Antonio Carmona, poemas

Se hizo anciano

Se hizo anciano

habitando la memoria,

remodelando el pasado.

 

Los aviones iban

de vuelta a sus nidos.

La luz parió

sombras muy densas.

Se completó la noche

acribillada por chispas,

pequeños destellos fugaces,

estrellas que desaparecían,

pavesas breves engullidas

por esa inmensa

masa de sombras.

 

Los murciélagos,

por llegar los últimos,

extranjeros entre los pájaros,

vuelan clandestinos en noches de verano.


Sentí su vergüenza

El anciano sale del bullicio del zoquillo,

con una carta en la mano.

No sabe leer y me busca en “El Camello”,

donde vendo zapatos y compro pieles.

Leí:

“No estoy enfermo. Estoy en la cárcel, padre”.

Sentí su vergüenza.

El anciano apreció el sentimiento,

y se perdió en el estómago del bullicio.


Era domingo por la tarde

Era domingo por la tarde.

En la puerta del  museo,

como fósil de insecto imposible,

como piedra muerta,

había un esqueleto de ballena.

Claudicar,

perder las formas sin dolor,

su recuerdo.


Los cortados
Arriba,

con los pies colgando,

a un gesto del precipicio,

un hombre

y su futuro interrumpido.

Abajo,

gaviotas vuelan

hacia sus nidos verticales.

Giran en círculos,

como grajos blancos,

sobre un resucitado.


Donde el sueño continúa

Más allá de las olas

todavía el sol está bajo.

Los cangrejos se retiran

de un sueño recurrente,

abandonan la playa en desbandada.

El viento desentierra

minúsculas tumbas en la arena,

cruces perdidas por los bañistas.

 

Habrá que esperar al invierno,

a la riada que expulse

un galápago gigante,

y un ahogado resucite

vomitado por la mar.

 

No se había construido el dique

que detendría las olas,

y el horizonte se veía más lejos,

más allá de la boya,

donde el sueño continúa.

 

Los paínos voceaban

como lobos blancos del aire,

en la desembocadura.

 

La lentitud fue casi perfecta.

Se detuvo una ola:

una cordillera en el mar.

 

El mar festivo

facilita la socialización:

gente de todas las edades en el agua.

 

El depredador chupaba el mar.

Tenía

una coquina entre los dientes.

 

El mar no es insonoro

cuando se arranca

un mejillón de la piedra.

 

La caracola, bien oculta,

apenas pegada a la piedra,

percibe al pulpo que avanza,

pero no la mano

del depredador que recolecta.

 

En una piedra:

cangrejo al sol.

 

La mano,

animada por un plan,

lo inmoviliza.

 

Aquel, cuando la manga,

estaba en el mar infestado de rabia.

La manga es

un bicho que altera

el curso previsto

de la piel del mar.

 

Ermitaños asomados

a las puertas de sus fósiles,

ven subir la lluvia:

burbujas de esqueletos

animados.

 

El carguero suelta sus desechos.

Parece un ser vivo.

El alquitrán ensucia la costa.

 

Las huellas eran

de las aves escribiendo

en su azarosa lengua.

Los merodeadores y la bandada

se miran pero no se tocan,

tras la metáfora que los conecta.

 

El anciano volvió

al atardecer para sentir,

una vez más, aquella brisa.

Moribundo,

deseó intensamente,

aseguró un testigo,

que alguien mirase por él,

los paisajes de Islandia.

 

El pescador

mira el infinito por levante,

al otro lado de las olas.

Huele el aire. Pronostica un naufragio

susurrado por Neptuno:

un dios para suicidas.

 

La lisa salta y golpea

a la gaviota comedora de lisa.

 

Esa tarde nadé

lejos de la orilla para vivir,

excitado, el incierto regreso.

Nadé lejos. Al regresar,

administré mis fuerzas.

Siete años nadé, hasta tocar el fondo,

ya fantasma.

¿El mar devuelve los espíritus?

