El águila negra

Emilio Sánchez
Relato de Emilio Sánchez, miembro de la Unión Nacional de Escritores, inspirado en un hecho ocurrido en Melilla

Desde luego, la mañana de aquel doce de octubre parecía de encargo. Un cielo totalmente despejado, sin una pizca de bruma, ni siquiera un minúsculo hilillo nuboso que emborronara su azul, junto a la ausencia del molesto viento, permitía al sol expandir sus caloríficos rayos otoñales para dar a la ciudad la temperatura ideal, la mejor que se pudiera desear en día tan señalado de los años 70. Parecía como si todos lo elementos de la climatología hubieran querido contribuir al lucimiento de tan magna festividad que, como en el resto de España, se celebraba en Melilla, la Virgen del Pilar. La gente, animada por tan feliz circunstancia, se había engalanado y desde muy temprano acudía a las iglesias o paseaba por las calles del centro para, de paso una gran mayoría,  acercarse al Mantelete donde tendrían lugar los actos con los que la Guardia Civil conmemoraba su patrona. Desde muy temprana hora, una numerosa compañía de la Benemérita, en uniforme de gala, azul oscuro, con cuello, vueltas y bocamangas grana;  correajes y hombreras de color amarillo al igual que los ribetes del tricornio, se encontraba marcialmente formada a las puertas del edificio de la 252 Comandancia, ocupando casi toda la calle Duque de Almodóvar, desde muy cerca de la iglesia Castrense hasta las mismas puertas de la Comisaría de Policía. Al frente, un bloque de pisos militares y, entre éste y las murallas, los bazares que, a pesar de ser día feriado, se encontraban abiertos para dar la oportunidad a los numerosos peninsulares, venidos a visitar a sus soldaditos, de comprar los deseados productos de importación que no podían encontrar en sus lugares de procedencia. Mas a pesar de las muchas personas que pululaban por la zona no podía decirse que hubiera excesivo ruido; un respetuoso cuchicheo presidía las conversaciones y las transacciones comerciales para no molestar las órdenes del mando.

-Atentooosss, firrr.....inddd.

La orden del teniente quiso retumbar en las paredes de los edificios fronteros pero rápidamente quedó ahogada por el trueno que le siguió con el acompasado golpeteo de las manos y botas de los guardias al adoptar la posición.

-Media vuelta...arrr. Preseeenteen...armas. Descansen... indd.
           
Por unos minutos los hizo evolucionar con distintas órdenes para   comprobar la perfección de sus movimientos hasta que, satisfecho, mandó descanso.

-Todos formados y sin novedad, ni capitáninformó entonces a su superior con un saludo muy marcial, taconazo bien sonoro incluido.
     
Éste, tras corresponder al saludo de su subordinado, dio media vuelta y penetró en el edificio de la Comandancia a notificar al comandante, jefe de la misma, que la tropa estaba preparada para recibir la inspección de la primera autoridad, el general, Delegado del Gobierno y Comandante General de la plaza. 

-¡Bien! Que el guardia de la centralita llame a la Comandancia y que le informen.

-A la orden, mi comandante.
   
El capitán se giró, vio al cabo primero de la cantina, que se encontraba cerca por si a algún mando se le antojaba un cafetito,  y le endosó la comisión para volver inmediatamente junto al mandamás no fuera que el otro capitán, que se había quedado haciéndole la corte, le comiera terreno en el interín. 
    
El cabo no tardó ni cinco minutos en regresar y, para no perder protagonismo, se colocó en posición de firmes delante de los mandos. El capitán, para no adelantarse al jefe, se limitó a interrogarlo con la mirada. Fue suficiente.

-Mi comandante, acaban de informar de la comandancia general que el ilustrísimo señor Comandante General se dispone a salir.

-¡Bien! Que la gente se prepare.
      
-Y el capitán salió, transmitió la orden al teniente, éste lo hizo con los sargentos de cada pelotón y con el de la banda de música y así, aún permaneciendo en posición de descanso, toda la formación se preparó para que nada pudiese fallar. Y entonces ocurrió: 

-¡Firrrr...jimmmm!
     
Una potente voz, algo ronca, como suelen tener quienes acostumbran a mandar la instrucción, o a frecuentar la cantina, atronó la calle. Los guardias respondieron como un sólo hombre y se cuadraron,  y la banda se arrancó con la Marcha de Infantes: Ya viene el pájaro, ya viene el pájaro, ya viene el pájaro, tenia que llegar.
    
-Todo apuntaba a la inminente llegada del general y se creó la máxima expectación, no ya entre los miembros de la Guardia Civil, que permanecían clavados como juncos, sino entre todos los visitantes y curiosos que casi abarrotaban el barrio. Por eso, todas las miradas se giraron hacia el principio de la calle, hacia la Plaza de España, por donde había de aparecer la comitiva. Un minuto, dos, tres...¡nada!

-El capitán, sin moverse por si acaso, interrogó con los ojos, casi saliéndosele de sus orbitas, al teniente y éste, pálido como la cera se encogía de hombros y se esforzaba por explicarle con mímica que no había sido él quien había mandado firmes.

¿Entonces quién?, inquirió el capitán, siguiendo con la mímica, y el otro, por el mismo medio, le responde que ni idea. Los guardias, también mosqueados, empezaron a perder la compostura y a mirar en todas direcciones buscando al culpable.

Unas risotadas vinieron a sacarlos de dudas. Era la misma voz y procedía de detrás de la formación, de la esquina de la tienda Toshiba que conducía a la estación de autobuses, al foso del Hornabeque, como también a la alcazaba. Hacia ella convergieron muchas miradas y allí lo encontraron, con su boca traspellada llena de risa, al Aguila Negra, con una barba de no menos diez días, más cicatrices que un bucanero de las Galápagos y media botella de vino barato en el bolsillo derecho de su maltratada guerrera. 

