Fernando Fiestas, poemas

A Carlos de Pablo, artífice de la Plaza del Descubrimiento

A todos mis amigos

les enseño su plaza

-famosísima plaza-

donde lo hizo todo:

madrugar antes que los gallos, 

padecer frío gélido

y calor asfixiante sin pestañear,

 

no ver a sus queridos hijos.

 

Asumir que su nombre no aparece

en ningún capitel

por ser el hacedor de lo imposible

sin pedir nada,

estoico como un sísifo

devorador de piedras,

príncipe de su historia.

 

Un héroe anónimo,

hermano de esos dioses

que se quedan sin alas

por parecer normales.

 

Un habitante más

para quienes ignoran

sus aventuras.


Iniciación

Con la estatura de este tiempo

tan familiar

y de puntillas.

 

Siendo el inevitable prisionero

de la piel de tu nuca.

 

Esperando segar el aire

y dividirlo en dos.

 

Y compartirlo. 

 

Antes de cada verso

Para que haya lugar

el reencuentro

con los gozos antiguos

es preciso perderse

en lo que se ama.

 

Por eso paseamos:

para pensar,

para escribir en verso

sobre las hojas blancas de la mente.

 

Es verdad que la tinta

se parece a la sangre

cuando se escribe,

 

y si el poema

llega al fondo de cuanto deseamos

sabremos el olor,

la forma,

 

la idea de lo inefable.

 

(Así pude notar en cada lluvia

cómo se transparentan las palabras)

 

Dicen que los jardines

son los mejores sitios

para inspirarse,

 

siempre abiertos al mundo,

 

a los colores,

al misterio visible de la luz.

 

Traen tantos recuerdos

tendidos al levante,

como ropa recién lavada al sol,

 

casi como vestir

la noche

de un naranja imposible,

 

como si nada hubiese sucedido

incluso con los versos

que no se escriben.

 

La apariencia es el dorso

de lo que nos callamos,

poemas escondidos como insectos

temblorosos,

a la altura del brote de las ramas,

mientras otra raíz

busca darles alcance.

 

Como si continuara paseando

la mente en el desnudo del papel

 

al sentarnos de nuevo.


La residencia

Vueltos a su niñez intransferible,

son como los sarmientos del pasado,

silenciosos

y sin comunicarse,

hombres, mujeres, con sonrisas tercas

unos, y gestos graves otros;

algunos ya en un sueño sin modorra,

unidos sin estarlo

ante la impersonal entrada

de la fría pensión común.

 

Sentados, impertérritos y mudos,

con sus pasados hondos

en íntimos enigmas;

si pudiera asomarme a sus historias,

¡cuántas lecciones, cuánta sabiduría

para mi catadura de experiencias!

 

Pero nadie se acerca a visitarles,

son como vidas rotas,

como niños perdidos en un bosque

de orfandades terribles,

y mi padre, mi pobre padre,

a quien debo mi adolescencia,

juventud y vejez

de la que no será testigo,

sigue sin esperanza posible,

penado por el tiempo inexorable,

como otro alguien que espera

sin esperar.

 

La rutina no cesa en la gris residencia:

levantarse, bajar, desayunar,

ver transcurrir las horas sin sentirlas,

comer, dormir, y ser despertados

por el robot-micrófono que nunca

se compadece –feo y negro,

como el horrible aceite de ricino

de sus infancias-,

cenar, ver la caída de las tardes

con olor a sus muertes.

 

Así, noches tras días,

primaveras, veranos,

otoños e inviernos,

hasta que unas doradas travesuras

con forma de aleteos nunca vistos

rompen las cristaleras de sus seres.

Alguien con bata blanca toma el pulso,

y rubrica sin darse cuenta

de su liberación,

del arrepentimiento desde sus más queridos,

de la nueva rutina

dequien con otro nombre –y sus historias-

tomará su lugar.


“Y todo su secreto se esparció tras la luz”

(Milagro de la curación de Effetha por Cristo. Diálogo en dos sonetos)


“… y mirando al cielo, suspiró, y dijo:

Effetha- que significa: “Ábrete” (…)

 

Al instante se le abrieron los oídos, quedó suelta la atadura de su lengua y empezó a hablar”

San Marcos (7, 31-37)

 

Effetha dice:

Cuéntame cómo cantan los jilgueros,

cómo suenan las aguas de la fuente,

no lo calles y dime, pon tu mente

en seguirme por estos derroteros

 

que no elegí, llegué por mis esmeros

después de tanta lucha consecuente

a escribir como tú, con la valiente

porfía de quien cree en sus rimeros.

 

No sé lo que es oír, nunca lo supe:

descríbeme el rumor del viento rojo,

el batir de las alas de las flechas,

 

de todo cuanto sientas y te ocupe,

de cuanto se te escape en dulce arrojo

para no ser yo preso de sospechas.

