Relato de Emilio Sánchez











ICHA KANDICHA

Aquella mañana Melilla se había despertado pronto a la radiante luz de levante. La gran bola rojiza se fue elevando lentamente del horizonte de olas y con sus rayos caprichosos fue pintando el Pueblo de un dorado resplandeciente. Abajo en la Plaza de España, y en el parque, una suave brisa mecía las esbeltas palmeras y de sus hojas, penachos encendidos, saltaban reflejos metálicos cual cupidos juguetones que devolvieran sus dardos al sol. Ni bruma o nube maculaba con su espuma de plomo el transparente añil. La dormida primavera se desperezaba en las almas y en los parterres. Un estallido de colores recorría los artificiosos ámbitos florales, esparciendo su fragancia desde macizos y enramadas. Aromas a tierra renacida invadían los espacios interiores obligando a las gentes a salir.

Algunas ya hacía rato que bullían y, como cada mañana de domingo, hacían los preparativos para la comida campestre. Mesas, sillas plegables, neveras, fogones portátiles y enseres mil eran cuidadosamente colocados en los maleteros de los autos, reservando los huecos más protegidos para las repletas cestas de comida. Toda la familia se agitaba impaciente por iniciar la marcha; había prisa por llegar al campo, por seleccionar el mejor lugar y desplegar luego toda aquella intendencia; les esperaba una entretenida jornada de charla con los amigos en la que disfrutar una gustosa paella, unos pinchos a la moruna, quizá unas chuletas al carbón o, tal vez, las ricas sardinas a la plancha, al tiempo que los niños podrían corretear y jugar a sus anchas.

Poco después tres vehículos enfilaban la carretera de Farhana, se detenían brevemente en el control fronterizo -lo justo para que los apáticos agentes, casi sin inmutarse, les dieran paso-, y abandonaban la ciudad. Ya en Marruecos, se detenían brevemente en el cercano poblado de Farhana, se hacían compras de última hora –pescado y algo de fruta fresca-, y reiniciaban la marcha por la carretera

de Tres Forcas. Tras dejar atrás Mariguari, llegaban a los pinares de Taurit y tomaban la antigua carretera de Rostrogordo -no hace tantos años que ese paso con la ciudad estaba abierto-, adentrándose en la pineda por uno de los caminos forestales cortafuegos hasta detenerse en el claro de bosque acostumbrado.

En un instante el paisaje se llenó de carreras y de gritos infantiles y comenzaron los lanzamientos de piedras y las recomendaciones de las madres y hasta alguna regañina paterna para tratar de contener la impaciente energía de los chiquillos. Mas nada impide que, en pocos minutos todo quede dispuesto y, entre cerveza y bromas, llegue la hora de que los mayores degusten el primer aperitivo, mientras se calientan las planchas y prende el carbón.

Carlos, un mocetón alto y bien parecido, se encuentra un tanto retraído, sus pensamientos están al otro lado del mar. Es soltero y les ha acompañado casi por compromiso; no supo decir no a la invitación del compañero de trabajo. Algo aburrido, decide separarse del grupo familiar y dar un paseo.

- No tardes - le pide un rubicundo barrigón, que exhibe orgulloso, entre los faldones de la desabrochada camisa, su prominente vientre mientras se afana en los preparativos de la paella. Se aprecia, en su figura y gestos, que es amante de la buena mesa.

- ¡ Esto estará antes de las dos! -le anuncia, mientras le ve separarse.

- No te preocupes -responde Carlos mientras se aleja entre los pinos -. Será sólo un rato para estirar las piernas.

El joven toma una senda y camina sin meta fija. Va despacio, observando el suelo y los árboles, tratando de grabar en su memoria detalles que le faciliten su vuelta. Todo el bosque le parece igual y teme no encontrar el camino de regreso, sobre todo cuando ya ha cambiado varias veces de vereda, pero sigue, cruza una vaguada, sube a una loma y, a lo lejos, entre los árboles, ve el mar.

La brisa marina llena ahora sus fosas nasales y un leve sabor a sal es detectado por

sus papilas. Aunque es de tierra adentro, le gusta el mar y su vista le ha alegrado, por eso decide seguir en su dirección. Unos cientos de metros más adelante, descubre el acantilado y escucha el fragor de las olas que golpean con saña la, en apariencia, indestructible roca. Al aproximarse al borde comprueba que de la mole pétrea se han desprendido grandes bloques que son pacientemente demolidos y convertidos en fina arena. Tras unos instantes absorto en el espectáculo de la naturaleza, se gira y, en ese momento, descubre una figura humana al borde mismo del cortado. Ha de concentrar su vista y poner la mano extendida sobre su frente; los rayos de sol todavía inclinados golpean sus ojos claros. Se trata de una mujer, muy joven, sentada sobre la hierba, ataviada con ropas típicamente árabes, chihlaba blanca y funara del mismo color anudado a la nuca que oculta su rostro. Curioso, se aproxima lentamente y, cuando se encuentra a pocos metros, la muchacha se vuelve hacia él.

