino, cerró un instante los ojos para atenuar el dolor de cabeza que se había hecho más incisivo con la presencia de aquella joven y los abrió para continuar su camino. ¡Pero ya no estaba! De nuevo su imagen se había disipado. ¿Era todo producto de su imaginación? Se tuvo que agarrar a una columna que, afortunadamente, estaba allí para asistirle en su mareo consecuencia de la confusión que padecía. ¿Quizá la demencia llamaba a su puerta sin haber sido invitada? Esperaba que no.

Salió corriendo, miró a ambos lados de la calle. No podía pensar, le costaba. ¿Le estaba siguiendo una muchacha de veinte años?, no parecía algo plausible. En cambio la idea de que algo estaba dejando de funcionar dentro de su cabeza, sí le parecía más verosímil. Estaba llorando, sentía dolor en las sienes, dos martillos le golpeaban a ambos lados de la cabeza y le impedían razonar. Decidió no subir a su oficina y dar un paseo, lo necesitaba. Vagó sin rumbo durante media hora, primero por el paseo de la Castellana y más tarde por calles aledañas menos transitadas, con las manos en sus bolsillos y meditabundo. Se sentía viejo, estaba fatigado y tenía miedo. Además, a pesar del insoportable calor que despedía el asfalto, un frío gélido se había apoderado de su cuerpo. Estaba deseando que llegase la hora de retornar a su casa y rozar con sus labios el rostro de su esposa. Necesitaba respirar su perfume y sentirla próxima. Nunca había dejado de amarla, pero ahora además estaba necesitado de su cariño.

Volvió la cabeza temiendo que alguien le viese llorar, su desesperación amenazaba con vencerle. Y la vio de nuevo. Su alucinación estaba allí, a escasos cinco metros, ella le miró y aceleró su paso. Manuel la siguió, primero despacio, pero pasados unos minutos aumentó el ritmo para acortar la distancia que le separaba de ella. Pero no la conseguía alcanzar. No lo entendía, ella seguía andando de manera uniforme, con aire calmo y, a pesar de que estaba casi corriendo detrás de ella, no se conseguía aproximar a su silueta que, volátil, se mostraba inalcanzable. Su corazón latía deprisa, los martillos seguían golpeando en sus sienes, el sudor salaba sus pupilas y le restaba visión. Temía que de nuevo se le escapase.

Pero su falda azul, de un añil intenso y brillante, seguía ante él. Los recuerdos se agolpaban en su cabeza mientras la perseguía, sin orden. Recordaba a sus padres ya fallecidos unos años antes, los tenía ante él al otro lado del cristal del tanatorio donde reposaban. Se veía en el regazo de su madre consolándole por las burlas de sus compañeros de colegio. Recordaba a su hermana, compañera de juegos, llevándola de la mano al quiosco. Y recordaba a su esposa, la veía vestida de blanco el día que le dio el “Sí Quiero”. Estaba preciosa. Quería volver a su casa y decirle que la amaba. Pero no podía dejar de seguir a la joven de la falda azul y las zapatillas de deporte rosas. Sólo así dejaría de asediarle. Tenía que saber que estaba pasando. Tanto recuerdo en su memoria le provocaba aún más confusión, no podía razonar con claridad.

En apenas unos imperceptibles segundos, la joven giró y se metió en un portal. La puerta estaba cerrada y no entendía la agilidad que había mostrado para introducirse dentro. Llamó a los timbres, necesitaba que le abriesen la puerta, no podía acabar todo así. Necesitaba respuestas. Pero nadie contestó en el micrófono del portero automático. Se sentó en el escalón del portal y lloró de nuevo. Su pena no parecía encontrar consuelo. Pasó una pareja de jóvenes ante él y, al verle con su mirada suplicante, le entregaron unas monedas. No sabía qué hacer.

Levantó la cabeza y allí estaba. No había salido por la puerta, pero estaba fuera, ante él, escrutándole con su mirada. Y siguió caminando, como si nada hubiera sucedido, con el mismo ritmo que antes de esconderse de su perseguidor.

Y así continuó Manuel durante unos fatigosos quinientos metros, con la respiración agitada y jadeante tras ella. Parecía que había conseguido aproximarse, estaba ya a dos metros, tan cerca que se diría que ya la podía tocar. Extendió sus brazos tratando de sujetarla, quería preguntarle, saber de ella, pero no llegaba a rozarla tan siquiera. Seguía sin entender que pasaba. Sabía que no estaba soñando, ¡todo era tan real!

Cincuenta metros más adelante, exhausto y sin resuello, se paró, no podía seguir. Se encontraba enfermo y le suplicó que parase. Ella se volvió a él, le miró y unos dulces ojos que a la luz exhibían su verdor, le penetraron hasta lo más profundo. Ahora sabía el motivo por el que creía conocer a esa muchacha cuando la vio por primera vez. Le recordaba a su madre, más joven, pero de igual fisonomía. Sus ojos verdes la habían delatado.

Manuel Moro no supo que decir, simplemente la miraba en silencio. Ella le agarró de la mano y el calor de su piel le provocó una electrizante y a la vez placentera sensación. El pecho le estaba doliendo, los golpes de su corazón en su interior no eran soportables, el dolor era intenso como si una legión de dardos se clavaran en su corazón, pero ya no le importaba. Ahora estaba tranquilo, sabía que el padecimiento cesaría en breve. Los sonidos de arrullo que su madre le cantaba estaban llegando a él, los escuchaba con la misma pureza que sonaban cuando aún era su retoño. Escuchaba los maternales consejos que le impartía con donosura cuando todavía era un bisoño aprendiz de adulto. La veía, en ese momento, abrazada a su padre llorar el día de su boda con Mar.

Manuel sabía que la joven le iba a llevar con ella y no había escapatoria posible, quería entregarse y caminar a su lado, no se resistiría. Ya no pertenecía a este mundo, y ese mundo tampoco le pertenecía ya a él. Tan sólo pudo articular una frase a modo de súplica: “Por favor, dile que la quiero, díselo por favor”.

*  *  *

Luisa estaba sentada ante el inspector Marín, en la comisaría del distrito de Chamberí. Había sido llamada para declarar en relación a la muerte de su vecino Manuel Moro, ella fue la última persona que le vio con vida. Durante la declaración, Luisa relató afligida que salió de casa antes de las ocho de la mañana del jueves, como era su costumbre, para acudir a su oficina. Pero esa mañana el ascensor no funcionaba, pulsó el botón de llamada nuevamente y no obtuvo respuesta así que optó por bajar las cuatro plantas andando.

Al llegar a la calle se percató de que no había cogido su teléfono móvil y sin él no se podía ir. Así que de nuevo entró en el portal, llamó al ascensor pero éste no bajaba. Se maldijo por su mala suerte, debería subir de nuevo andando hasta la cuarta planta y con sus zapatos de tacón. Llegaría tarde.

Pero algo pasaba. Escuchaba ruidos dentro del ascensor. Una mirada más atenta le hizo darse cuenta de que éste ya estaba en la planta baja y las puertas trataban tímidamente de abrirse, pero sin éxito, como si se estuvieran forzando desde dentro. Metió los dedos entre las dos hojas y las forzó hasta que la puerta cedió.

La imagen fue estremecedora contaba al inspector afligida. Y lo que éste oyó le produjo un inevitable escalofrío. Con una mano en el pecho y otra haciendo esfuerzo para abrir la puerta atascada, le vio. Tenía el rostro desencajado y, antes de caer al suelo fulminantemente muerto, le escuchó decir: “Por favor, dile que la quiero, díselo por favor”.