 

Jesús responde:

Buen Effetha, milagro es poseer

esta fe necesaria que redime

y no deja que el mal que nos oprime

aporte sinsentido a nuestro ser.

 

Oír lleva su tiempo como ver,

como tocar, la música es sublime

hasta el mínimo acorde si redime

a las almas inquietas; has de ver

 

que las cosas son de este modo, pías,

calmas, y has de olvidar que proclamaste

sospechas con lo que no percibías

 

y notaban los otros; me buscaste

y te entrego mi luz, mis energías

               como hago, pues de mí nunca dudaste.


Jasón

Así la luna con su blanco mármol

dejó señales sobre la textura

delicada en el rostro complacido

del joven de perfil y suave vello.

 

A medio levantar mostró su brazo

con la piel de carnero suspendida;

mas por desear ser escultor griego,

quiso eludir el oro para su obra.

 

Jasón siempre es posible como acorde,

y en nuestros pensamientos no sorprende

encontrarlo en la calle de improviso.

 

Acaso de seguir nuestras costumbres

crucemos helespontos cotidianos

con contenido gesto como estatuas. 


TUS CABELLOS ONDEAN mi memoria

con su huella rubia escrita en tu dulzura,

la que evoco con síntomas de gloria

que van del cielo a nuestra sepultura.

 

Tus manos resucitan nuestra historia

cuando nos enlazamos con ternura,

tus labios me acarician con la euforia

de quien vuela inconforme en su aventura.

 

Para encontrarnos, tantas cosas vimos

que nos hicieron ser quienes soñamos,

como si nuestro mundo fuera un juego.

 

Juego de circunstancias que vivimos

cada día de urgencia que afrontamos

por lucir del amor su heroico fuego. 


PARA ESCRIBIR me apremio a olvidarme

de mí mismo a la vez que sigo siendo

quien imagino, quien me persevera,

sello que me inscribieron con mi nombre.

 

Para escribir asumo los pasados

como ramas que dieron forma al yo

que no rogué y disfruto cada día,

sombra que crece al son de mi heredad.

 

Los versos me reclaman y los sigo,

así como la voz que me distingue

cuanto quise decir y me confirma.

 

Esa flor de poemas con su cáliz

que se va abriendo mientras enumero

pasos, aves, arenas, labios, horas.


¿DESDE CUÁNDO LOS VERSOS nos escriben

a la medida de lo que sentimos

cada instante?¿Por qué nos desvivimos

por las palabras dulces que describen

 

lo que añoramos? ¿Qué es la poesía?

¿Acaso embellecer lo incomprensible

de la vida?¿Sufrir lo indescriptible

por encontrar a Dios todos los días?

 

No hay nada como hilar con nuestras manos

las nubes sin movernos del estudio,

nada como el silencio blanco y terso

 

para unirnos en trance como hermanos,

nada como evitar cualquier repudio

por bruñirnos la voz en cada verso.


A VECES CALLO VERSOS de esperanza

ante el triste sigilo de los sabios,

y devoro palabras en mis labios

cuando busco insistir en la templanza.

 

A veces sigo fiel a la añoranza

de ofrecerme a sus gestos sin resabios;

con sus preces olvido los agravios

y me espiritualizo sin tardanza.

 

Conozco el infortunio de las horas

ante estos claros dioses de madera,

la fiel adoración a las doloras

 

al compás de la luz de la vidriera

y las voces, sus lumbres tentadoras

que claman por mi vuelta a ser quien era. 


Acaso tras la vida

A Fermín Fernández Belloso, In Memoriam

Mi buen amigo,
sé que no oirás los versos para ti,
sé que ya no verás las cosas bellas
de la vida que tanto nos conmueven,
ya no sabrás lo mucho que celebrábamos
tu presencia en las ceremonias
que buscaban dar luz a la luz de la poesía.

Ya no te mecerá la costumbre
en su rutina fiel,
ya no despertarás
para comprar el pan como cada día,
ya no sorprenderás a las nubes
con tus versos amantes e instruidos,
ahora
huérfanos de tu voz.

Los recuerdos entonan tus palabras
inmortales en ti,
por siempre durarán escritas,
en alianza común con la desazón
de saber que te fuiste
sin darte cuenta, como si la muerte,
de la que nunca hablabas, no existiera.

Ya no contemplaremos con sorpresa
los hermosos versículos
que nos dejaron quienes llamábamos maestros
ni me guiará tu sol de consumado sabio
sobre la oscuridad de mis dudas.

Ya no disfrutaremos de la esperanza
de unos nuevos encuentros;
el sino nos segó tu quehacer
de poeta hortelano,
y para siempre quedará
la sonrisa de tu luz,
el vuelo juvenil que mora en tus libros.