- ¡Hola! -acierta a saludar tras un momento de duda.

Ella no contesta pero esboza una leve sonrisa antes de girarse. Por un momento le ha mirado con unos grandes ojos, rasgados, de un increíble color esmeralda. Ha sido sólo un instante, antes que aquella púdica luz se pierda entre el follaje, en el que Carlos ha podido admirar un rostro bellísimo, de fina piel blanca.

- Hola -repite por varias veces Carlos- hasta que la joven, como de unos 15 años, vuelve a mirarle y a sonreír tímidamente, más ahora le retiene la mirada.

Tiene un cuello largo, y su cuerpo núbil, que se agita, se adivina bien firme bajo el blanco de los ropajes, pero Carlos cree percibir sombras de tristeza y una rara sensación le hace estremecer: se alarma cuando relaciona su percepción con el alto acantilado. Dispuesto a evitar una posible locura de la muchacha se le aproxima decidido y se sienta a su lado. Algunas secas agujas de pino laceran su carne en el momento de tomar contacto con el mullido césped, mas apenas las siente porque ella no ha hecho intención de apartarse. Tras unos minutos de duda, con

voz emocionada, suave, se atreve a preguntar:

- ¿Qué te ocurre?

Ella no contesta, tampoco la altera la cercanía del desconocido, al contrario, parece agradecer su interés y esboza otra sonrisa, ahora claramente triste, mas sigue sin responder.

- ¿ Entiendes el español ? –no hay respùesta.

- ¿Te has perdido? -insiste Carlos.

Ahora ella niega con un leve movimiento de cabeza.

- Entonces¼¿qué te ocurre?, ¿por qué esa mirada tan triste?

Por un momento parece decidirse, pero sólo entreabre la boca y sus carnosos labios descubren unos dientes muy blancos, perfectamente alineados.

Carlos se ve invadido por una infinita ternura cuando su compasión se mezcla con misteriosos efluvios de hembra y ya nada puede detener su interés. ¿Cómo podré ayudarla? -se pregunta.

-¿Qué te ocurre? -vuelve a insistir.

La muchacha agradece su interés con otra sonrisa aún más triste que las anteriores, pero tampoco se atreve a contestar o, al menos, eso es lo que a él le parece, por eso sigue insistiendo.

-¿Te has perdido ?

Ella vuelve a negar con la cabeza.

- Entonces¼¿por qué estás tan triste ?

Por fin, parece decidirse a hablar y, efectivamente, con una voz muy tenue, responde.

- Me he escapado de casa, bueno...de la casa de mi prometido. Mi padre me ha entregado a un hombre viejo que quiere casarse conmigo. Yo no lo conocía y su primera esposa me tiene bajo su guarda. Me están preparando para la boda, pero yo no quiero casarme con ese hombre; tiene hijos mayores que yo y no me tratan

bien, por eso me he escapado. Ahora... no se qué hacer. No conozco a nadie que me ayude y no puedo volver con mi familia. Si lo hiciera me castigarían y luego me devolverían; mi padre ha comprometido su palabra y ha recibido mi dote. Seguro que ahora me estarán buscando y cuando me encuentren...

Era como si, de pronto, el torrente que ha estado contenido en las montañas se desbordara a causa de las tormentas de verano. De su boca, hasta entonces cerrada, salían ahora mil quejas. Se había confiado a la actitud amable y comprensiva de él. Carlos, en su ánimo de consolarla, se acercó aún más, pasó su brazo derecho por los hombros de ella y la atrajo hacia sí. No fue rechazado, antes al contrario, la muchacha pareció agradecerlo.

- ¡Cálmate –le rogó-, todo tiene arreglo! Quizá se solucionen las cosas y no tengas que casarte, si no quieres.

Pero la muchacha, emocionada, lloraba desconsoladamente y las palabras de Carlos no parecían calmarla en absoluto, pero sí parecía agradecerle su intención y su ternura, sobretodo cuando sus brazos juveniles le rodearon el cuello y aquel precioso rostro se pegó a su mejilla.

- No quiero volver. ¡Llévame contigo! -le rogó entre sollozos.

Sus miradas se encontraron. Él trataba de adivinar qué significaba aquel cambio, qué aquel destello nuevo. Ella se lo descubrió:

- No quiero que ese viejo egoísta tome mi virginidad. Además, es cruel. Si tengo que casarme con él, al menos, que no sea él quien me la quite, prefiero... que seas tú. –y se apretó contra su pecho al tiempo que le ofrecía su jugosa boca entreabierta.

