Teresa Álvarez Olías |
Relato de María Teresa Álvarez
de Olías, miembro en Madrid de la Unión Nacional de Escritores de España
Farah Hoffmann miró a través de
los visillos de la ventana. Blancos, bordados, colgando a diez centímetros
sobre el alféizar. Qué duramente amanecía en Berlín en los últimos años. Hacía
tantos días que no veía a Florian, y tantas semanas que se llevaron a sus
padres por el camino de la
Hauptbahnhof hacia
un destino desconocido, que su depósito de lágrimas estaba seco. Buscó un
mendrugo de pan moreno dentro del armario de la cocina, sabiendo que en la casa
sólo quedaban azúcar y fideos. Hirvió agua para calentar el cuerpo y el alma
con una sopa.
Farah había escapado tres veces
por los pelos a las llamadas de los nazis a su puerta. La primera estaba
trabajando en el taller, y se demoró con la máquina de coser casi una hora.
Cuando llegó a casa, encontró a su padre mesándose el cabello, con las gafas
sobre la mesa y la desesperación en el rostro. Su madre, sentada enfrente, lo
miraba destrozada también. Se habían presentado media hora antes, en el zaguán,
tres jóvenes del partido en el poder para hacerles saber que acababan de
prohibir a los judíos desempeñar profesiones liberales. Matthias, su padre,
ejercía la abogacía desde hacía más de veinte años en su prestigioso bufete de
Friedrichstraße. Atendía todo tipo de causas civiles y mercantiles.
Sus clientes eran gente
corriente, burgueses también, claro, alguna condesa con problemas de herencia,
polacos recién llegados a trabajar en las fábricas de los suburbios, con
problemas laborales, funcionarios en apuros... Su preciosa casa de recias
paredes, comprada al precio de los años veinte y su flamante coche nuevo,
aparcado bajo los ventanales del salón, constituían todo su capital. Un capital
que perderían con rapidez si no se le permitía ejercer su profesión. Había
estudiado la carrera de Derecho en Leipzig, de donde procedía, convenciendo a
su familia de que le pagaran los estudios en vez de trabajar todo el día en la
tienda de fruta y comestibles que padres e hijos poseían en el casco viejo de
la ciudad.
Matthias fue el primero de su
familia en buscar un medio de subsistencia distinto del comercial, y en seguida
comenzó a ganarse la vida, compaginando la redacción de artículos en dos
periódicos locales con el trabajo de pasante en un famoso despacho de abogados.
En la universidad conoció a otros muchos judíos. Ninguno pobre, por supuesto,
que estudiaban Filosofía, Historia, alguna carrera técnica...
Incluso había mujeres judías
cursando Filología, una novedad demasiado fuerte para aquellos tiempos. Farah y
su madre empezaron a coser como desesperadas a partir de ese día en que el
padre se vio obligado a mendigar empleo a sus vecinos, sin ningún resultado,
tras serle requisado el cómodo automóvil Austin, comprado años antes al
contado. Nadie quería dar trabajo a los judíos, amparándose en las normas, en
las habladurías, en los bandos colocados en las calles, incitando a los buenos
alemanes a no tratarse con los hijos de Abraham.
Los Hoffmann se preguntaban
quién podría ser más alemán que ellos, asentados por ambas ramas familiares en
su adorada nación desde mil cuatrocientos noventa y tres, según habían
trasmitido de padres a hijos durante generaciones, procedentes de Holanda, a
donde habían llegado desde Castilla, expulsados por el decreto de la reina
Isabel la Católica. Qué
vecinos no judíos podrían remontarse tan atrás en su asentamiento en suelo
patrio. Además, si la señora Hoffmann era pelirroja y clara de tez, no tanto
como su marido, su hija Farah era casi albina, contando con una mata de rizos
dorados como espigas sujetos por la redecilla.
La segunda vez Farah vio desde
lejos la fila de gente perdiéndose calle arriba, custodiada por los militares
de uniforme negro y armas desenfundadas. Corrió como loca hasta su casa, donde
todo lo encontró revuelto y vacío. Los vecinos le indicaron con gestos y medias
palabras la hilera de personas escoltadas por los militares, donde caminaban
sus padres. El miedo entraba por los pasillos de las viviendas y enturbiaba las
plazas con su polvo atroz de impotencia negra. No supo nunca cómo pudo resistir
la soledad y el desconocimiento del paradero de los suyos.