Un soplo de ternura me persigue desde entonces,
acaso convicción:
cuando un poeta muere,
un hontanar de versos golpea las ventanas
con la furia de los desamparados. 


El sacramento diario

Porque todo misterio se resuelve
jugando con el agua,
sin la necesidad de vertirse de árbol
ni de verse junto a un río.

Porque todos los pueblos
que imaginé
con los ojos cerrados –mientras dormía-
se funden con el líquido de la ducha
para no regresar 
al cuerpo 
hasta el siguiente sueño. 

Supongo que depende del silencio
detrás del surtidor,
sobredimensionarnos como dioses
en esta pulcritud 
que tienen las camisas
recién planchadas,
lo que nos bastaría para encumbrarnos
sin corona.

Son los minutos en que el tiempo calla
en los relojes
porque quedaron lejos 
de los sentidos. 

La soledad que nunca se comparte.

Tan solo ese desnudo
en pleno rito
de parecerse a estatuas,
este rostro mojado
con ansia de noticias, 
la piel con el jabón
por la dulzura suave 
de las esponjas. 

Cabe asomarnos por si hiciera frío
después de todo.

No se puede empezar el día
sin pureza. 


Divertimento

En clase,
una niña de piel translúcida
me regaló un dibujo
hecho con sus miradas.

No eran sus ojos,
sino pequeños saltos
entre posturas
donde cada pestaña
traía su expresión.

Un rectángulo blanco
y todos los poemas invisibles
trazados a plumilla.

Desde entonces soy otro
y escucho los silencios
a su sutil manera. 


¿Es felicidad tenerlo todo y no poder hacer lo que hacen los demás?

Te perfumabas antes de acostarte,
-de trenzas el cabello y rímel en los ojos-
extendías la seda
sobre tu desnudez y besabas
los labios del chacal de porcelana.
Eres la reina
pero nunca quisiste serlo,
soñabas parecerte a aquella niña plebeya
de la choza del río.
Sabes que en el desierto
es imposible ver escarabajos
y tuviste que hablar con Dios
para creer más en ti,
en tus visiones místicas.
Sabes que cada alrededor te purifica,
acaso esos jardines sin final
del que alguna semana
hablarán en museos y academias.
En palacio se cuenta que las risas se miden
como los números
y nadie encontrará modo de retratarte
para que te conviertas en suceso.


Por más que te empecines,
nadie tendrá la misma distancia
entre las comisuras de los labios;
quizás una corteza del árbol de la vida
te sirva como máscara
ante el túmulo fértil
restituido en cenizas.


Cuando falten tus alas

Incluso soy distinto de mi vida.

Apenas alguien
que resbala por cuerpos
hasta recuperar
lo que he dejado.

         Todo para marcharme
         y no volver;
mas prefiero no hablar sobre mis años
aunque sean hermosos.

Con el trozo de luz que solía regalarte
tras las mudanzas
te iba
desconociendo.

¿O es que ya no te acuerdas
de que cada ciudad tiene su sol,
cada esquina su nido de vislumbres?

No basta con las plazas
cada vez más redondas.

Ni con los árboles
cada vez más silvestres.

Aunque tu cuerpo desproporcionado
y transparente
ocupe mis zozobras,
yo soy los faros que representabas
en tus dibujos,
los que envuelven con forma
de sonrisa sin miedo
las terrazas desiertas.

Siempre supiste lo que deseabas,
ese cielo sumiso
para tus labios.

Yo no he necesitado
nada para ser libre,
ni siquiera mi piel.

         Y luego la memoria,
como un amante
que te deja promesas
rotas entre las sábanas.

Es esa soledad
que engrandece las cosas,
un silencio profundo, muy profundo,
lo consistente de todo perfil
para un panorama delicado
sin la firma de un dios.

Todo para marcharme
y no volver.

Hallar en otro sitio la pureza
que se evapora
después de contemplarnos
discretamente;

la esencia de los viajes
cuando faltan tus alas.


Las semillas en la mano

Lo que sucede tras reunir
las primeras semillas:
el estupor de verlas deslizarse
con el tacto del polen
entre los dedos,
su gracia original.

Sentirlos nueva música
con su calor de fe
en sensaciones tibias,
como todos los duendes inconclusos.

Son los momentos
de la respiración que se contiene,
trances irrepetibles
de los granos que luchan entre sí,
porque cualquiera puede
transformar el paisaje.

Con la conciencia
de los instantes únicos
y no dejarlos escapar.

Tenerlos siempre vivos,
presentes.

El calor de costumbre
que nos hace personas.

El hilo que no importa a nadie
de los recuerdos.


Fernando Fiestas es miembro de honor de la Unión Nacional de Escritores de España.