Carlos no supo negarse, la apretó con ardor juvenil y la besó tiernamente. Ella no sólo aceptó la caricia sino que se comportó como hembra dispuesta.

***

Una hora más tarde un hombre corría despavorido por el pinar empapado en un sudor frío. Se diría que había enloquecido pues su carrera no parecía tener meta fija. Caía, se levantaba, y seguía corriendo en cualquier dirección. A veces miraba hacia atrás y eso le hacía tropezar y caer nuevamente, pero no detenía su loca carrera. Lo único que parecía querer era alejarse, huir a toda costa.

***

- El arroz está frío y¼¡Carlos sin venir! -exclamó contrariado el orondo rubicundo por enésima vez, mientras se servía un tercer plato de paella.

- Se habrá entretenido con algún conocido -contestó mecánicamente su mujer a quien la tardanza del compañero de trabajo de su marido le importaba un comino. Los niños ya habían comido y de nuevo correteaban en el claro, ahora detrás de una pelota, mientras que las niñas se entretenían peinando a sus muñecas sentadas a la sombra de un acebuche. Para ella todo estaba bien, además no tenía tiempo que perder en preocupaciones, sus amigas la estaban informando de los últimos chismes.

El rubio, más tranquilo, se sentó a la mesa y tomando la bota que su vecino le alargaba, la alzó sobre su cabeza para que el vino penetrase a toda presión por su boca entreabierta. Después de un largo trago, no pudo evitar que el último chorrito se estrellase contra su pecho y que unas gotas acarminadas descendieran hasta el prominente vientre, dejándole un pequeño reguero entre el vello. Se limpió de un manotazo al tiempo que miraba al frente. Entonces le vio: Un hombre venía corriendo entre los pinos como alma que se lleva el diablo. Aquello era muy raro. ¿”De qué huiría”? Alarmado, concentró su vista, al presentir el peligro.

- ¡Dios mío! –gritó, ante la sorpresa de todos, para echar a correr acto seguido.

El resto de la reunión, ante la súbita reacción del rubio, al unísono, dirigieron la mirada hacia el lugar hacia donde éste corría y vieron cómo aquel hombre

se desplomaba a unos cincuenta metros más allá. Como movidos por el mismo resorte, todos saltaron de sus sillas y corrieron en pos del rubio. Cuando lo alcanzaron éste ya se encontraba arrodillado ante el caído, que, con sus ropas desgarradas, sangraba por el rostro y brazos. El rubio trataba de ayudarle, pero de pronto hasta el vello se le erizó.

- ¡Dios Santo, pero...si es Carlos!

El rubicundo no salía de su asombro ante el descubrimiento, no comprendía nada. En cambio la despistada del grupo se acercó preguntando qué pasaba, mientras aún mantenía en la mano un muslo de pollo mordisqueado. Cuando se abrió paso entre el resto y vio la escena, un grito de horror le hizo soltar la carne.

Entre preguntas sin respuesta, todos tratan de reanimar al caído, mientras una mujer trae agua y le lavan la cara. Carlos abre unos ojos desorbitados y se mueve convulsamente.

- Le ha dado un ataque ! -aventura alguien.

Pero el caído está dominado por el pánico y no puede expresarse, sólo unos sonidos ininteligibles salen de sus labios. Superado el asombro de los primeros instantes, el rubicundo decide.

- ¡Vamos, metámoslo en mi coche y a urgencias !

***

- ¿ Puri has visto cosa igual? -pregunta un médico joven, embutido en su bata verde de ayudante de cirugía, a una enfermera gruesa y ya entrada en años.

- Te aseguro, Pepe, que me he quedado de piedra.

- Una vez leí un caso parecido -agrega el joven galeno, adoptando un aire de suficiencia-. Se publicó en una revista técnica a la que estoy suscrito. El hecho trajo de cabeza a los especialistas, pero, al final, después de muchos análisis y mucho discutir, no le encontraron explicación científica.

La mujer, que estaba a vueltas de todo, para evitar el rollo que se temía, cortó por

lo sano y le espetó:

- Habrá que esperar a que se reponga y cuente lo que le haya sucedido, porque lo que es los amigos no saben nada. Sólo que se fue a dar una vuelta y regresó corriendo, huyendo de algo, presa seguramente del miedo y que cuando estaba cerca se desplomó. Desde entonces no ha articulado palabra y ha permanecido en el estado que has visto. Ahora sigue sedado después de la cura que se le ha hecho.

***

Días más tarde, ya de alta, Carlos se encontraba en casa. Unos amigos que habían ido a visitarlo, a interesarse por su salud y¼¿por qué no?...también a satisfacer su curiosidad.

El rubicundo, tras los saludos de cortesía, inició el interrogatorio, con no demasiado tacto.

- Pero bueno¼¿qué fue lo que te pasó? Es algo que nadie se explica.

