Fuerza para el camino

María Teresa Álvarez Olías
Relato corto de María Teresa Álvarez Olías

“Hay una fuerza motriz más poderosa que el vapor,
la electricidad y la energía atómica: la voluntad”.

Albert Einstein

“Me moriré de viejo y no acabaré de comprender al animal bípedo que llaman hombre. Cada individuo es una variedad de su especie.”

Miguel de Cervantes


Cuando nací, en aquella España de Franco pronta a sucumbir, ya se hablaba de igualdad de oportunidades, pero sólo referida a hombres pobres sumisos, superdotados y apolíticos. El resto del universo, incluidas las mujeres, ni siquiera existía fuera de su cocina. Asistí a clase en un grupo escolar, en el que las aulas de los niños estaban separadas por una considerable distancia de las aulas de las niñas, y también donde profesores y profesoras daban exclusivamente clase a criaturas del mismo sexo.

Durante el Bachillerato tuve problemas para aprobar la asignatura de Hogar, que por supuesto no era materia a estudiar por varones. Muy poco después, pedí información de nuevas profesiones a una flamante academia.

Esta me ofreció los horarios de las clases de secretariado. Le reclamé entonces los del curso de director gerente. El desconcierto del comercial fue histórico cuando me preguntó si yo era de ésas que querían la igualdad, en un tono despectivo y cruel, y yo contesté inmisericorde:

—No, yo quiero el privilegio, como usted.

Entonces se hablaba en esos términos: supremacía, hegemonía, sojuzgamiento. La temida censura no toleraba que se hablara de poder. Estudié la carrera de Farmacia con mucho entusiasmo. Salía de excursión al campo con amigas, amigos, con amigos de mis amigas, y empecé a fumar, que era el mejor signo de modernidad en una chica de mi generación, hasta el punto de que ninguna ligaba si no era con la consabida frase y fórmula:

—¿Estudias o trabajas? ¿quieres un cigarro?

Los ojos te hacían chiribitas oliendo la colonia de ese muchacho moreno, que pretendía bailar contigo en aquella discoteca sofocante. Mi madre me aleccionaba sobre los chicos cada vez que salía de casa. Cuidado con ellos. Ojo con sus roces, con sus insinuaciones, con sus miradas. Nunca hablaba nadie de respeto. Como no fuera el que una mujer debiera imponer a su novio para no acostarse con él. Lo llamaban de esa forma, pero aquella represión, la distancia entre los cuerpos, no garantizaba la paz entre las almas de los novios.

En una excursión a la sierra de Madrid, un domingo luminoso de primavera, conocí a Ernesto. Trabajaba en una buena compañía, era tremendamente gracioso y versátil. Me hizo tilín en el corazón ya en el trayecto de vuelta a casa, en tren, con la oscuridad reinando fuera de las ventanillas, y los viajeros apiñados en torno a una guitarra. Cantábamos canciones de canta autores españoles y latinos mientras él me miraba risueño.

He estudiado biología y me ha sorprendido alguna teoría sobre el comportamiento de las hembras de los mamíferos, que parece que algo puede tener que ver conmigo. En el sentido de que desde el primer segundo en que encuentran un macho, uno que sus células hayan aceptado como compatible, ya están atrayéndoselo para su nido. Es una teoría tan animalista como impúdica.

Yo jamás pensé en formar mi nido. Ni siquiera me reconocía poseer un comportamiento animal. Y además no me convenía ningún novio en aquel momento, por mucho que a mi madre sí le pareciera que yo ya iba teniendo una edad. Se me daban mal las citas de un día, y me asustaba un noviazgo largo como el de mis padres. Estaba convencida de que no me casaría nunca, y de que si alguna vez lo hacía, antes tendría que abrir mi propia farmacia, arriesgarme a sacar un doctorado y viajar. Transitaría por el mundo entero, especialmente por Europa y África recorriendo la huella de antiguas civilizaciones, bañándome en cada una de sus playas, subiendo sus cordilleras, coleccionando todas las hierbas autóctonas de cada comarca.