Al principio con el apoyo de
Florian, su novio, con quien se citaba en la entrada del parque, mezclando la
alegría de estar juntos unos momentos con la tristeza de la oscura
incertidumbre sobre sus vidas. Desde el otoño anterior estaban obligados a
portar una estrella de David amarilla sobre los abrigos, declarando así
públicamente su condición de judíos.
Esa marca perenne humillaba a
Florian como una flecha clavada, y sus furtivos besos sabían a rabia contenida.
La tercera vez que la policía
militar entró en su calle buscando más judíos a quienes llevarse, Farah venía
de vender ropa de sus padres, sus relojes y algunos cuadros de la sala en el
mercado del centro, que los viernes ofrecía un muestrario de vidas cercenadas,
con todas sus íntimas pertenencias puestas a la venta. Corrió a casa de su
novio, pero nadie abrió, ni él ni su abuela, ni su hermana... La puerta estaba
mal cerrada y pudo traspasarla con algún esfuerzo. Se llevó las manos a la boca
para no gritar.
Una
maleta rota exhibía un equipaje abandonado y decenas de libros yacían
amontonados, tirados, arrancados de sus estanterías. Farah apenas había pisado
aquel umbral, pero sintió como suyo el agravio de los volúmenes pisoteados y
las sillas destrozadas. Esos jóvenes fascistas tan creyentes en Hitler odiaban
la literatura universal, no sólo los libros religiosos hebreos. Recordaba las
palabras de su padre sobre la quema de libros de Bebelplatz el año treinta y
tres, y las hogueras sucesivas en otras plazas de la ciudad, noticia que la
radio difundió en el parte de la noche. Aunque ella era muy pequeña entonces,
se le quedó gravado en la memoria el horror de su padre y su indignada
estupefacción. Quizá aquel día empezó todo.
Subió a las habitaciones y
encontró la de los niños, la que Florian compartía con sus sobrinos. Había una
nota bajo la lámpara de la mesilla. Casi no reparó en ella, pero buscaba con
ansia alguna pertenencia de su novio y acabó leyéndola. «Volveré. Te quiero.
F». Era la letra de él y su corazón lo sabía. Desde entonces, había intentado
sobrevivir con la soledad y ese trozo de papel bajo el cristal de la mesa, para
no deshacerlo con lágrimas ni con el sudor de sus manos.
Se los iban llevando a todos. A
campos de trabajo, había oído. A los viejos, a los adultos y a los niños. A los
nazis les molestaban para vivir las familias judías, al parecer. Recordaba cómo
su madre había hablado un día, durante la cena, de emigrar a América o a
Italia, quizá a la lejana Australia, donde había marchado una prima suya. Su
padre ni siquiera había querido seguir con la conversación.
Él adoraba Berlín, sus museos
de antigüedades universales, sus bibliotecas, sus simpáticas gentes, su
incesante tráfico de bicicletas, sus atestados tranvías, la lluvia
inclemente... Y Farah adoraba Berlín y a su apuesto novio, con el que se veía
desde las fiestas religiosas de Pascua de tres años antes. Jamás desearía estar
en una ciudad donde él no estuviera. Así que no volvieron a pensar en emigrar,
como sí les constaba que estaban haciéndolo numerosas familias amigas. Lo
comentaban en la sinagoga los sábados, y luego, cuando se cerraron las
sinagogas, en las casas donde se reunían a practicar la liturgia a escondidas,
alrededor del menorá, el candelabro de siete brazos.
Últimamente, era impensable
comprar un billete de tren que la llevara a ella o a cualquier otra persona
judía a la costa, a la frontera, o a ninguna otra ciudad. Farah imaginaba a
veces escapar a Leipzig, tal vez en bicicleta, donde vivían parientes de su
padre y también de su madre, y a donde había ido cuando enterraron a su abuela,
en el cementerio del norte de la ciudad, tan largo, tan solitario, con la
piedra blanca de las lápidas tornándose negra por la humedad.
Pero rechazaba sus
pensamientos. Habría militares vigilando a las afueras de Berlín, en
Wittenberg, en Halle, en cada villa que tuviera que atravesar. Era judía, y
mujer, lo que duplicaba todos los peligros de avanzar sola por los caminos que
jamás había transitado. Su existencia había transcurrido en la capital, jugando
con las amigas de la calle, paseando con sus padres, asistiendo a la escuela.
