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Adelaida Díaz Gálvez |
El Otoño estaba perezoso,
le costaba llegar.
El sol se sentía dueño de todo lugar, las estrellas no se dejaban besar.
La lluvia detrás de las
nubes no se querían asomar.
La tierra estaba tan
cambiada, arrasada, desabitada, no había gigantescos árboles pues el fuego se
los llevó.
En ellos no se cobijaban los juguetones animales, ya apenas ni las mariposas y otros voladores que derraman miel sin cesar.
Las golondrinas no
encontraban donde reposar y las tortugas no salían de sus conchas.
Todo estaba melancólico,
como el poeta que paseaba por esos perpetuos lugares de años atrás, de
enamorados pensativos, todo estaba perdido.
El sol ardiente se
reafirmaba más y más.
Pero una calurosa noche la luna salió y con los
luceros descorrió la gasa de las nubes.
Y volcaron las lluvias y
los suaves vientos.
Que apacible quedó todo,
de los pequeños surcos nacieron los riachuelos, las ranas despertaron a los
inquietos pájaros, algunas ardillas llamaron a los conejos y demás amigos que
escondidos estaban.
Llego el Otoño con su
traje multicolor, con lágrimas en los ojos de ver cómo los hombres trataba su
reino.
Decidí recorrer la ciudad,
divisé las estatuas ¡que guapas estaban tras las lluvias! hablé con el poeta de
la glorieta cercana, me sentí trovador.
Escuche el canto de la
juventud que las calles inundaban.
Sonreí ante una pintada
sobre una pared que decía: Si el amor se contara como el dinero necesitaría
un millón de años para contar lo mucho que te quiero.
Otoño, como te siento, me
gusta recordar, me abrazo a tu soledad, descubro la poesía.
Percibo los sonidos de la
naturaleza, adoro las lluvias que los cielos me traen.
Adelaida Díaz Gálvez