Verdaderamente, la botánica me entretenía demasiado, me hacía vivir ensimismada en mi mundo de tallos machacados, de hojas secas entre cartulinas y pócimas prohibidas. Devoré libros antiguos, muchos con origen medieval, de cuantas bibliotecas pude obtener el carné. Se me pasaban las horas consultando recetas o vertiendo líquidos en probetas y matraces.

No sentía la llamada de la naturaleza. No reparé en que el comunismo se estaba cayendo de la mitad de Europa. No me di cuenta de que mis padres envejecían, ni de que mi país se levantaba a tientas, despertando de un sueño de siglos, quitándose una mortaja maloliente de miedo y atraso endémicos. O tal vez lo advertí, pero preferí pensar que nuestra nación y yo aún teníamos tiempo de sobra para todo. No he tenido hermanos ni hermanas, así que no cuento con experiencia sobre celos familiares, ni sobre la agradable sensación de compartir casa y comida con seres de mi misma sangre y edad. De cualquier manera, mi madre me enseñó a limpiar nuestro piso a trancas y barrancas, a peinarme y a tener paciencia con la vida, algo que me ha resultado muy útil a lo largo de los años.

Mi padre traía plantas a casa, me preguntaba los temas de los exámenes, y me esperaba a la salida del cine, del teatro o del baile, a los que alguna vez se me ocurría asistir. Curiosamente, mi padre confiaba más en mi futuro profesional que mi madre. Si alguna vez deseó tener un hijo en vez de hija, jamás pude sospecharlo. Él ha sido autodidacta toda su vida, pero me daba lecciones sobre ciencias, sobre trigonometría y sobre historia cada vez que consultábamos la enciclopedia en el salón. Explicaba ardorosamente el sistema solar con manzanas, melocotones y albaricoques en la mesa de la cocina. Planetas,  satélites y asteroides. Yo veía a las frutas orbitar y él también, creedme. Mi padre es un catedrático que jamás fue a clase, un campesino sabio, emigrado a la ciudad, donde trabajaba como electricista. Es un hombre humilde donde los haya, curioso hasta decir basta, amante de la tierra y la agricultura, inquieto por conocer las leyes de la técnica. Optimista en nuestra civilización, estudioso.

Mi madre veía la televisión mientras nosotros admirábamos láminas de tallos y raíces. Alguna vez nos acompañaba ella al museo de ciencias o al zoo, más que nada por seguirnos un poco la pista y no quedarse sola, aislada del mundo de naturaleza encorsetada. Papá se apasionaba hablando de los descubrimientos del siglo XX, toda una sucesión de inventos que habían reconducido a la humanidad hasta un bienestar insospechado. El avión y el dirigible, la penicilina, la radio, el cine...

¿Cómo se puede ser tan idealista, tan metódico, tan informado? Gracias a él yo sabía que existía el mundo exterior, que había huelgas en el transporte, que los obreros se encerraban en las iglesias, que el Papa había editado una nueva encíclica. También que las naves espaciales americanas ya no tenían como objetivo conquistar la luna, sino dar vueltas por el espacio sideral fotografiando el cosmos. Porque yo vivía encerrada en laboratorios, con mis insectos en tarros. Mi cabeza se esforzaba clasificando cada árbol que me encontraba en la ciudad y en el campo. Me gustaban y me gustan los estudios sobre fauna y flora, los experimentos químicos, pero también la magnitud del horizonte, donde la naturaleza sorprende con tal variedad de especies como presenta, así como con su absoluta capacidad de adaptación.

Apenas he visto la televisión desde que ingresé en la facultad, aunque ese aparato incansable se enciende en casa de mis padres, en cada bar, en cada hogar, y no he sabido nunca resistirme nunca a su fascinación, ya fuera antes en blanco y negro, ya sea ahora, en color, cuando lo contemplo por casualidad. De siempre me ha sorprendido su publicidad estúpida y fuera del mundo racional, representando mujeres obsesionadas con la ropa sucia, como si ése fuera el problema más urgente de su existencia. Nuestro objetivo es sobrevivir día a día, con nuestra formación, limitada, si observamos todas las edades, con nuestro empleo, precario siempre, con nuestras obligaciones familiares, desbordadas hasta el límite. Nunca ha sido mi caso, por suerte o por desgracia, pero mis amigas, mi madre, o mis mismas compañeras se debaten en una trama pegajosa de tareas impuestas o asumidas, que les consumen las ansias y el tiempo. Hijos, padres ancianos y marido poco colaborador son los compañeros habituales de sus jornadas rutinarias, alargadas artificialmente con enfermos que se quejan a media noche o con partos que se presentan al amanecer.