El río, inmóvil, de mercurio,

en la desembocadura de esta página.

 

Chapoteando

rompe el silencio muy puro de domingo al alba,

con sus alas la falúa, un ave más.

 

Corre por ahí,

que hay un marrajo

girando

alrededor de la boya.

 

En aquel mar,

“cuando la calma,

tras el poniente,

se ven almejones en el fondo”.

 

El mar claro es

el calmoso que queda

después del viento

ardiente del ocaso.

 

Niño pescando:

Palometa con el anzuelo en la boca,

arrepentida de su insaciable hambre.

Niño que pica, niño pez,

camina el mar,

como otros hicieron,

la vez primera

que pactó con el diablo.

 

Se quejan las

tablas de la barca

de los contrabandistas.

 

Otra vez el sueño

de los carabineros.

 

El mar, cuando se prolonga de arena,

sigue siendo mar, embrión de desierto.


Donde vuelven las aves del Ártico

Dos paínos, en círculo,

giraban y se anillaban

en vuelo de seducción y compromiso.

Volaron juntos hacia el Antártico,

por costumbre, siguiendo el sol.

El curso del río fue retorcido,

como si fuera un brazo.

La bandada, perdida,

avistó la nueva desembocadura,

y voló la danza de la caza

por encima de nuestras cabezas.

 

Volando de polo a polo, de blanco y gris,

emergiendo del profundo azul,

radiantes, vuelven las aves a la desembocadura.

Las anguilas remontan, cuando los gritos del pájaro,

ávido de plata, anuncian peligro,

y su pico rojo se derrama

en luz de los hielos.


Entonces no sabíamos

Entonces no sabíamos

que el fenicio y el amazigh

pisaban la arena de nuestra playa.

A lo mejor sospechábamos

que una foca monje indecisa

entre el vello y la escama,

soñaba plumas, volar con la bandada

al nacimiento de un iceberg,

penetrar en el incendio de una niebla,

y danzar bajo el sol de media noche,

donde la luz es más tenue,

insuficiente, eficaz,

donde la noche se estira

para alcanzar su palidez.


Estratigrafía

Cruzó su cara sombra de ave,

encontró rastro y llegó al río,

pisó el limo y atravesó los mapas,

y había un cielo en cada estrato,

y era el mismo cielo a la vez.

En la dimensión temporal

de la estratigrafía, en la moneda,

la cabeza del hombre era de abeja,

y había un ánfora de miel, y una espiga.


La convulsión

La servidumbre por deudas

no resistió sus costuras:

Sistema fallido. Arde el mundo.

Llegan los hombres del mar.

Los filisteos, ante el dios de las moscas,

se sueñan en la franja y a otro dios,

también culpable. Hasta entonces,

que comience el nuevo mundo

y su alfabeto afilado, el de Ugarit;

que cabalguen praderas caballos,

que desiertos recorran camellos;

que el herrero mago, deambulante,

deshonre la luz del bronce

y enfríe su siderurgia;

que se navegue el ocaso, y de púrpura,

esparzan Oriente los tirios por las costas. 


Si en algún cruce

Si en algún cruce en el pasillo no me reconoces,

es la suerte, una tirada de póquer, 

o la caída aleatoria de las cartas españolas.

Me sigue sorprendiendo que los dados

siempre sumen lo mismo. Es el azar,

la suerte, o un plan para juntarnos,

a veces eternamente.

Tímidos

miramos de soslayo las piedras blancas 

para regresar del bosque

por si se acaban las cerillas

y se fuesen los espíritus. 

Yo conozco un pájaro que no ha estado en tus pesadillas.

Cruza el cielo que nos une.

Hay una nevera y tu antiguo poder te vuelve y te adoro

aunque no quieras y sólo aspires a hacer esperar a la soledad

ahogando los gritos con la aspiradora y la falta de champú.