Carlos, con aspecto cansado y la tez muy pálida, invitó a sus visitantes a sentarse y después de hacer él lo mismo y algunos titubeos, inició el relato.

Cuando terminó, pensó que nunca relación alguna le había proporcionado tan intenso placer, se lo reconoció a sí mismo, pero también había sentido algún dolor, a intervalos. No sabría decir en qué parte de su cuerpo lo había sufrido ni qué se lo había causado. La pasión vivida le había cegado a cualquier otra consideración. Sólo recordaba que, cuando agotado, dejó caer su cabeza sobre el césped y algunas agujas de pino secas le pincharon la frente, aún se mantenía quieto, con su mejilla pagada a la de ella, sin pestañear siquiera. Que ambos amantes estaban jadeantes y sus cuerpos permanecían enlazados en un amoroso abrazo de todos sus miembros. Él no deseaba separarse de aquel joven cuerpo de redondeces turgentes y piel de mantequilla -la boca inundada de un regusto dulce y sus sentidos sumergidos en

un tenue aroma, mezcla de limpieza y sexo-. Todo lo contrario, se sentía capaz de continuar el juego amoroso eternamente. Mas de pronto todo cambió: un fétido aliento le quemó el rostro y sus fosas nasales se llenaron de una pestilencia candente que le hizo olvidar sus últimos pensamientos y propósitos. Sintió la imperiosa necesidad de incorporarse, de evitar aquel hedor, de respirar aire puro; pero, no pudo, ella le tenía atenazado. Quiso saber qué pasaba y al volver su vista contempló asombrado la mutación que tenía lugar: la deliciosa piel de su amante se estaba tornando cetrina, apergaminada y velluda; los ojos esmeralda tomaron un color ámbar pardo, las pupilas se alargaron hacia arriba y hacia abajo, como las de un reptil; la larga y sedosa cabellera se transformó en crespa estopa y, de la frente comenzaron a brotar dos retorcidos cuernos, mientras que la carnosa boca se ennegreció al tiempo que, en una terrible mueca, burlesca, se transformaba en unas fauces con colmillos de fiera, de los se deslizaban gotas de una viscosidad verdosa.

Un terror antiguo, insoportable, sacudió a Carlos y le hizo luchar desesperadamente para escapar de aquel abrazo fatal. La tierna e indefensa mocita se había convertido en la bestia milenaria que era. Brazos membrudos, escamosas garras le asían feroces y una risa diabólica laceraba sus oídos. Se iniciaba como un chillido agudísimo para ir bajando de escala hasta tonos roncos y cavernosos.

Carlos peleaba y peleaba y su boca, muy abierta, buscaba algún aire no infectado que respirar. Le dolían todos sus miembros y sus tímpanos estaban a punto de estallar a causa de los berridos de la bestia, la que, a intervalos, pronunciaba palabras extrañas, insultos seguramente, como de idiomas antiguos y arcanos, ya desaparecidos.

Por fin, con una potente patada, consiguió desasirse de aquel cuerpo de acero y luego, concentrando todo su esfuerzo, lo empujó. Carlos salió despedido y, sin abandonarse un instante, se lanzó a una loca carrera entre los pinos, seguido por

la bestia. En su desesperación, miró hacía atrás y la vio: le perseguía a saltos animales, como de cabra, al tiempo que le gritaba en su diabólica jerga. Carlos tropezaba, se arañaba con la ramas, pero seguía corriendo y corriendo, poco le importaba el dolor, lo único que deseaba era alejarse, escapar y sacó fuerzas hasta la extenuación. Cuando vio al grupo familiar ya no pudo más, había consumido casi el último aliento, y se desplomó.

***

No podía recordar con precisión cómo y cuándo se los produjo, pero su cuerpo presentaba diferentes heridas y hematomas: La espalda especialmente estaba recorrida por surcos como de garras, diaríase que un oso u otra fiera parecida le hubiera atacado, pero por aquellos lugares no hay osos ni ninguna otra alimaña que pudiese dejar tales marcas.

Nadie se lo explicaba, aunque lo más sorprendente de todo era su aspecto: Aquel joven de negra cabellera ahora la tenía totalmente gris plata y su rostro aparecía cansado y demacrado. Era como si en un instante hubieran pasado años, pues había perdido la lozanía y la apariencia juvenil.

A pesar de ello, nadie quiso creer su historia y los médicos, después de muchas pruebas y exámenes, decidieron que había sufrido un trastorno mental y lo remitieron al psiquiatra.

Quien este relato lea, crea lo que quisiere, incluso pueden achacarla a creencias supersticiosas o, simplemente, superchería, pero yo, que he oído por boca de ancianos marroquíes algunos casos de tropiezos con la Icha Kandicha, pienso que Carlos bien pudo tener un fatal encuentro con esta enviada del diablo.

Emilio Sánchez