He escapado de puro milagro de todo eso o de casi todo. Me salvó la carrera de farmacia, que me atrapó con sus pasillos, sus aulas y sus vitrinas, donde un proyecto lleva a otro, y un compromiso te envuelve encadenándote a diez más. La universidad es ese lugar donde una persona puede perder la noción del tiempo y del presente, buscando la senda del conocimiento. Ella templa las ansias de poder y espolea las de saber. Consigue hacerte olvidar por un cierto período, mientras te atrapa con sus metas establecidas, las miserias y necesidades más comunes: amor, fortuna, diversión.

Perdí el contacto con Ernesto muy poco después de conocerle. Tenía puesta la mirada en los exámenes parciales de la carrera, y en extender mi tiempo entre las clases prácticas y teóricas de los primeros cursos. Un novio precisaba y merecía mucha dedicación. No seré yo quien reste importancia a lo que un hombre aporta a la existencia: compañía, bienes materiales, cariño, distinta perspectiva... pero la universidad me deslumbraba más. Así de sencillo.

Él me había gustado de una forma inexplicable, dado nuestro escaso contacto y nuestros mundos divergentes, como un accidente fisiológico, como un cuadro magnífico que me había encantado mirar, pero que no podía comprar en absoluto. De alguna forma sutil, Ernesto representaba la nevera, el fregadero y la cuna que me ofrecían los anuncios de la televisión, y yo no quería caer en ese pozo nunca, o quizá, al menos, todavía. Sentía verdadero pavor de entretenerme mirando el brocal de ese mundo paralizante de matrimonio y casa, por mucho que el agua del pozo, sólo mostrara salidas con chicos o encuentros esporádicos con ellos en alguna conferencia, butaca con butaca.

Viví la época de la legalización de los anticonceptivos, después la del aborto, y finalmente el esplendor de la fecundación in vitro, como verdaderos órdagos de la sociedad a la ciencia. España parecía despertar de su atonía científica y se desempolvaba las telarañas.

Apoyé las reivindicaciones políticas de las mujeres, al menos eso. En la calle nos manifestábamos demandando una serie de derechos, que los señores diputados tenían a bien entrar a discutir. No era difícil desde la universidad, aunque también podía haber optado por no dar la nota y obviar cualquier reivindicación. A los veintidós años, en el último curso de Farmacia, conseguí una beca para estudiar en Ámsterdam, y meses después, una segunda para prolongar el mismo proyecto de investigación en Oxford.

Estuve mucho tiempo en el extranjero, para horror de mi madre, que me quería tener cerca y me lo recordaba en las cartas y en todas las llamadas telefónicas. Me perdí las bodas de mis amigas, las noticias nacionales, y también la entrada de nuestro país en la democracia. Inicié una marcha lenta y extraña, dulce, inexorable, increíble vista desde fuera y desde dentro. Trabajé sin descanso, olvidando el salario minúsculo que pagaba el decanato. Sueldo que, sin embargo no consumía por completo. Olvidé también las horas de las comidas y de apertura y cierre de las tiendas, lo que me hacía tragar cualquier cosa y guisar sin constancia, sólo cuando mi cuerpo reclamaba algo caliente, distinto de un té con leche dejado enfriar.

Como mi familia sospechaba, y para corroborar el tópico de los becarios locos y las becarias abnegadas, limpiaba mi estrecho apartamento in extremis, aún conociendo de primera mano cómo la falta de higiene ocasionaba duras infecciones.

Salía los sábados por la noche con algún compañero suizo u holandés, practicando un inglés académico y mínimo, suficiente para escapar del frío viento de las avenidas y aterrizar, helados,  en algún restaurante chino, que tuviera piedad de nosotros.