Hay que reponer y tu piel reclama la mía

justo cuando una flecha me hiere en una de tantas batallas

pero bebes mi sangre y soy yo el que resucita

y te beso los pies y después me introduzco en tu corazón.

Con la nieve de los años que nos cae

y al calor de un fuego, 

nuestro paladar todavía reclama miel.



Ni siquiera

Ni siquiera cuando despertaron los abetos hubo viento.

Ni cuando despertaron los huracanes hubo viento. 

Ya no hubo más viento. 

Ni pájaros, ni viento, ni hojas, 

y siempre las mismas nubes ya gastadas

por la ceguera blanca de la quietud.



Haz una zanja

Haz una zanja. 

Yo inventaré los manantiales. 

Envenena el aire. 

Yo inventaré lo puro. 

Tus hombros casi vencidos.

Yo agrupo a la muchedumbre en las salas de espera.

Te daré el domingo. 

Convierte el pan en oro y te llevaré al infierno. 

Inventa los mapas, que yo señalaré el fin. 

Cuando te guste el brillo y yo te ciegue, 

expresaré mi incompetencia. 

Así habló el dios. 

Hace tiempo que no llega a esta puerta 

ningún pájaro, ninguna carta. 



Es la vejez


Es la vejez

y el muro del crepúsculo que lamen incesantes

el mismo amanecer y el mismo mar. Cae la nieve.

Abren las farmacias. Al despertar,

sábanas revueltas y el calor. No se extrañe

si se resiste a la intemperie,

si necesita las pastillas.

Conduzca con cuidado, hombre.

Aléjese del abismo.

Cae la nieve y, como debe ser,

diga adiós.

Rompa la hucha y que caigan como lluvia las monedas.

Se convertirá a la fe del hongo.

Rezará, y será maldito

entre los «camellos de Abraham».

Conduzca, hombre,

hasta el pantano de las flores raras.

Coma las últimas lechugas regadas con lágrimas.

Ya habrá oído hablar de la sequía.



Se trilla el trigo


Se trilla el trigo. Arduo trabajo,
promesa de pan y alegría.
No evita, sin embargo,
las sombras de los murciélagos
que duermen en las pestañas.


Dónde iba yo sin ella

Yo,
como el que recorre el Mundo
y visita Melilla y Samarcanda,
pasearé las orillas de todos los mares;
llenaré de aire mis pulmones para respirar 
como los campos; me quedaré 
en la tibia humedad del Cámbrico.
Seré consciente de los objetos,
están por todas partes, aunque
yo los haya olvidado; beberé
el vino del sacrificio y me atraerán
los picos de los buitres.
Y como el que da la vuelta al mundo
y pasa por Menfis, Roma y Granada,
despertaré.
Pondré camino a Damasco.
Crearé al Dios de la náusea,
si los muertos no me cobijan.
¡Bendita oración a la nada!
Ángeles fugados y aves de proféticos hígados,
en el alféizar, graznan desde el crepúsculo
al día, el destino y la misión.
Frente al mar y sus abismos,
dando la espalda al caos, frente al acecho,
capa a capa se hacía la noche, velo a velo,
pestaña a pestaña.
El chapoteo de los remos al hundirse
era un consuelo.
Parte del mar se quedó aislado, aún vigoroso.
Ya no habría día siguiente. Por suerte
también se mueren los muertos, si bien,
habrá que seguir alerta porque acecha 
la Vida Eterna. 


Amadme como soy

Amadme como soy. Amad el fuego
y alimentadlos con las hojas
desprendidas de los libros del frío
y de la montaña del alma y el bosque del alma
y de la roca del alma y la mar del alma
y del lago en el infierno del alma.
Todo en el alma y el alma tal vez nunca
sepa que tiene piel. Puede ser
que el polvo oculte el nombre de la calle
y que la vaca muja todos los instintos
y que sea un día más por no decir uno menos,
con la zeta a cuestas, la Y de bastón,
la hache en el corazón y la T de prohibido. 