No tenía armas, mal sabría defenderse. Además, si escapaba, no estaría en casa
cuando sus padres o Florian volvieran. Porque alguno, quizá todos regresaran,
cuando la maldita guerra se acabara.
En realidad, las humillaciones
a los judíos, públicas y constantes, habían empezado mucho antes que la guerra
misma, así que ya su capacidad de horror estaba rebasada. A su padre le había
dado tiempo de construir un refugio en el patio, aprovechando un pequeño
almacén de carbón y astillas junto a la casa, en la parte de atrás.
Allí acudía ella todas las
noches y las tardes, más horas cada día, cuando el aviso de obuses resonaba en
los oídos con su alarma letal. A veces, si era pronto, personas que pasaban
corriendo por su puerta, asustadas, lejos de sus viviendas, le hacían compañía
en el trance del sonido de las bombas y la metralla explotando, incendiando,
arrasando. Otras veces, si la alarma sonaba de madrugada, bajaba sola al
refugio, con la manta sobre la cabeza. Imposible dormir luego, o antes o
después. Una imaginaba los destrozos y anhelaba que las sirenas se alejaran
para siempre.
Las bombas del enemigo, las
bombas de los aliados, esas gentes que permitían subsistir a los judíos, que no
habían caído en la sinrazón de perseguir a ciudadanos y ciudadanas por el
simple hecho de pertenecer a una determinada etnia, pero que castigaban a la
población civil con mortíferas bombas.
Los aliados, condenando a morir
de hambre a los alemanes, impidiendo el tránsito de mercancías, quemando las
cosechas, paralizando el comercio y la industria. Así y todo, deseaba que
semejantes criminales, responsables de haber atacado la zona de los Museos, la
catedral protestante, el Reichstag, los barrios populares... entraran de una
vez en su devastado país. La radio hablaba de bombardeos en toda Alemania, no
sólo en Berlín. Dresde y Hannover estaban hechas pedazos, por mucho que el III Reich dulcificara las
noticias, ensalzando las conquistas de Hitler por todo el centro de Europa,
desde los Pirineos al Cáucaso. Qué querría ese hombre. El imposible de
conquistar el mundo entero, nación tras nación, e instalar como capital de ese
mundo a Germania.
Odiaba a los enfermos, a los
mentales especialmente, a los discapacitados, a los ancianos, a los gitanos,
decían que también a los homosexuales y, por supuesto, a los judíos.
Farah intentaba comprender las
razones económicas, estratégicas o militares que podía concebir el gobierno
central, el único existente ya, con su único partido de pensamiento único, para
expulsar de sus casas, para deportar a un porcentaje de población tan pequeño y
tan bien enseñado como era el hebreo. Era un sector que no representaba
almenaza alguna, que no empuñaba su religión como arma arrojadiza, que no se
jactaba de su tesón y buena suerte en el arte, la ciencia y el comercio, es
más, los barrios judíos se estaban abriendo en los últimos años. Cada vez había
más matrimonios mixtos, e incluso más judíos reconociéndose ateos o agnósticos,
y más jóvenes judíos ignorando el hebreo, pero hablando francés tan bien como
alemán, su idioma de cuna.
Farah no comprendía el mundo
que le había tocado vivir. Las enseñanzas paternas y maternas: las normas de
conducta, las costumbres religiosas, los sueños de formar una familia, sus
estudios de mecanografía y taquigrafía, todo estaba hecho añicos. No había
futuro y seguiría sin haberlo mientras tuviera que bajar al refugio. Tenía
miedo de morir, por eso bajaba, pero en más de una ocasión se hubiera
abandonado a la suerte. Sería mejor morir y no escuchar el fragor de la batalla
lejana, el silencio de las calles detrás de las razzias, el mutismo de las
viviendas sin niños, vacías todas, el miedo al paso de las tropas y al crujir
de sus botas relucientes, de sus estrellas y sus guerreras, manchadas de sangre
y traición.
Traidores eran los vecinos que
denunciaban, los chivatos que revelaban los escondites, los aprovechados que se
comían la despensa ajena a cambio de no delatar. Una amiga de la escuela le
había hecho confidencias a Farah, y eso que apenas nadie salía ni a su propio
patio.