Visité Londres varias veces, en especial para recorrer el Science Museum, tan maravilloso, y el Británico, que mi padre insistía que le describiera vitrina por vitrina, pero el descubrimiento que nadie citó, el que no esperaba y me maravilló, fue la contemplación del Támesis, meciéndose entre árboles, serpenteando verde al sol de julio, muriendo de luz en cada meandro. Me llevaba los libros a su ribera, por variar el marco de estudio: siempre salas cerradas. A veces allí, en la soledad vespertina, perezosa como nunca, alguna idea interesante sobre determinada variedad vegetal llegaba a mi mente, tal vez la que perseguía por la mañana entre bocetos y fichas de hojas dibujadas al detalle.

Mis padres vinieron a verme dos veces y yo fui a Madrid unas cuantas más. En cada ocasión en que me acercaba a casa me preguntaba dónde se esconderían mis paseos de adolescente, o las siestas interminables que debía hacer y no hice, jugando al teatro, en cambio, durante mi niñez. Ernesto me telefoneaba como un penitente. Sabía que no vivíamos en la misma ciudad, que los viajes y la farmacopea no tenían caminos que compartir, y que cada vez nos separábamos más, si en alguna ocasión estuvimos cerca. No nos tratábamos, como no fuera en una llamada, prendida por algún duende travieso, que como las velas trucadas, se apagaba y encendía de año en año.

En Oxford y la capital danesa la lucha por los derechos civiles de las mujeres llevaba ya un camino centenario e imparable, basándose, en la práctica, en la moda de una indumentaria cómoda y en la obtención de un empleo remunerado. En teoría, feministas francesas y norteamericanas escribían sobre el derecho al placer y la libertad insospechada de vivir sin hombres. Demasiado intelectual y utópico. Existió la corriente, en Europa y en España de querer ser mujer liberada, que consistía en perseguir un engendro de sensaciones ácratas, donde se prescindía del sujetador y de la familia, del maquillaje y del matrimonio. El amor libre inspiraba a la gente. Después de miles de años de fidelidad y sumisión, a quien iba a parecerle extraño un efecto rebote que destrozaba la paz interior. He visto llorar a compañeras, a vecinas de cuarto y residencia, que no podían soportar una sucesión de parejas semejante. No querían a ninguno, no necesitaban a nadie, pero la soledad las quemaba, como si la mente se vengara del cuerpo, como si el individuo pudiera escapar de las modas sociales, o lo quisiera.

De cualquier forma, mi mundo intelectual de bruja moderna, de universitaria a caballo entre Oxford y Madrid, de jovencita sin prejuicios, como se decía entonces, no podía comprender la asunción del compromiso familiar de las mujeres menos afortunadas. El reto de las que nunca podrían liberarse de nada, de las que no tenían tiempo para teorizar sobre las relaciones perversas entre hombres y mujeres, sino sólo horas libres para limpiar, y horas ocupadas pasarlas en la cadena de la fábrica, con una mascarilla en la boca.

Tiré las medias de nylon porque se me rompían a pares y no ganaba para ir decente. Adopté el pantalón, me pasé a la bisutería y compré un coche pequeño cuando volví a Madrid para leer el doctorado y quedarme de forma definitiva. Noté el cambio de mentalidad en las personas cuando me sumergí de nuevo en mi ciudad. Las chicas no tenían prisa por tener hijos, sino por encontrar trabajo. Las aulas se llenaban de mujeres, aunque seguía habiendo muchos más profesores que profesoras, apenas alguna catedrática y ninguna decana o rectora. Aprendí a escuchar, a encontrar la sabiduría de mi madre en su conversación sobre vecinas, enfermedades y asuntos cotidianos. Ya no era mi padre el único autodidacta de la familia. Curioso cómo cada mujer se va pareciendo a su madre a lo largo de su vida. La imita en cada gesto y pensamiento, por muy grande que parezca el abismo de la edad.