El cobarde

Huyen
los ríos del rugido de la montaña. Yo también,
maltratando a los mapas. Busco
brisa para las velas, ritmo para los remos,
espadas cruzándose en películas mudas y silencio,  
que lo que no es silencio hiere. Miro 
las ventanas encendidas en Manhattan
y el último recuerdo de los ciegos, el fuego.
Miro máscaras. Aprendo 
a ser menos y en ello estaba, 
cuando escuché un balido y balé
para el desconcierto de los lobos. Era el momento,
y firmé mi rendición condicionada.
«Y me llamas cobarde y no lo niego,
desertor y no lo niego». Le dije:
«Cuando me llamas cobarde y me envalentono,
y mantengo que sólo hay una Tierra y un solo hombre,
combato con la palabra el filo de la ignorancia».

Le dije:
«Cuando me señalas y gritas
que deserté porque no soporto
pisar charcos de sangre, aciertas.
Cuando me llamas cobarde, aciertas».
(A qué mentir
si mi rostro tenía el temblor de un terremoto).
Le dije que sí.
Que me había hecho poeta para confesarme,
para no tener intermediarios,
porque el último trayecto
hay que recorrerlo sin compañía.
Le dije
que Gamoneda lo escribe y acierta,
desde muy hondo:
«mi manera de amarte es sencilla:
te aprieto a mí
como si hubiera un poco de justicia en mi corazón...»


Enero

Suben al tren
que atraviesa llanuras nevadas.
Una bailarina ensaya en el pasillo.
La niña come manzanas.
El odio calienta
con sus últimos rescoldos a los agonizantes.
Hay un ojo que lo mira,
no tiene pasaporte y salta con el tren en marcha,
perdiéndose en la nieve, decidido
a encontrar el legendario paraíso, otro mes.
Al amanecer, ¿dónde estaba?
¿Qué calendario era ese, qué país,
qué rey, qué disidente?
Esos malditos símbolos
ya estaban ahí cuando llegué.

El mes es un abismo intensamente amarillo.
Sus habitantes
trazan espirales con algo de suerte.
En su laberinto 
no hay un híbrido de toro y hombre.
Enero tiene dos puertas.
A veces hay viento.

Y llegó tarde al calendario porque quiso.
Si la memoria no me engaña, Enero 
no se sabe por qué, fue condenado.
El mes es una vía que repta en el desierto.
Llega al mar.
Destino mío: ¿estaba escrito?
Si no es así, se está escribiendo.

Y aquel es tu hijo
que te supera en edad.
Y aquel el pico
que devorará las lombrices.
Y aquel el cuco
que acechará los nidos.
Y allí el anciano
hacia la locura acribillado
por la lucidez.

Allí está Enero donde fui a nacer
ya condenado a saber.
Y aquello es tu ojo izquierdo
mirando por el roto de una niebla
el bosque de tu pecho, el que rodea al corazón
donde vive la araña que creía
tejer nubes ignorando
que plantaba trampas:
la seda en la que caigo.


Ideología

Y aquí estoy
al otro lado de estatuas amenazadas
por palomas amenazadas
por mendigos amenazados
por la cordura de los ojos locos de los obreros
amenazados
por la cordura de los ojos locos de los ejecutivos
amenazados
por otros ejecutivos amenazados
por la cordura de los ojos locos de los hambrientos
amenazados por tumbas.
Y se traiciona la voz de los vencidos.
En este tiempo las telarañas
y el musgo se esconden en la limpieza,
la capitulación transpira sin condiciones
en las conversaciones intrascendentes,
la impiedad ladra 
y la dignidad es figurada porque sirvió de alimento
al de la capa negra.
Los expedientes se desangran y las sanciones se clavan
en los hijos del despido.
Huir lejos de la capa oscura, donde
a los vestidos nuevos no los amenacen los harapos
y la sonrisa de piedra encuentre labios de carne.
Huir
donde el orín del miedo no tenga página donde escribirse,
donde los gatos oculten
el retráctil desprecio de sus uñas,
donde ojos asombrados miren desde el papel,
ignorándolo todo, donde haya
dos cerezas y un jarrón; donde yo,
miserable héroe del crepúsculo,
mirando el mar extraviado,
invente un siglo
lejos del extravagante acto de la confesión,
cerca de lectoras de Safo,
del estallido del color de los naipes (sangran las flores);
lejos del odio prendido hace bien poco (fuego nuevo);
del chirrido del hierro en los cambios de vías,
del ruido que no cesa,
de una forma sólo pensada,
de la alquimia del carnaval.
Lejos de la soberbia.
Cerca de la lujuria.
Cerca de la pereza.
Lejos del hambre
y de la abominable gula.
Cerca del son de las madres que marca golpe a golpe,
latido a latido el ritmo y el rumbo. ¡A bogar!,
al son de las madres. ¡A bogar!,
con el primer son; ¡a bailar!
Y cuando cese la música,
que alguien apague la luz. 