Ella también era descendiente
de la colonia sefardí en Alemania, esa menguada descendencia que no quiso
viajar a Macedonia, a Portugal o a Turquía hacía cuatro siglos. Los niños y las
niñas aprendían judeo español al terminar las clases. El profesor era un
anciano venerable, que apenas cobraba algún marco por la difícil empresa de
enseñar la lengua franca a criaturas que apenas sabían situar Espanya en el
mapa, pero que se esforzaban por repetir canciones medievales, poesías y
leyendas de antepasados que también fueron obligados a dejar su tierra.
Su amiga Gertrude, de manera
insensata, estaba pensando en huir, pero no sola, lógicamente. Conocía a un
agregado en la embajada de España en Berlín, que se interesaba por los
sefardíes de manera especial. Era católico, diplomático, español. Se llamaba
José Ruiz Santaella, y organizaba salidas clandestinas del país, ayudado por su
propia esposa. Pero no era el único. En las embajadas internacionales, algunos
funcionarios se interesaban por la desgraciada suerte de los judíos, y exponían
sus vidas proponiendo pasaportes para ciudadanos judíos, que ya no tenían tal
consideración de ciudadanos en su propio país. Eran pocas las almas
caritativas, pero existían. En Sofía, en París, en Cracovia, en numerosas
ciudades extranjeras miembros de los cuerpos diplomáticos, con mucha mano
izquierda y no pocos sobornos, exponían sus propios bienes y seguridad ante el
temible III Reich, a cambio de facilitar la salida de judíos hacia otras
naciones.
Farah se preguntaba si el
trabajo en los campos nazis sería mejor que la huída a otro país. Hitler se
estaba apoderando del extranjero también. Sería más conveniente agachar la
cabeza, como habían hecho sus padres y Florian y seguir la fila hacia la
cárcel, hacia el trabajo en las fábricas del ejército. A veces llegaban cartas
de algunos campos, decían los vecinos. De hombres jóvenes que trabajaban a
destajo en ciudades del oeste. Cuando acabase la guerra, que sería el día menos
pasado, una vez que los barrios, los monumentos y todos los edificios
administrativos e históricos estuvieran tirados por el suelo, las cárceles
donde su novio y su familia estuvieran encerrados, tendrían que abrirse.
Quizá hubiera una amnistía para
los judíos. O para los judíos presos. Lo dudaba, sin embargo, al contemplar los
pasquines en las calles exhortando a los jóvenes a formar familias
exclusivamente arias, con muchos hijos rubios, cristianos todos.
Le había dado a Gertrude falsas
esperanzas de intentar huir con ella. Farah prefería no moverse, en realidad.
El miedo a morir si los descubrían era insoportable, más que las bombas y el
hambre. Alimentaba la cocina con astillas de los pocos muebles que le quedaban
en casa, pero en cuanto entrara el invierno todo sería peor. Estaba acabando
con el mobiliario.
Esa tarde no tuvo la suerte de
otras veces, aunque su corazón razonó que quizá encontrase a Florian y a sus
padres en el campo de trabajo en que estuvieran. Los militares le señalaron el
camino a punta de fusil. Estaba en el patio, recortando las plantas. No le
dieron tiempo a recoger nada. Otros vecinos se situaban ya en la fila.
Obligaban a culatazos a callarse a la gente. Tenía tanta hambre que pensó que,
aunque presa, comería en el tren donde decían que iban a llevarlos.
Caminando en silencio, recordó
que había dejado abierta su casa. Pensó con tristeza en la historia de su
familia. Sus antepasados, en Toledo, quinientos años antes, pudieron llevarse
la llave de la puerta entre sus ropas, y hasta un poco de equipaje y algo de
pan. Tuvieron un tiempo mínimo para planear la huida y la posibilidad de elegir
destino.
Y marcharon juntos, los padres
con los hijos. Los novios, prometidos; los bebés, en el capazo. Se hizo la
fuerte mirando hacia delante. Pronto comprendería. Detrás sólo quedaba la
miseria, el mundo de antes hecho pedazos, las sombras desperdigadas.
Hacía frío en Berlín, mucho
frío en el invierno de mil novecientos cuarenta y cuatro.