El hombre, con aquel curioso apelativo, infundía un miedo atroz a los zagales, a las señoras e incluso a más de un tendero, cuyo establecimiento visitara, pues las historias que se contaban de él verdaderamente podían ser espeluznantes. Se decía que lo habían echado del Tercio por su pertinaz indisciplina, aunque algunos iban más lejos y le achacaban el haber degollado a unos compañeros, otros el haber dado una paliza a un capitán, y hasta los había que le acusaban de haber entrado en un poblado moro y haber matado a unas pobres niñas. También se rumoreaba que se jactaba en privado de estos y otros muchos horrendos crímenes pero que nunca se había logrado que se confesara autor de ninguno de ellos. Y su leyenda continuaba diciendo que, a pesar de haber estado no se sabe cuanto tiempo en los calabozos y en el pelotón de castigo y haber sufrido los más crueles métodos legionarios, tales como que le cargaran con sacos terreros a la espalda, atados con alambre, mientras le obligaban a cavar zanjas o a correr largos trayectos, él, en vez de suplicar perdón o mostrar arrepentimiento, se reía de quienes le aplicaban los castigos, les decía que no podrían vencer su resistencia porque era mucho más macho y fiero que todos ellos juntos y terminaba por insultarlos con tan denigrantes epítetos, que por respeto a los lectores no me permito transcribir. Pero...en fin, ya se sabe lo que son los rumores; a medida que pasan de boca y en boca, van creciendo y al final nadie sabe qué es cierto o qué invención. Desde luego, todo aquel runrún acumulado había hecho del tal Aguila Negra algo muy conveniente para asustar a los niños, vamos, que lo habían elevado a la categoría del Hombre del Saco o del Coco, aunque lógicamente había gente que no creía para nada las historias circulantes, si bien, al final, todos venían a coincidir en que si lo habían expulsado de la Legión... por algo sería; algo muy grave tendría que haber cometido, pues de otro modo... ¿cómo podría ser, si en la Legión cabía de todo? Lo que era evidente y demostrable era que hacía tiempo que vivía en los cortados de la Alcazaba, al mismo borde del mar, donde se había acondicionado una cueva a la que llamaba su “chabolo” y a la que no dejaba acercarse a nadie. De eso doy fe: Los cortados eran su feudo y quien se atreviera a acercarse por sus contornos podría acabar apedreado, apaleado o, incluso, flotando sobre las olas, o al menos esto último es lo que decía su mala fama que, además, lo tildaba de loco peligroso, monstruo y no cuantas cosas más.

El hecho cierto es que, quieras que no, a todos causaba, si no temor, sí un cierto reparo y, en ese todos, incluyo a los miembros de la Guardia Civil y de la Policía. A su cueva nadie se atrevía a ir como no fuera en patrulla; te exponías a que te armara la bronca, a que te apedreara o, si te ponías a mano, te hostiara. Sí, luego podrías denunciarlo, que lo metieran en el calabozo, que recibiera una samanta de palos...pero a ti nadie te iba a quitar la que hubieras recibido... no entraba en el sueldo, así que, si la cosa no era muy grave, lo mejor era... “pelillos a la mar”.     

Uno de los guardias de los formados más próximos a la esquina susodicha no se pudo contener:

-El Aguila Negra, mi teniente, ha sido él.
 
Fue suficiente para que los despistados que aún no habían advertido su presencia se giraran y ya la formación pareciera más una verbena que parada militar. Para colmo, en aquel cúmulo de despropósitos, el teniente no se pudo contener y corrió hacia el capitán, olvidándose de saludos, taconazos y demás  composturas.

-Mi capitán, ha sido ese cabronazo del Águila Negra. Ahí está riéndose el muy hijo... ¿Qué hacemos?
El capitán rojo como la grana:

-¿Que qué hacemos? ¡Al talego... y rápido!

Y dejó al teniente con las correspondientes excusas y prevenciones en la boca porque se giró para entrar en la comandancia a informar, precisamente en el momento en que el comandante salía. El otro capitán, avispado él, ya se había encargado de ponerlo al corriente de todo lo que sucedía.

-Mi comandante, el autor de este desaguisado ha sido el Águila Negra, que ha...en fin, ya he mandado que lo detengan.

El comandante estaba harto de saber que detener al Águila Negra era armar la “marimorena” y puso una cara que “pa los escritos”.

¡Que lo detengan! ¡Tú estás tonto! ¿Qué quieres que nos arme el expolio ahora... precisamente ahora que viene el Comandante General.

El capitán más cortado que un café con leche de tres semanas se cuadró y esperó lo peor.  Su jefe continuó:

¡Vamos, rápido, qué lo echen, pero...ojo...con discreción, sin ruido!  - y bajando la voz- Y si es preciso... que le den un par de botellas de vino para que se las beba a nuestra salud, pero...eso, calladito, en su cueva.

No hizo falta. Cuando una pareja acudió a la esquina, él ya había tomado la calle y caminaba zigzagueante por donde el túnel del Hornabeque rumbo a la carretera de la alcazaba y a su “chabolo”, mientras canturreaba soy el novio de la muerte o algo parecido, pero, al ver a dos de uniforme que desde lejos le observaban, tuvo a bien interrumpir su canto para despedirse con sus acostumbrados piropos y una amable invitación:

-Cabrones, me vais a comer la...

Emilio Sánchez, enero de 2013