La salsa de la carne

La salsa de la carne llegó tocada de civilización.
Cuando saqué la cabeza de mi escondite y vi a toda esa gente,
no me alcanzó la vista para ver si estábamos todavía
cubiertos de buena temperatura.
La tortilla de papa tenía su punto. Comían
bocatas de jamón extraños fascinados  
musulmanes de mi equipo. 
El pincho moruno de la mañana era 
más antiguo que las mamparas de papel. 
Me asustó la levedad de los pétalos y la fragilidad.
No supe qué darte y no quería que olieras el miedo.
Había una sombra de rendición
ante las piernas de las bailaoras.
Pocas cosas como unas gambas a la plancha y su tributo de sal.
Si alguna vez nos fuimos de esa calle
ya lo hemos olvidado.
Descansando en un callejón
donde había dos tiendas y una mujer de otro tiempo,  
me envolvió el humo de un demonio musulmán que se postraba
a los pies de un cristo por la mañana,
y por la noche enduendando
guitarras y gargantas,
se emborrachaba.
Dos gitanas insistían y nosotros le dijimos:
el futuro no es interesante. Pero no nos creyeron.
Los boquerones fritos traían en su piel
huellas de felinos.
Lo malo es que roncabas,
lo bueno es que encerraste dos incendios:
la Alhambra y el crepúsculo.
Las migas llegaban recias. Eran de monte. 
Si no has jugado con el aro en movimiento
conducido con un palo, sí en mi memoria;  
si no bajaste
del árbol al hombre y lo erguiste
y le susurraste que mirase a la luna, sí en mi memoria.  
Acorralados en Gibraltar, 
por última vez, sí en mi memoria,
miraban los neandertales África.
Que sea esa culpa, esa infamia
el peso de las sombras y los siglos.
Las almejas
se colaban sin tropiezos hasta los domingos.
Las campanas resonaron en sitio de otra religión,
en oídos de otra fe,
pero seguimos comiendo y bebiendo la cerveza que por entonces
no sabía a pecado.
Los callos llegaron sin ideología, calientes, picantes y jugosos.
Me sorprendió que no los conocieras.


Grita reclamando

Grita reclamando amor por callejuelas sevillanas.
Las cicatrices señalan las prohibiciones.
Todavía recuerda el eco de sus zapatos volviendo a casa
tras el bullicio, el calor y la guerra.
Siempre tendrá un diez en geografía.
Conoce bien la clandestinidad y el histrión,
y los crucigramas, y muchos sueños
todavía rondan sus noches.
El canto del gallo no sé si te importa.
Después de todo, buscas lo que buscan los vivos:
«tu lecho bajo el jardín
estará muy cerca de la vida.  
Yo que he pasado el Rubicón
para conquistar la ciudad de los ancianos,
el último refugio, te escribo
también a ti y me sonrío por tus trenzas.
¿Cómo osaste pensar que no vivías entre los amados?».


