ATARDECER EN MELILLA
Que se murió en primavera
y ni él mismo lo esperaba.
El viento de Barrameda
puso Levante en su cara
y en las costas de Tarifa
se encabritaron las aguas.
San Pedro de Estopiñán,
desenvainada la espada,
las proas enfiló al sur
para dar cortejo al alma
del más noble caballero
que hubiese criado África.
El espíritu se iba,
pero el cuerpo se quedaba.
Cádiz exigía el tributo
y Melilla se lo daba
pues eran la misma cosa
la su carne y la su ánima.
Un día, al atardecer,
la gente admirada estaba
viendo caer blancos pétalos
desde las nubes más altas:
por las calles de Melilla
pateaba Eladio Algarra.
Amalio Jiménez Segura