Mi padre es mi fuente de conocimiento, pero mi madre es mi referencia soterrada. No lo sabía, pero descubrí que colocaba los vasos como ella, me vestía como ella y protestaba igual. Me asemejo más cada día que pasa, y para mi tortura sé que mi madre ha resuelto mejor que yo los quehaceres de la vida. No tiene pereza de llamar a nadie por teléfono para felicitarle el cumpleaños, dar un pésame o interesarse por su estado de salud. Sabe ahorrar. Sabe gastar. Comparte la existencia con mi padre desde su primera juventud, así que ignora la soledad, la depresión o el hastío. Nunca ha tenido una vida propia, única, particular, pero por eso tampoco la salpica, ni de lejos, el egoísmo o la soberbia. Es valiente. Durante mucho tiempo creí que sencillamente mi madre había tenido más suerte que yo en el amor y en el reparto de posibilidades, pero hoy sé que no es el afortunado azar, sino la entrega diaria a los otros lo que le garantiza esa sonrisa satisfecha que exhibe en su vejez, como una marquesa en su castillo. Es digna porque sabe afrontar cualquier situación y las conoce todas. Se ha amoldado a mi padre y lejos de restarle mérito, ese gesto de disposición constante le ha devuelto una fidelidad absoluta por parte de él, un cariño de los que hacen época. Porque mi padre, que siempre fue moderno, por supuesto, ha sabido correr con la historia y cambiar de estrategia.

Cuando se jubiló de electricista, se matriculó de chico de los recados y pinche de cocina. Enseñó a mi madre a manejar el ordenador y ella a él a barrer detrás y debajo de los muebles. Llegan a un acuerdo para ver el mismo canal de televisión. Comen el plato que deciden en común. Se acompañan al médico. Viven atentos entre ellos y a mí. Al mismo tiempo me dejan vivir, con mis contradicciones y mis rutinas, adoptadas o aprendidas. Mis padres han levantado una nación. Los dos. Con su trabajo diario, le han dado la vuelta como a un calcetín. Han cambiado por completo la leyenda, los tópicos y el destino español de tragedia y mal fario. Nuestro pueblo no es el último del mapa, y a mi me consta que no es sólo por el esfuerzo de hombres como mi padre, sino también por el sacrificio silencioso de mujeres como mi madre. Nuestro desarrollo es el que es, porque admite la aportación de las chicas en todos los campos. A duras penas, peleándose en la publicidad y sufriendo por los horarios de las guarderías, pero nos admite. La Historia nos admite.

Mi madre no paraba de decir que se me pasaría el arroz, cuando comprobó que seguía dedicada a la microbiología a todas horas, con ojos solo para corolas y estambres, para filminas de raíces, para viajes hacia cualquier pueblo buscando una flor autóctona. Pero yo hacía oídos sordos. Vivía por completo entretenida dejando fermentar mis variados cultivos.

Sin embargo, inesperadamente, un día al terminar una conferencia en la facultad, Ernesto se acercó a saludarme, tras años sin vernos y meses sin saber nada el uno de la otra. De siempre me ha impresionado el tesón de los hombres. No se dejan llevar tanto de la desilusión ni del qué dirán como nosotras. Tienen mucha práctica en su independencia y determinación para hacer algo. No se amilanó por mi desapego hacia él. Lo saludé con la campana de mi corazón tañendo sobre praderas y avenidas. Su voz me llamaba desde el fondo de los caminos inexplicablemente, y me hizo parar el ritmo hasta casi perder el equilibrio. Empecé a salir con él porque me gustaba más que encerrarme en mi despacho a escribir modestas apreciaciones sobre nueva farmacología, o sobre cualquier especie floral recogida de excursión.

Ernesto tiraba por tierra todas mis elaboradas teorías sobre atrasadas relaciones de pareja y me hacía reír, cosa cada vez más difícil en nuestro complicado y serio mundo. Era mi asignatura pendiente y me dejé llevar por el paso de los días y los acontecimientos para aprobarla. Salíamos a cenar solos y con amigos. Viajamos a París como los enamorados pudientes.

Intimé con su familia y comprobé que la mía respiraba por fin. Es reconfortante comportarse como la sociedad espera de ti. Es más sencillo que andar luchando contra ella a brazo partido. Relaja. Ernesto ya era entonces coordinador de una empresa energética. Buscaba una compañera de vida con toda claridad.

Paseábamos por los chalés de sus conocidos, que nos invitaban a fiestas y cumpleaños, exhibiendo a sus preciosos críos de meses. Los niños nos conmovían a los dos. Sin duda la sangre ya nos reclamaba hijos de forma desesperada, aunque a mi me asustaba la idea mucho más que a él, presagiando un abandono parcial al menos de mis investigaciones y mi trabajo a tiempo completo, si me dejaba llevar por el instinto.