Pecado cognitivo

Pinturas de guerra en la piel,
o de fiestas catárticas estirando los cuerpos.
Y llegaron a un abismo
donde tenía que estar el corazón.
Y soñaron ser estatuas de alabastro
o arcilla roja en el pincel 
profetizando decadencia en la abstracción.
El milagro cognitivo había alterado
las costumbres. Sapiens,
aferrando la lanza con su ala
desde la cúspide de los alimentos,
hacía guardia entre la basura
de sus antepasados.
Rastreó sus propias huellas adelantadas
y nada tuvo sentido sin la penitencia
del pecado cognitivo. 

Cayó al sinsuelo enredado entre las sierpes.
Aulló en otro idioma.
Se desprendió de la conciencia,
de la pelvis estrecha y del pulgar,
del azar de los cantos rodados, 
del palo duro y afilado,
del tuétano.
Quiso volver a la selva
pero se había alejado.
Aquel hombre vio en su vejez la de su estirpe. 
La música ya era vieja cuando llegó la escritura.
El dinero ya unía por su lado oscuro:
era la confianza que nos une en litros de cebada,
un alarde de conectividad del Sapiens.
La ciudad comenzó a soñarse
con la alargada sombra del templo.


Escritura celeste

Desde Olduvai hasta el voraz
apetito del Neolítico asesino
(sicario del Humano,
custodio de la Cultura,
Invención invencible pero suicida
de una Especie),
donde viven los mitos. 
Suben y bajan
escaleras hacia el cielo
abierto y rojo
y
hacia
el abismo. Cruzan
el istmo en un carro
de oro y fuego. Cierran
las puertas de una selva
y se quejan a la Luna
de la impuntualidad de la lluvia. Oran
al Neolítico que hereda la sutil
diferencia del arco y veneran
a sus muertos. Oran, suben,
pactando con el mijo y el sorgo,
caminando con Uro, como quien lleva a un esclavo.
Traen y llevan oraciones desde entonces,
hasta la nano-tecnología (mi tiempo),
atrapados por la magia
de la transformación de la Materia
(arcilla y fuego), como hicieron los Dioses.

El perro participa en la caza,
el gato araña
un contrato de servicio,
la miel es defendida
por un zumbido inquietante,
la osadía de las palomas
perturba
la clandestinidad de las ratas,
el acuerdo del caballo
y la civilización,
el trigo afirma ser
el cabello de la tierra,
el cerdo perdió
la guerra en Oriente,
el transporte del polen
y la lujuria de las flores,
el espectáculo de los gallos,
el ataque de los pájaros a los campos,
el gigantesco salto desde el microlito,
la pérdida del paraíso.

Huyendo por el tránsito hacia los templos,
designios no concertados con las hojas y los astros,
vaciaron los pechos de las Diosas. Entonces
sueños turbios de vid
se enredaron en las ruedas,
en el hacha de combate
y en las patas de los caballos.
Los leopardos de la Diosa
huyeron con las sierpes,
a las cabezas de las proscritas.
Avanzabas por el tránsito llevando,
ya de antiguo, la escritura celeste...


Huyó de las medusas

Huyó de las medusas. Oh, ten piedad,
suplicó con la fe de siempre y de nunca,
convocando a la lluvia.
Suplicó hasta que pudo llorar un poco,
tomarse un respiro.
Para qué negar el inexorable destino
que no por dicho mucho no es menos cierto,
si lo escribe el poeta sin los sentidos,
el que come rata no la huele,
no la escucha
y para no sentirla muda la piel. 


La escalera comienza

La escalera comienza en los pozos de azufre

y se pierde en las nubes.

Sólo se descansa en el árbol que los conecta.

Sus hojas

susurran una nana fresca y segura.

Ahí está el que busca una cuna, pero no sabe volver.

Está asustado, asustado, asustado,

asustado...


Antonio Carmona es delegado en Canarias de la Unión Nacional de Escritores de España. Está galardonado con la Medalla de San Isidoro de Sevilla.