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Gaspar González Pina |
Hace
breves días circulaba en mi vehículo por una carretera de la Región de Murcia
cuando empezó a llover intensamente.
Caía
con tanta fuerza que tuve que improvisar mi salida del asfalto ante la escasa
visibilidad del mismo. Con gran acierto elegí un camino ascendente que me
llevaba a lo que parecía una granja.
El
momento no era para reir demasiado y tampoco para estar muy contento. Pero, sí
tuve que sonreir levemente al comprobar que me había estacionado ante las
puertas de un cementerio. La tarde declinaba y no resultaba agradable pensar
quedarme allí hasta que amainara el temporal. Pero, transcurridos unos breves
minutos, y en el supuesto de que me sorprendiera la noche en aquel lugar triste
y solitario, pensé que no debería tener miedo o temor del lugar y, a sus
moradores. Mas, cuando en esto pensaba como si de una mente infantil se
tratara, un escalofrío recorrió mis glóbulos rojos al comprobar como avanzaba
lentamente bajo la lluvia la figura enlutada de quien parecía una mujer que se dirigía
hacia la salida.
Evidentemente
noté en mi interior el paso de ese gusanillo indescriptible del temor
ante lo desconocido. Así que, esperé expectante la proximidad de quien
debería ser una persona de carne y hueso. Y, así llegó el momento de
comprobar que se trataba de una señora de unos sesenta años, toda enlutada
hasta los pies, toda flacucha y desaliñada; su rostro pálido, sus ojos tristes
tal vez llorosos por la lluvia o por el sentimiento que la embargaba, denotaban
la amargura y el abandono que la poseía.
Como
ví que se dirigía al coche, me bajé del mismo para preocuparme por ella y su
estado, recibiendo mi cuerpo la misma agua que recibía ella. No me importaba en
ese momento ponerme a su altura y compadecerla. Le ofrecí resguardo en el
vehículo y llevarla hasta la puerta de su domicilio. Lo agradeció pero, no lo
aceptó. Me dijo que "allí" tenía lo que quedaba de un ser muy querido
jamás olvidado y, que la vida ya no le importaba. Se llamaba María. Su voz era
dulce, suave como el aura mañanero, agridulce como la vida misma.
Nos
despedimos con un frágil saludo de manos y un adiós empañado por la lluvia.
¿Qué será de María?. Solo sé que marchó por una senda de charcos y barro, que
su paso era lento y, que por su cabello casi grisáceo resbalaba el agua de una
tarde gris.
Romain
Rolland escribió: "Cada cual lleva en el fondo de sí mismo un pequeño
cementerio de los que ha amado".
Gaspar González Pina