—Podemos casarnos esta primavera—me comentó con ojos escrutadores.

Le hice caso y así entramos en la espiral ineludible. Es reconfortante vivir acompañada, pero yo no estaba tan preocupada entonces por aprender a cocinar, como por ganar las difíciles oposiciones a cátedra en mi facultad. No me han gustado nunca los cuentos de hadas y mi príncipe azul ya estaba exigiendo que le preparase la cena desde el primer día, tras nuestro viaje de novios. Eso me despertó del sueño de la boda y me convenció más de que la soledad era el único camino para triunfar en la vida. El precio de la libertad y la eficiencia profesional. Sin embargo, lo reconozco, Ernesto ha sido siempre el ser más paciente con que me he topado. Ni siquiera sé cómo me soporta.

No he puesto tanta pasión en mi matrimonio como en los proyectos de investigación en los que he participado. Lo reconozco. No soy una heroína, no soy una mártir, no soy una mujer extraordinaria. Mi día tiene veinticuatro horas y la facultad exige casi todas.

Ernesto ha sido capaz de aceptarme y aportar más de la mitad de su tiempo a nuestra casa y a nuestra vida en común, pero no puede o no quiere seguirme en la carrera contra reloj que es mi vida. Se va cansando. Es el sexo fuerte, el rey de la creación, pero lo estoy perdiendo.

Las mujeres hemos acelerado nuestro conocimiento del mundo, pero los hombres no quieren seguir ese ritmo frenético. Estamos desajustados. Ya no puedo seguir pidiendo una entrega incondicional. Mi compañero no lo resiste. Pesan demasiado los prejuicios y la tradición. Creo que le importan demasiado los comentarios de sus amigos, las risitas de sus compañeros si dice que sale de la oficina a las seis en punto para correr a tender la ropa. Le afecta el desprecio de su familia por no obligarme a faltar a los congresos científicos internacionales. No tiene fuerzas para luchar contra tanto pensamiento establecido, ni  contra lo que debe ser la vida en común. Así es que espero que cualquier día me pida el divorcio, a pesar de lo que nos queremos y nos necesitamos, e intuyo desesperada también que cada uno de los dos acabaremos solos, descuidando las labores domésticas incluso mucho más que ahora.

Se marchará de casa, como casi todos nuestros varones conocidos, y será libre para hacer lo que le dé la gana. Aunque no era eso lo que pretendíamos. No envejeceremos en compañía, como mis padres y los suyos, y yo no podré seguir agradeciéndole su paciencia diaria con mis horarios y mi mal genio. No puede seguir tirando de la cuerda. Se está cansando de luchar y de esforzarse. Yo lo comprendo. Ernesto no es un heroico personaje de leyenda.

Puede comerse el mundo en su empleo, pero no va a seguir tragando nuestra dura relación, en la que él tiene que hacerse cargo del frigorífico, del control de las cuentas bancarias, de los recados...

Se enfrenta a la guerra diaria de los contratos cumplidos e incumplidos en su empresa de gas, pero sospecho que va a dejar de pelearse con los platos sucios y la cantidad de frentes abiertos que trae consigo la vida en pareja. No puedo seguir pidiendo peras al olmo. A él no le educaron en la entrega absoluta al cónyuge ni en la limpieza del piso como valor prioritario. Sé lo que me juego, pero apenas puedo parar mi ritmo.

Mañana viajo de nuevo a Holanda. Se lo he dicho esta mañana, y creo que me va a dar un ultimátum en esta nota que me encuentro escrita en la mesa de la cocina. Yo también estoy cansada de llorar por nosotros. Lo hago mientras conduzco y preparo las maletas, siempre que tengo un minuto libre. Ernesto es mi única tabla de salvación para no perder la esencia de la vida, pero pido demasiado a un hombre.

Leo la nota con miedo y estupor. Esto sí que es una sorpresa y un punto de inflexión. Tal vez esté confundida con respecto a la capacidad de evolución y desarrollo de la especie humana. La nota es grande, con buena letra, escrita en rojo por Ernesto.

Dice, con naturalidad, simplemente: «Viajaré contigo mañana. Siempre viajaré contigo».


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